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Homilías: Domingo 24 T.O. (A)

Lecturas: Num 21,4-9; S. 77; Flp 2,6-11; Jn 3,13-17

En la cruz está la vida
Homilía por el P.José R. Martínez Galdeano, S.J.


Para entender la fiesta de hoy, la Exaltación de la Santa Cruz, se precisan algunos conocimientos. Jesús muere el sábado de Pascua 8 de abril del año 30. La fecha puede darse como segura. Es notable la precisión a que se ha podido llegar con los datos de los evangelios y científicos. El año 66 se subleva toda Palestina contra el poder romano. La respuesta de Roma culmina el año 70 con la reconquista de Jerusalén e incendio del Templo. Se cumple entonces la profecía de Jesús, pronunciada poco antes de su muerte. El año 132 una nueva sublevación. El 134 Jerusalén vuelve a poder de Roma y el 135 acaba la sublevación con la muerte del jefe, Bar Kokebá. Los judíos son expulsados de Palestina. Para evitar toda nostalgia y cualquier culto tanto judío como cristiano, Roma edifica templos a dioses paganos en donde estuvieron el Templo, el Gólgota, el sepulcro de Jesús y la cueva de Belén.

Los cristianos fueron perseguidos por el Imperio Romano durante algo más de dos siglos y medio. Sin embargo aquel poder no pudo acabar con nuestra Iglesia. Los cristianos fueron aumentando. Hasta la mamá del que iba a ser el emperador Constantino, Elena, se había convertido al cristianismo. Incluso parece que hubo una intervención sobrenatural, una cruz que Constantino viera el 27 de octubre del 312, víspera de la batalla del Ponte Milvio, decisiva en su camino al poder, y escuchara las palabras: “Con este signo vencerás”. Constantino, vencedor, aun siguiendo pagano, dio a los cristianos plena libertad, igual que los fieles de las demás religiones paganas, para serlo, para tener templos y para organizar instituciones como los demás ciudadanos. Llevada por sus sentimientos de creyente, Elena quiso visitar Palestina y Jerusalén, la tierra de Jesús. No le fue difícil detectar los lugares de la crucifixión y del sepulcro, pues los templos edificados para borrar toda memoria del Nazareno sirvieron como signo fácil de los lugares a excavar. De esta forma se encontraron el sepulcro, las tres cruces de Jesús y los ladrones, y el lugar mismo donde estuvieron alzadas y muriera Nuestro Señor. Allí edificó Constantino, todavía no bautizado pero muy afecto ya al Cristianismo, la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén, que todavía hoy se conserva. El año del descubrimiento oscila entre el 325 y 327.

Fácil es darse cuenta de la alegría que tal descubrimiento supuso en toda la cristiandad. Pese a las dificultades del viaje, fueron muchos los que ya entonces empezaron a peregrinar (al menos, si fuese posible, una vez en la vida) a Jerusalén. Se conserva el diario de una peregrina española, Egeria, que lo hizo y tuvo la feliz idea de narrarlo. Se conocen así muchos detalles precisos de la situación de aquellos lugares ya en siglo IV y de los cultos y procesiones. La fiesta de hoy recuerda estos acontecimientos.

