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Salvados por la fe en Cristo

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Reflexión de Romanos 3,21-25.28
Tomada de la Homilía del Domingo 9 T.O. (A)


Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen - pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente. Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley. (Ro 3,21-25.28)

Terminado el ciclo de las grandes fiestas con la del Corpus Christi el domingo pasado, la liturgia retoma el tiempo ordinario. Las lecturas tienen el fin de dar a conocer más a los fieles el tesoro que tienen en la Biblia. Este año se nos ofrece el evangelio según San Mateo y estos domingos la carta a los Romanos, la más importante de San Pablo. Tras un largo saludo a unos fieles que personalmente no conoce aún, pero que quiere ver, comienza el tema de la carta, que es explicar a la iglesia de Roma su concepto de la que se llama nueva economía de salvación (así se suele decir), y que para Pablo es fundamental, es decir el de la salvación del pecado y la necesaria respuesta de fe para alcanzarla.

Cuando redacta el texto de hoy, Pablo ha puesto en claro que, tanto el conjunto de los paganos, sin revelación de Dios, ni de los judíos con las promesas y la Alianza, la Ley y el templo de la Abrahán, Moisés y los Profetas, todos habían tropezado en el pecado. Su razonamiento ha concluido así: “Tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado, como dice la Escritura: No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo, no hay quien busque a Dios. No hay temor de Dios ante sus ojos” (Ro 3,10-11.18; S 14,2-3; S 36,2).

Y llega al texto de hoy: “Ahora, la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los profetas, se ha manifestado independientemente de la Ley”. “La justicia” significa aquí lo mismo que la salvación; porque sólo la justicia de Dios tiene el poder de hacer justos, quitando el pecado. ¿Cómo ha sido? Independientemente de la aquella Ley antigua, que obligaba sólo a los judíos. Ahorita, y para todos, griegos y judíos, la forma de salvarse será –y sólo será así– “por la fe en Jesucristo”. “Por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen, sin distinción alguna”. Y añade: “Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios y son justificados gratuitamente por su gracia”. Es ésta la clave que Pablo ha descubierto con su proceso de conversión. Con Jesucristo ha comenzado “Ahorita”, ya, una nueva forma, una nueva economía de salvación. Se trata de una salvación por la fe en Jesucristo y gratuita. Esto es lo que vamos a explicar.

Pero antes una observación. No esperen ni exijan argumentos filosóficos, que sabios humanos hayan descubierto. Estas cosas nos han sido reveladas. No se descubren con la razón, aunque sí pueden entenderse de alguna forma, aunque sea borrosa. Es el trabajo de la teología.

Dice, pues, el texto que: “por la fe en Jesucristo” –y sólo por la fe– puede un hombre llegar a ser justo. Nadie nace justo. Lo repite muchas veces la Biblia, que es la palabra, la revelación de Dios. El pecado original de Adán ha alcanzado a todos. “En pecado me concibió mi madre” –dice el salmo 51. Judíos y griegos, todos están bajo el pecado. No hay uno libre –hemos recordado líneas antes. Más adelante (5,12-15) argüirá Pablo con el argumento de la ley de la muerte de todos. La muerte es castigo por aquel pecado y es bien patente que todos morimos. Luego el pecado de Adán alcanza a todos. Todos han nacido sin la justicia de Dios: “En pecado me concibió mi madre”.

Si nadie nace justo y además posteriormente, cuando alcanzamos ya responsabilidad personal, añadimos nuestros propios pecados personales: “¿Quién puede decir: Purifiqué mi corazón; estoy limpio de mi pecado” (Prov. 20,9) “Si decimos: No tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (Jn 1,8). En conclusión: “Todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios”.

También los niños nacen “privados de la gloria de Dios”. Por el pecado de Adán nacen “privados de la gloria de Dios”, como Dios hubiera querido. Pero nacen como meros hijos de los hombres, sometidos a la concupiscencia de sus egoísmos como se verá en cuanto empiecen a obrar por propia cuenta, no participan de la vida de Dios, no son sarmientos vivos injertados en Cristo, no pertenecen al cuerpo vivo de la Iglesia. Por eso repito una vez más: Padres, abuelos, catequistas, pastores, insistamos una y otra vez en la importancia del bautismo de los niños. La ley de la Iglesia dice que: “Los padres tienen obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas” (CCD. Der. Can. 867). Y recuerden que en peligro de muerte puede (y debe) bautizar cualquiera (empezando por el papá y la mamá) echando agua y recitando la fórmula: Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

Comentemos ya los puntos decisivos. El primero: Todos “son justificados (esto es salvados) gratuitamente por su gracia (la de Dios)”. Empiezo con un ejemplo sacado de mi propia vida. Hace algo más de un año padecí una enfermedad poco frecuente. Me paralizó totalmente con unos dolores terribles como no los he sentido en la vida. Imposible hacer nada para curarme, ni tenía conocimientos ni fuerzas. La solución no pudo venirme sino desde fuera de mí, desde los médicos. Sólo después de su intervención y de la acción de los medicamentos pude irme sanando. Es la imagen del pecador. Enfermo, aniquilado de fuerzas por su pecado, él no puede salir solo. No tiene la posibilidad de salvarse, ni de arrepentirse, ni de cambiar su corazón hacia Dios si Dios no se vuelve hacia él: “Conviértete a mi y me convertiré. Hazme volver y volveré” (Jer 31,18). “Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado no le atrae” (Jn 6,44). Esta conversión no comienza ni prosigue si Dios primero no se dirige al pecador. Pero esta acción de Dios no se puede merecer de forma ninguna, porque todo lo que podamos hacer está manchado como todo lo que viene de un corazón sucio y necesita limpiarse para hacer algo que pueda ser aceptado por Dios. Estamos ante un círculo vicioso. El pecador necesita arrepentirse para ser perdonado y el arrepentimiento le es imposible porque está en pecado.

