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Santos Juan Brebeuf S.J., Isaac Yogues S.J.

Y Compañeros Mártires del Canadá (†1642)
Fiesta: 19 de Octubre


Los Mártires del Canadá son ocho jesuitas, canonizados solemnemente por S.S. Pío XI, el año 1930. Todos ellos dedicaron sus afanes misioneros a dos razas de indios en Nueva Francia: lo algonquinos y los hurones. Enemigos mortales de estos dos pueblos y de los franceses eran los iroqueses, cuyas cinco tribus -feroces y belicosas- ocupaban el actual distrito de Nueva York. La lucha se hizo más terrible, cuando los holandeses pusieron en manos de los iroqueses armas de fuego, con lo cual se inauguró el doloroso vía crucis que siguió siempre la abnegada misión jesuítica de Nueva Francia.

San Isaac Yogues, nació en Orleans el 1607 y a los 10 años comenzó sus estudios con los jesuitas; a los 17 entraba en el noviciado. Pidió la difícil Misión de Etiopía, mas luego fue enviado a la Misión hurona y llegó a Quebec el 2 de julio de 1636.
Un día postrado de rodillas ante el Sagrario, le decía a Jesús: “Señor, dame de beber abundantemente el cáliz de tu Pasión.”“Tu súplica, -respondió una voz interior- ha sido escuchada… Ten valor y robustece tu corazón.”
Cada año se dirigía uno de los misioneros en alguna flotilla hurona a Quebec para informar y hacerse de las provisiones necesarias. El año 1642 se temía un ataque iroqués. El P. Yogues se ofreció consciente del peligro. El ataque surgió pronto arrollador e irresistible. Bajo el fuego enemigo bautizó el P. Yogues al patrón de su canoa, y después, pudiendo evadirse, prefirió quedarse con los otros cautivos.
Los iroqueses se volvieron a su territorio con 22 prisioneros; el viaje duró 13 días y fue de crueldades infinitas. Al P. Yogues le arrancaron las uñas con los dientes y, a bocados, le destrozaron varios dedos, hasta deshacer el último huesecillo. Las heridas empezaron a corromperse y a criar gusanos.
En la primera aldea iroquesa obligaron a una algonquina cautiva a que cortase al P. Yogues el dedo pulgar izquierdo con un cuchillo embotado. “Cuando la pobre mujer arrojó mi pulgar sobre el tablero –escribe el mártir- lo levanté del suelo y te lo ofrecí en sacrificio a Ti, Dios mío, y tomé esta tortura como un castigo amorosísimo por las faltas de caridad y reverencia en el trato de tu sagrado Cuerpo.”
Así vivió el P. Yogues un año tratado como esclavo hasta que en agosto de 1643 lo liberaron los holandeses y volvió a Francia, donde fue recibido como mártir de la fe. Cuando pidieron a Urbano VIII permiso para que pudiera celebrar la Santa Misa, a pesar de la mutilación de sus manos, respondió el Papa: “Sería indecoroso que un mártir de Cristo no pudiese beber la Sangre de Cristo.” El 1646 encontramos nuevamente al P. Yogues entre sus queridos indios de Norteamérica. Otra vez cayó prisionero de los iroqueses y empezó su segundo martirio. Un salvaje le cortó un trozo de carne de los brazos y hombros y lo devoró ante sus ojos; al fin, un fuerte golpe de hacha guerrera le abrió las puertas del cielo.

San Juan de Lalande siguió al P. Yogues en la palma del martirio el 19 de octubre de 1646, asesinado también al golpe del hacha de combate. Había nacido en Dieppe, y poco antes de emprender la peligrosa jornada con el P. Yogues se había puesto al servicio de los misioneros en calidad de Donado.

San Renato Goupil salió un día con el P. Yogues por las afueras de la aldea iroquesa donde vivían cautivos. Los siguieron dos salvajes y de repente cayó silbando un hacha de combate sobre la cabeza del joven Donado. El dueño, que lo había comprado como esclavo, lo vio en cierta ocasión que enseñaba a rezar a los niños y hacía la señal de la cruz sobre la frente de uno de sus nietos, y desde entonces lo había sentenciado a muerte. La Misión perdió en Renato Goupil un excelente cirujano y enfermero. Su fidelidad y heroísmo le abrieron las puertas del cielo el 29 de septiembre de 1642.