Pero naturalmente tales acontecimientos tienen importancia porque fue Cristo quien murió y realizó la redención en esa cruz y en ese lugar, y ahí estuvo enterrado y de ahí resucitó. Por medio de la cruz fue como nos salvó Jesús y redimió de nuestros pecados. “Canceló nuestra deuda y la suprimió, clavándola en la cruz” (Col 2,14). El Evangelio y la lectura de los Números expresan hoy claro que Jesús lo sabía desde el principio. El evangelio habla del primer viaje de su vida publica a Jerusalén poco después de su bautismo en el Jordán. Allí le dice a Nicodemo que morirá en la cruz como hemos escuchado y así nos salvará. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3,14s). Luego lo repetiría solemnemente a sus discípulos por tres veces (Mt 16,21; 17,22s; 20,18s). Pero además lo dice y repite a todo el que quiera ser su discípulo: “El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí” (Mt. 10,38; 16,24). Lo repite constantemente Pablo. Lean los dos primeros capítulos de la primera carta a los Corintios: “Los judíos piden milagros, los griegos sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1,22s). Pablo no se gloriará sino en la cruz de Cristo (Ga 6,14); “muchos viven –escribe a sus predilectos filipenses– según les dije tantas veces y ahora se lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición” (Flp 3,18s). “Se despojó de sí mismo” –hemos escuchado en la segunda lectura y se refiere a la condición divina de Jesús–, “tomando la condición de esclavo” –la cruz era suplicio para esclavos; ningún romano podía ser crucificado– “y se humilló obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz”.

Es común en la espiritualidad cristiana. No se puede ser santo sin la cruz de Cristo. Todos los santos han sufrido. Dice Santa Rosa en una de sus cartas lo que el Señor le manifestó en una visión: “El divino Salvador, con inmensa majestad, dijo: «Que todos sepan que la tribulación va seguida de la gracia; que todos se convenzan que sin el peso de aflicción no se puede llegar a la cima de la gracia; que todos comprendan que la medida de los carismas aumenta en proporción del incremento de las fatigas. Guárdense los hombres de pecar y de equivocarse: ésta es la única escala del paraíso, y sin la cruz no se encuentra el camino de subir al cielo». Apenas escuché estas palabras, experimenté un fuerte impulso de ir en medio de las plazas a gritar muy fuerte a toda persona de cualquier edad, sexo o condición: Escuchad, pueblos, escuchad todos. Por mandato del Señor, con las mismas palabras de su boca, os exhorto: No podemos alcanzar la gracia, si no soportamos la aflicción; es necesario unir trabajos y fatigas para alcanzar la íntima participación en la naturaleza divina, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta felicidad del espíritu”.

Subrayo estas palabras, medítenlas: «Que todos sepan que la tribulación va seguida de la gracia; que todos se convenzan que sin el peso de aflicción no se puede llegar a la cima de la gracia».

Todos los santos han amado la cruz, porque es el instrumento necesario para asemejarse a Cristo y para llegar a la santidad. San Pablo escribe lo que hemos escuchado hoy para estimular a los cristianos de Filipos a tener más unión entre sí. Introduce el párrafo así: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo” (2,5). En la cruz de Cristo será donde alcancen la fuerza y la inspiración para construir una unidad mejor.

Y como sin la gracia de Dios no podemos hacer nada que nos lleve a la santidad, y la gracia se alcanza normalmente con la oración humilde, es necesario pedir con frecuencia, más aun continuamente, saber llevar la cruz.

En primer lugar no rehusar la cruz que tenemos que soportar para evitar el pecado, mortal o venial. Esto es claro. Luego la que nos llega sin buscarla: una enfermedad, un fracaso, una situación molesta. Se trata también de cruces grandes y pequeñas. Quien rechaza las pequeñas, menos aguantará las grandes. “El que es fiel en lo poco también lo será en lo mucho” (Lc 16,10). Dios, que es buen pedagogo, empieza por las pequeñas y luego va probando y cargando poco a poco cruces más pesadas y más santificadoras. Por fin son provechosas las cruces y mortificaciones voluntarias. Nos entrenan para las necesarias. Nos asimilan a Cristo crucificado. “Llevo en mi carne las llagas de Cristo” (Gal 6,17). Son muchas veces necesarias para practicar la caridad con los demás, que difícilmente se puede hacer y menos mantener sin asumir renuncias y sacrificios voluntarios.

La misa, centrada en el sacrificio de la cruz, al que nos une, nos recuerda cada domingo este camino de la cruz, que fue el de Jesús, que es hoy el camino de todos los amigos de Jesús.

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