¿Cómo se sale? Nadie lo puede por sí mismo. Es Dios quien saca sin que el pecador lo merezca, sin poder hacer nada para dar comienzo al proceso. Es siempre Dios el que toma la iniciativa, va en busca, llama a la oveja perdida por puro amor, por misericordia. Del pecador sólo pide que escuche, que se deje agarrar, que se deje llevar, que confíe. Nosotros hasta podemos creer que tomamos la decisión, pero si el asfixiado puede empezar a hacer el esfuerzo es porque el oxígeno le ha llegado. Todo esto lo sabemos también por la fe: “Separados de mí no pueden ustedes hacer nada” (Jn 15,5). Todo aquello que viene de Dios y conmueve el corazón, aunque el pecador no lo vea ni sienta como tal, no lo ha merecido nunca ni lo puede merecer; es gracia, don de Dios, que le viene, sin mérito alguno suyo, del amor de Dios, de la misericordia de Dios. Sólo entonces, ayudado y movido de esa luz, de ese impulso y de otras formas que pueda tener la intervención de Dios no debida, es decir la gracia podrá continuar entonces el pecador colaborar y hacer algo para salvarse. Por dos veces y seguidas repite Pablo la conclusión: Todos “son justificados gratuitamente y con su gracia”. Y muchas veces encontraremos la idea en sus escritos. “Por la gracia de Dios soy lo que soy” –dirá de sí mismo –(1Cor 15,10). Por haberle caído en gracia a Dios. Porque me amó sin mérito ni cualidad especial que lo pudiera exigir ni explicar.

De alguna manera había sido revelado al pueblo de Israel, aunque no lo había entendido. No nos resulta fácil tampoco a nosotros. Con la figura del profeta Óseas quiso Dios hacérselo ver. Israel había cometido infinidad de pecados gravísimos, apostató, sacrificó niños a los ídolos, se violó la justicia más elemental con los pobres, no se cumplieron con las ofrendas al templo y los sacerdotes se las apropiaron. Sin embargo Dios continuó enviando profetas y castigos para que reflexionara y volviera. Por fin y tras setenta años de destierro, un resto al menos, le había aceptado como el único Dios de Israel y vuelto a su palabra, pero sin entender su misericordia. La soberbia iba a nublar su corazón para entender.

Vino Jesús y vino por amor, porque gracia sólo la concede el amor. “Porque tanto amó Dios al mundo –dice Jesús a Nicodemo– que le entregó a su Hijo único para que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él, no es condenado; pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el Hijo de Dios” (Jn 3,16-18). Es lo mismo que Pablo: “Me amó y se entregó a la muerte por mí” (Ga 2,20).

Todos “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien Dios constituyó sacrificio de propiciación mediante su propia sangre, gracias a la fe”. Murió por nuestros pecados. Esta es la causa fundamental de la muerte de Jesús, no sus verdugos. El verdugo actúa en nombre de la sociedad. Los verdugos de Jesús actuaron en nombre de todos los hombres. “Se entrego a sí mismo por nuestros pecados” (Ga 1,4); “murió por nuestros pecados” (1Cor 15,3). Nadie tenía derecho alguno a que Dios Hijo se hiciera hombre, cargase con nuestros pecados como si hubieran sido suyos y con su obediencia hasta la muerte de cruz, de valor infinito, pues todo lo que hizo Jesús el Hijo de Dios es de valor infinito, pagase la factura de nuestra deuda. Es lo que llama la Escritura “sacrificio de propiciación” o “sacrificio por el pecado” (Lev 4; 16)

Y en definitiva esa salvación nos alcanza “gracias a la fe”. Es el arco de bóveda del edificio, sin el que todo lo anterior se destruye: La fe. Creer. “Hemos creído en el amor”. En definitiva sólo en el amor de Dios, sólo creyendo y aceptando su misericordia infinita es como nos hemos podido arrepentir y como podemos corregirnos de nuestros pecados, vivir alegres del amor de Dios y alcanzar las virtudes y las gracias, con las que seamos más santos y gocemos más de los favores sobrenaturales que vemos en muchos santos.

De aquí, entre otras cosas, la importancia de orar por nosotros mismos y por los pecadores. Como no se puede merecer, sólo se puede lograr por la oración humilde y repetida (porque repetir la oración es signo de que no se merece lo que se pide, sino de que se apela a la sola misericordia). Esta oración la puede hacer otra persona o el mismo pecador (pero téngase en cuenta de que la del mismo pecador es ya consecuencia de una gracia previa para orar).

No se trata de entender. Hay que creer lo que Dios ha revelado y la Iglesia enseña con infalibilidad. Esta es la luz, la fuente y la fuerza de la alegría cristiana: “Si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá en contra?”. “Nadie podrá separarnos del amor de Dios que vemos en Cristo Jesús” (Ro 8,31.39).

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