San Juan de Brebeuf pertenecía a la más ilustre nobleza de Normandía, donde nació en 1593. Aunque había estudiado Filosofía y Moral, en 1617 pidió ser admitido como Hermano coadjutor en el Noviciado de la Compañía de Jesús, pero los Superiores, conocedores de sus cualidades lo destinaron al sacerdocio y luego a la Misión de Nueva Francia. Por el 1625 empezó sus trabajos de misionero entre los hurones. Se sentía poderosamente empujado a morir por Cristo y estaba ya muy cerca del martirio. En 1649 cayó prisionero de los iroqueses. Le arrancaron las uñas, hundían en sus carnes leznas candentes, paseaban ascuas por las partes sensibles del cuerpo, le cortaban a pedazos las carnes, que asaban y devoraban delante de él; le abrasaron la lengua con tizones, le desollaron todo el cráneo, le cortaron los pies y le descarnaron las piernas hasta los huevos. Un hurón renegado le echó tres veces agua hirviendo sobre la cabeza y espaldas, mientras le decía con befa: “Yo te bautizo para que seas feliz en el cielo; agradécemelo.” Un hachazo en la cabeza puso fin a tres horas de espantosa agonía.

San Gabriel Lalemant fue compañero de Misión y martirio del P. Brebeuf. Su tormento fue más largo y no expiró hasta la mañana siguiente, 17 de marzo de 1649.
Había nacido en París el 1610 y entrado en la Compañía de Jesús el 1630. Estaba obligado por voto a consagrar su vida en servicio de la Misión hurona. Lo que más admiraron en él los misioneros fue su pureza angelical.

San Antonio Daniel nació en Dieppe en 1601 y entró en la Compañía de Jesús a los veinte años. Ordenado de sacerdote a los veintinueve, fue destinado dos años más tarde a la Misión hurona, en la que trabajó durante catorce años.
En 1648, terminados sus ejercicios de año, celebraba Misa el 3 de julio, cuando se echaron sobre él los iroqueses. Se quitó los ornamentos y con la cruz enarbolada salió al encuentro de la horda invasora. Una nube de flechas le cubrió por todas partes, hasta que un tiro de arcabuz le atravesó el pecho.

San Carlos Garnier había nacido en París en 1606 y entrado en la Compañía de Jesús a los dieciocho años. Siendo estudiante jesuita se obligó con voto a defender hasta la muerte la Inmaculada Concepción.
Evangelizó todo el territorio huronés y el 7 de diciembre de 1649 cayó en manos de las hordas iroquesas. En medio del tumulto y pánico general, el P. Garnier no cesó de ejecutar su sagrado ministerio. Dos tiros de arcabuz le derribaron en tierra sin sentido. Vuelto en sí, y, mientras su celo le infundía una energía sobrehumana para ir dificultosamente acercándose a un moribundo, le abrieron de dos hachazos las sienes. Sus indios le apellidaron “el ángel de la caridad”.

San Natalio Chabanel, novicio a los 17 años, distinguiéndose como profesor de Filosofía y de Retórica, hasta que los Superiores accedieron a sus deseos de ir a las Misiones del Canadá. Los seis años que vivió como misionero fueron un ininterrumpido vía crucis y por eso es tanto más conmovedor y sublime el voto formal con que se obligó a perseverar en la Misión hurona hasta la muerte. Dios le había clavado en la cruz, y él quiso remachar los clavos para siempre. El 8 de diciembre de 1649 un hurón apóstata, que lo encontró junto a la ribera de un río, le dio muerte en odio de la fe, y fue el último atleta que se incorporó al glorioso escuadrón de los Santos Mártires del Canadá, a los cuales Dios ha glorificado con tantos milagros en nuestros días.

Bibliografía
Juan Leal S.J. “Santos y Beatos de la Compañía de Jesús” 1950, Editorial Sal Terre Santander

Homilías: Domingo 26 T.O. (A)

Lecturas: Ez 18,25-28; S. 24; Flp 2,1-11; Mt 21,28-32

Los sentimientos de Cristo
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.

La lectura de hoy de la carta a los Filipenses continúa la del domingo pasado, saltando unas frases de aliento a mostrarse bien unidos en la fe sin miedo a los ataques de los gentiles. No les era nada suave a los Filipenses aguantar los ataques de los gentiles. A Pablo le habían encarcelado y azotado. Pero, pese a algunos defectos, la comunidad resistía.

Sin embargo, lo que es normal entre los hombres, aparecen grietas en la caridad. No parece por el texto que sean tan graves ni mucho menos escandalosas como las de Corinto. Podríamos calificarlas de más bien normales y aun pequeñas, pero Pablo les tiene un miedo enorme; si no se remedian a tiempo, pueden generar problemas graves.

Pablo aborda el problema sin mayores preámbulos. Tiene con ellos mucha confianza. Utiliza razones muy íntimas y profundas, maneja valores muy sentidos, que siente como fundamentales, y usa el tono solemne de quien habla de algo muy serio: “Si quieren ustedes darme el consuelo de Cristo y aliviarme con su amor, si nos une el mismo Espíritu y tienen entrañas compasivas, denme esta gran alegría”. Subrayo: Son hasta cinco los motivos con que arguye Pablo: el consuelo de Cristo, el amor del Padre que nos une, la comunión del Espíritu, la compasión y la alegría que le van a dar. Todo con acento de súplica apremiante; se invoca a lo más sagrado y más precioso: Denme el consuelo de Cristo, ese consuelo del que vivo, ese consuelo que me proporciona vivir con alegría encerrado en la prisión, ese consuelo superabundante, que sólo Cristo da y con el que es capaz de consolar a otros (2Cor 1,4-6), el consuelo de la cercanía de Cristo, que alivia a todos los cargados y agobiados (Mt 11,28). La fórmula tiene también un implícito sabor trinitario y es posible que Pablo lo tenga presente: el consuelo y alivio que le da Cristo, el amor cuyo origen es el Padre, la unión en la comunicación que atribuye al Espíritu. «Alívienme con el amor mostrándome el amor que nos viene del Padre». Alívienme: La caridad mutua que les va a pedir, va a darle a Pablo oxígeno para seguir testimoniando a Cristo con alegría. La caridad mutua en la familia, la caridad mutua en el trabajo, en la Iglesia, en la vida social en general, da oxígeno a la vida, a la familia, a la Iglesia, a la sociedad. En la misa la pedimos a Dios inmediatamente tras la consagración: «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo». Alívienme en el amor del Padre: Porque su caridad muestra que el Padre les ama y que han recibido el amor del Padre y así pueden comunicarlo. Porque “el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor (1Jn 4,8). “Si nos une el mismo Espíritu”: es el Espíritu de amor del Padre y del Hijo el que nos une con ellos y entre nosotros. Que “el que dice que ama a Dios y no ama al prójimo es un mentiroso” (1Jn 4,20). «Si tienen entrañas compasivas»: la frase, difícil de traducir, pretende expresar un sentimiento muy fuerte y profundo; podría también ser: “si tienen sensibilidad y corazón, denme esta gran alegría”, porque es algo que necesito.

Como ven por el número y calidad de razones, acudiendo a valores muy sentidos y para él fundamentales, se trata de algo muy serio: “Manténganse unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir”. “Unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir”. Denle vueltas y comprendan bien la expresión, de modo que la lleven más y más a cumplimiento en todo tiempo y lugar. La cultura de hoy está supersaturada de individualismo. Pero individualismo no es sino el apellido del egoísmo. La vida cristiana, los sacramentos, la oración, el compromiso, si no ayuda a ser personas de unidad, promotoras de concordia, obradoras de amor y sintonía, personas para los demás, no es vida cristiana y todos esos medios se están malbaratando. Cuando preparemos la confesión sacramental, examinemos siempre este aspecto en nuestra conducta.

Viene a continuación la aplicación. El egoísmo, la lesión de la caridad, vienen normalmente de la soberbia. Se quiere estar no debajo sino encima de los demás. Por eso el remedio es: “No obren por rivalidad ni por ostentación, déjense guiar por la humildad y consideren siempre a los demás como superiores a ustedes mismos. No se encierren en sus intereses, sino busquen todos el interés de los demás”. Medítenlo. ¿Lo hacen? Los que así procedan, no dudo de que su experiencia esté dando la razón a Pablo. “Bienaventurados los pacíficos, los sembradores de paz, porque ellos son los hijos de Dios” (Mt 3,9); porque no se puede vivir así sin estar muy cerca de Dios y sin verle en los hermanos. Los que humildemente tengamos que reconocernos todavía lejos de ese ideal, esforcémonos, pidámoslo a Dios, propongámoslo: “No se encierren en sus intereses, sino busquen todos el interés de los demás”. ¿No es así como deberíamos marchar tras el contacto y alimento de Cristo Eucaristía?

A continuación Pablo refuerza su argumento con el ejemplo de Cristo. El texto es importantísimo, precioso y de los más estudiados de la Biblia.

“Tengan ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. Se trata de hacer que lo que piensa y siente Cristo en todo sea el modo de pensar y sentir mío, el de cada uno. Es la participación plena del sarmiento en la vida de la cepa. “Para mí la vida es Cristo” (1,21) –recordémoslo. Este es el camino que con la gracia de Dios sigue el cristiano en su contemplación de la vida y palabra de Dios, esforzándose por aplicarlas a su propia existencia. Primero se admira, después se imita, luego se siente y sintoniza, luego se van haciendo propios los valores y modo de pensar y sentir de Jesús. En este camino el ejemplo fundamental y el objetivo básico es la virtud de la humildad. Pablo lo va a explicar. Y lo hace con un canto precioso, bordado, magnífico resumen y síntesis de Cristo, que iremos comentando paso a paso.

“Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios”. Tenemos aquí un texto más en que el Nuevo Testamento afirma la divinidad de Jesús. No cabe otra lectura a la luz de todo lo que sigue. Se refiere claramente a la existencia del Hijo antes de su encarnación. El Verbo, el Hijo, como también dice San Juan, “era Dios” (Jn 1,1). No se habla de apariencia, de mero disfraz divino sin que de verdad sea Dios. Es claro que de ninguna criatura santa (menos de Jesucristo) pudiera pensarse que aspirase ni de lejos a aparecer como Dios, confundiendo así a los hombres. Sería una blasfemia. Presentarse como lo que es, como hombre, sería entonces su deber para no engañar a nadie. El valor como argumento, para estimular al esfuerzo por la humildad, no está en que Cristo, siendo sólo hombre, se haya mostrado como tal, sino en que siendo Dios, teniendo la condición y naturaleza divina, no pretendió en su vida alardear de serlo, sino que, ocultando su divinidad, nació, vivió y murió como puro hombre, sujeto a todas las limitaciones de los hombres, más aún como parte de lo más despreciado entre los hombres: como un esclavo. Suponer en el argumento que Cristo no fuese Dios o no tuviera conciencia de ello en su vida y en su muerte, es suprimir toda la fuerza al argumento de Pablo. El valor del ejemplo de Cristo está en que, siendo Dios y teniendo conciencia de serlo, como que se desnudó de su divinidad, apareciendo, viviendo y muriendo como puro hombre y hasta como un esclavo. Nació en un establo, fue un niño, joven y hombre de un pueblo pequeño hasta los 30 años, actuó luego como un rabí y, como no se le creyó, lo mataron y crucificaron. ¿Dónde estaba su poder, su divinidad? “Si eres Hijo de Dios, baja ahora de la cruz y creeremos” –se reían sus adversarios (Mt 27,40.42). “Se despojó de su rango (divino) y tomó la condición de esclavo (es decir de hombre, pero además la crucifixión era suplicio de esclavos), pasando por uno de tantos (se cansaba, sentía hambre, sed...). Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”.

Pero la historia de Jesús no acaba en la cruz. “Por eso Dios lo levantó sobre todo (se trata de la resurrección y ascensión al cielo, del sentarse a la derecha del Padre, de la apoteosis y exaltación) y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»”. “El nombre” designa en la Escritura la dignidad, la majestad, la importancia y mérito de una persona. “Nombre-sobre-todo-nombre» designa aquí a quien los hebreos no nombraban con su nombre propio por respeto, el que tradujeron en la Biblia griega como “el Señor”, a Yahvé, a Dios. En conclusión: Cristo, al entrar en el Cielo, aparece ya como lo que es: Dios, el Hijo del Padre, el Señor a quien adoran los ángeles y los santos (Hch 2,36; Heb 1,3-13): “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. Y toda criatura respondía: Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos” (Ap 5,12s),

Y concluye: “De modo que al nombre de Jesús (ante su poder, ante su dignidad, ante su divinidad) toda rodilla se doble (la señal de adoración a sólo Dios) en el cielo (ángeles y bienaventurados), en la tierra (los vivos), en el abismo (en el hades, donde esperaban los difuntos, o en el infierno de los demonios a su pesar), y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. “Señor” –recordemos– es la forma de traducir el nombre de Dios en la Biblia. “El que se humilla será ensalzado” (Mt 23,12). El destino de Cristo es también el nuestro. Miremos, pues, a Cristo para imitarle. Si miramos a Cristo, la humildad, su fruto la caridad y cualquier virtud nos serán posibles.

La vida de san Pablo antes y después de Damasco

Compartimos la segunda catequesis sobre San Pablo

AUDIENCIA GENERAL
DE S.S. BENEDICTO XVI
Miércoles 27 de agosto de 2008


Queridos hermanos y hermanas:

En la última catequesis antes de las vacaciones —hace dos meses, a inicios de julio— comencé una nueva serie temática con ocasión del Año paulino, considerando el mundo en el que vivió san Pablo. Hoy voy a retomar y continuar la reflexión sobre el Apóstol de los gentiles, presentando una breve biografía. Dado que dedicaremos el próximo miércoles al acontecimiento extraordinario que se verificó en el camino de Damasco, la conversión de san Pablo, viraje fundamental en su existencia tras el encuentro con Cristo, hoy repasaremos brevemente el conjunto de su vida.

Los datos biográficos de san Pablo se encuentran respectivamente en la carta a Filemón, en la que se declara "anciano" —presbýtes— (Flm 9), y en los Hechos de los Apóstoles, que en el momento de la lapidación de Esteban dice que era "joven" —neanías— (Hch 7, 58). Evidentemente, ambas designaciones son genéricas, pero, según los cálculos antiguos, se llamaba "joven" al hombre que tenía unos treinta años, mientras que se le llamaba "anciano" cuando llegaba a los sesenta. En términos absolutos, la fecha de nacimiento de san Pablo depende en gran parte de la fecha en que fue escrita la carta a Filemón. Tradicionalmente su redacción se sitúa durante su encarcelamiento en Roma, a mediados de los años 60. San Pablo habría nacido el año 8; por tanto, tenía más o menos sesenta años, mientras que en el momento de la lapidación de Esteban tenía treinta. Esta debería de ser la cronología exacta. Y el Año paulino que estamos celebrando sigue precisamente esta cronología. Ha sido escogido el año 2008 pensando en que nació más o menos en el año 8.

En cualquier caso, nació en Tarso de Cilicia (cf. Hch 22, 3). Esa ciudad era capital administrativa de la región y en el año 51 antes de Cristo había tenido como procónsul nada menos que a Marco Tulio Cicerón, mientras que diez años después, en el año 41, Tarso había sido el lugar del primer encuentro entre Marco Antonio y Cleopatra. San Pablo, judío de la diáspora, hablaba griego a pesar de que tenía un nombre de origen latino, derivado por asonancia del original hebreo Saúl/Saulo, y gozaba de la ciudadanía romana (cf. Hch 22, 25-28). Así, san Pablo está en la frontera de tres culturas diversas —romana, griega y judía— y quizá también por este motivo estaba predispuesto a fecundas aperturas universalistas, a una mediación entre las culturas, a una verdadera universalidad. También aprendió un trabajo manual, quizá heredado de su padre, que consistía en el oficio de "fabricar tiendas" —skenopoiòs— (Hch 18, 3), lo cual probablemente equivalía a trabajar la lana ruda de cabra o la fibra de lino para hacer esteras o tiendas (cf. Hch 20, 33-35).

Hacia los doce o trece años, la edad en la que un muchacho judío se convierte en bar mitzvà ("hijo del precepto"), san Pablo dejó Tarso y se trasladó a Jerusalén para ser educado a los pies del rabí Gamaliel el Viejo, nieto del gran rabí Hillel, según las normas más rígidas del fariseísmo, adquiriendo un gran celo por la Torá mosaica (cf. Ga 1, 14; Flp 3, 5-6; Hch 22, 3; 23, 6; 26, 5). Por esta ortodoxia profunda, que aprendió en la escuela de Hillel, en Jerusalén, consideró que el nuevo movimiento que se inspiraba en Jesús de Nazaret constituía un peligro, una amenaza para la identidad judía, para la auténtica ortodoxia de los padres. Esto explica el hecho de que haya "perseguido encarnizadamente a la Iglesia de Dios", como lo admitirá en tres ocasiones en sus cartas (1 Co 15, 9; Ga 1, 13; Flp 3, 6). Aunque no es fácil imaginar concretamente en qué consistió esta persecución, desde luego tuvo una actitud de intolerancia. Aquí se sitúa el acontecimiento de Damasco, sobre el que hablaremos en la próxima catequesis. Lo cierto es que, a partir de entonces, su vida cambió y se convirtió en un apóstol incansable del Evangelio. De hecho, san Pablo pasó a la historia más por lo que hizo como cristiano, y como apóstol, que como fariseo. Tradicionalmente se divide su actividad apostólica de acuerdo con los tres viajes misioneros, a los que se añadió el cuarto a Roma como prisionero. Todos los narra san Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo, al hablar de los tres viajes misioneros, hay que distinguir el primero de los otros dos.

En efecto, en el primero (cf. Hch 13-14), san Pablo no tuvo la responsabilidad directa, pues fue encomendada al chipriota Bernabé. Juntos partieron de Antioquía del Orontes, enviados por esa Iglesia (cf. Hch 13, 1-3), y después de zarpar del puerto de Seleucia, en la costa siria, atravesaron la isla de Chipre, desde Salamina a Pafos; desde allí llegaron a las costas del sur de Anatolia, hoy Turquía, pasando por las ciudades de Atalía, Perge de Panfilia, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe, desde donde regresaron al punto de partida. Había nacido así la Iglesia de los pueblos, la Iglesia de los paganos.

Mientras tanto, sobre todo en Jerusalén, había surgido una fuerte discusión sobre si estos cristianos procedentes del paganismo estaban obligados a entrar también en la vida y en la ley de Israel (varias normas y prescripciones que separaban a Israel del resto del mundo) para participar realmente en las promesas de los profetas y para entrar efectivamente en la herencia de Israel. A fin de resolver este problema fundamental para el nacimiento de la Iglesia futura se reunió en Jerusalén el así llamado Concilio de los Apóstoles para tomar una decisión sobre este problema del que dependía el nacimiento efectivo de una Iglesia universal. Se decidió que no había que imponer a los paganos convertidos el cumplimiento de la ley de Moisés (cf. Hch 15, 6-30); es decir, que no estaban obligados a respetar las normas del judaísmo. Lo único necesario era ser de Cristo, vivir con Cristo y según sus palabras. De este modo, siendo de Cristo, eran también de Abraham, de Dios, y participaban en todas las promesas.

Tras este acontecimiento decisivo, san Pablo se separó de Bernabé, escogió a Silas y comenzó el segundo viaje misionero (cf. Hch 15,36-18,22). Después de recorrer Siria y Cilicia, volvió a ver la ciudad de Listra, donde tomó consigo a Timoteo (personalidad muy importante de la Iglesia naciente, hijo de una judía y de un pagano), e hizo que se circuncidara. Atravesó la Anatolia central y llegó a la ciudad de Tróade, en la costa norte del Mar Egeo. Allí tuvo lugar un nuevo acontecimiento importante: en sueños vio a un macedonio en la otra parte del mar, es decir en Europa, que le decía: "¡Ven a ayudarnos!". Era la Europa futura que le pedía ayuda, la luz del Evangelio. Movido por esta visión, entró en Europa. Zarpó hacia Macedonia, entrando así en Europa. Tras desembarcar en Neápoles, llegó a Filipos, donde fundó una hermosa comunidad; luego pasó a Tesalónica y, dejando esta ciudad a causa de las dificultades que le provocaron los judíos, pasó por Berea y llegó a Atenas.

En esta capital de la antigua cultura griega predicó, primero en el Ágora y después en el Areópago, a los paganos y a los griegos. Y el discurso del Areópago, narrado en los Hechos de los Apóstoles, es un modelo sobre cómo traducir el Evangelio en cultura griega, cómo dar a entender a los griegos que este Dios de los cristianos, de los judíos, no era un Dios extranjero a su cultura sino el Dios desconocido que esperaban, la verdadera respuesta a las preguntas más profundas de su cultura.

Seguidamente, desde Atenas se dirigió a Corinto, donde permaneció un año y medio. Y aquí tenemos un acontecimiento cronológicamente muy seguro, el más seguro de toda su biografía, pues durante esa primera estancia en Corinto tuvo que comparecer ante el gobernador de la provincia senatorial de Acaya, el procónsul Galión, acusado de un culto ilegítimo. Sobre este Galión y el tiempo que pasó en Corinto existe una antigua inscripción, encontrada en Delfos, donde se dice que era procónsul de Corinto entre los años 51 y 53. Por tanto, aquí tenemos una fecha totalmente segura. La estancia de san Pablo en Corinto tuvo lugar en esos años. Por consiguiente, podemos suponer que llegó más o menos en el año 50 y que permaneció hasta el año 52. Desde Corinto, pasando por Cencres, puerto oriental de la ciudad, se dirigió hacia Palestina, llegando a Cesarea Marítima, desde donde subió a Jerusalén para regresar después a Antioquía del Orontes.

El tercer viaje misionero (cf. Hch 18, 23-21,16) comenzó como siempre en Antioquía, que se había convertido en el punto de origen de la Iglesia de los paganos, de la misión a los paganos, y era el lugar en el que nació el término "cristianos". Como nos dice san Lucas, allí por primera vez los seguidores de Jesús fueron llamados "cristianos". Desde allí san Pablo se fue directamente a Éfeso, capital de la provincia de Asia, donde permaneció dos años, desempeñando un ministerio que tuvo fecundos resultados en la región. Desde Éfeso escribió las cartas a los Tesalonicenses y a los Corintios. Sin embargo, la población de la ciudad fue instigada contra él por los plateros locales, cuyos ingresos disminuían a causa de la reducción del culto a Artemisia (el templo dedicado a ella en Éfeso, el Artemision, era una de las siete maravillas del mundo antiguo); por eso, san Pablo tuvo que huir hacia el norte. Volvió a atravesar Macedonia, descendió de nuevo a Grecia, probablemente a Corinto, permaneciendo allí tres meses y escribiendo la famosa Carta a los Romanos.

Desde allí volvió sobre sus pasos: regresó a Macedonia, llegó en barco a Tróade y, después, tocando apenas las islas de Mitilene, Quíos y Samos, llegó a Mileto, donde pronunció un importante discurso a los ancianos de la Iglesia de Éfeso, ofreciendo un retrato del auténtico pastor de la Iglesia (cf. Hch 20). Desde allí volvió a zapar en un barco de vela hacia Tiro; llegó a Cesarea Marítima y subió una vez más a Jerusalén. Allí fue arrestado a causa de un malentendido: algunos judíos habían confundido con paganos a otros judíos de origen griego, introducidos por san Pablo en el área del templo reservada a los israelitas. La condena a muerte, prevista en estos casos, se le evitó gracias a la intervención del tribuno romano de guardia en el área del templo (cf. Hch 21, 27-36); esto tuvo lugar mientras en Judea era procurador imperial Antonio Félix. Tras un período en la cárcel (sobre cuya duración no hay acuerdo), dado que, por ser ciudadano romano, había apelado al César (que entonces era Nerón), el procurador sucesivo, Porcio Festo, lo envió a Roma con una custodia militar.

El viaje a Roma tocó las islas mediterráneas de Creta y Malta, y después las ciudades de Siracusa, Reggio Calabria y Pozzuoli. Los cristianos de Roma salieron a recibirle en la vía Apia hasta el Foro de Apio (a unos 70 kilómetros al sur de la capital) y otros hasta las Tres Tabernas (a unos 40 kilómetros). En Roma tuvo un encuentro con los delegados de la comunidad judía, a quienes explicó que llevaba sus cadenas por "la esperanza de Israel" (cf. Hch 28, 20). Pero la narración de san Lucas concluye mencionando los dos años que pasó en Roma bajo una blanda custodia militar, sin mencionar ni una sentencia de César (Nerón) ni mucho menos la muerte del acusado.

Tradiciones sucesivas hablan de que fue liberado, de que emprendió un viaje misionero a España, así como de un sucesivo periplo por Oriente, en particular por Creta, Éfeso y Nicópolis, en Epiro. Entre las hipótesis, se conjetura un nuevo arresto y un segundo período de encarcelamiento en Roma (donde habría escrito las tres cartas llamadas pastorales, es decir, las dos enviadas a Timoteo y la dirigida a Tito) con un segundo proceso, que le resultó desfavorable. Sin embargo, una serie de motivos lleva a muchos estudiosos de san Pablo a concluir la biografía del apóstol con la narración de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles.

Sobre su martirio volveremos a hablar más adelante en el ciclo de nuestras catequesis. Por ahora, en este breve elenco de los viajes de san Pablo, es suficiente tener en cuenta que se dedicó al anuncio del Evangelio sin ahorrar energías, afrontando una serie de duras pruebas, que él mismo enumera en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co 11, 21-28). Por lo demás, él mismo escribe: "Todo esto lo hago por el Evangelio" (1 Co 9, 23), ejerciendo con total generosidad lo que él llama "la preocupación por todas las Iglesias" (2 Co 11, 28). Su compromiso sólo se explica con un alma verdaderamente fascinada por la luz del Evangelio, enamorada de Cristo, un alma sostenida por una convicción profunda: es necesario llevar al mundo la luz de Cristo, anunciar el Evangelio a todos.

Me parece que la conclusión de esta breve reseña de los viajes de san Pablo puede ser: ver su pasión por el Evangelio, intuir así la grandeza, la hermosura, es más, la necesidad profunda del Evangelio para todos nosotros. Oremos para que el Señor, que hizo ver su luz a san Pablo, que le hizo escuchar su palabra, que tocó su corazón íntimamente, nos haga ver también a nosotros su luz, a fin de que también nuestro corazón quede tocado por su Palabra y así también nosotros podamos dar al mundo de hoy, que tiene sed de ellas, la luz del Evangelio y la verdad de Cristo.
Tomado de:

Beatos Camilo Constanzo S.J., Agustín Ota S.J.

Y sus Compañeros († 1622)
Fiesta: 15 de Septiembre



Camilo Constanzo

Nació el 1572 en Bovalino de Calabria, de donde pasó a Nápoles para estudiar Derecho, aunque muy pronto había de dedicarse a la carrera de las almas. Tampoco aquí encontró su ideal y, siguiendo la voz divina, entró en la Compañía de Jesús a los veinte años de edad. Concluida su formación, pidió con instancia la Misión de China, y en marzo de 1602 abandonó Italia para saludar dos años después con el corazón rebosante de gozo el puerto de Macao. La prepotencia de los portugueses le cerró el paso de su querida Misión de China y sin desembarcar prosiguió hasta Japón, donde la Divina Providencia le tenía preparada la corona del martirio. El 17 de agosto del año 1604 desembarcó en Nagasaki y, después de un año de intenso estudio de la lengua nipona, empezó sus ministerios en Sacai, una de las cuatro más importantes ciudades del Japón.

Seis años trabajó sin descanso en Sacai, fortaleciendo a los fieles y aumentando el número de bautizados. De 800 almas que él convirtió a la fe, sólo una media docena cedió después ante la espantosa persecución que suscitó el infierno contra aquella floreciente cristiandad. La persecución de 1614 le obligó a abandonar el Japón y refugiarse en Macao. Aquí se dedicó durante cinco años al estudio de las sectas religiosas diseminadas por el Japón, China y Siam. El 1621 volvió vestido de soldado al Japón. Fue destinado a las cristiandades del reino de Figen, diseminadas sobre una gran infinidad de islas.

Hacía tres meses que trabajaba en la isla de Ikitzuki, de donde se dirigió un día en una barca de remos con el catequista Gaspar Cotenda y su inseparable amigo Agustín Ota para la isla de Noxima. Una cristiana que deseaba la conversión de su marido, oficial de justicia de la isla, no supo guardar secreto y habló con su esposo sobre el P. Constanzo diciéndole que ella le prepararía una entrevista con el misionero. El malvado idólatra fingió desear la conversión, y así pudo averiguar por la ingenua mujer quién había traído al padre a la isla de Ikitzuki, quién lo hospedaba, quién lo acompañaba y quiénes le ayudaban en su ministerio. Se enteró también de que había partido para Noxima y que no tardaría en regresar.

Con tales datos el traidor informó a los gobernadores de Firando, los cuales le enviaron tres lanchas y soldados para la captura del misionero. Llegaron a Noxima, pero el padre ya se había trasladado al islote de Ucu. Allí le sorprendieron el 24 de abril de 1622. El p. Camilo nos describe lo que después sucedió: “Llegado a Firando, dos jueces me preguntaron quién era yo. Contésteles que Camilo Constanzo, sacerdote de la Compañía de Jesús. Preguntáronme después a qué había venido al Japón, y yo, por respuesta, les entregué un escrito de nuestra santa fe. Oído esto, uno de los presentes dijo que yo era reo de muerte, y sin más me puso un lazo al cuello. Aquella misma noche fui traído a la isla de Ikinixima, en la que estoy encarcelado con un agustino y un dominico. La comida es de continuo cuaresma: arroz y verduras y alguna que otra vez un poco de pescado. Estamos rodeados constantemente de guardias, a los cuales yo predico nuestra religión.”

El día que le comunicaron la sentencia capital quiso demostrar su felicidad, según la costumbre japonesa, enviando al P. Provincial un relicario y la forma de su profesión solemne que había emitido el año 1616 en Macao. A los soldados que debían trasladarlo en barca desde Ikinixima hasta Firando, lugar de la ejecución, les dio las gracias y del mismo modo se portó con el oficial que llevaba la representación del gobernador de Nagasaki.

Ya en el lugar de la ejecución, al pasar por entre los numerosos espectadores tanto cristianos como paganos, le dijo en voz alta: “Yo soy el P. Camilo Constanzo, religioso de la Compañía de Jesús; que lo sepan bien los cristianos aquí presentes.”

Luego entró en el cerco de leña, y arrimándose al poste, dejó que lo amarraran muy fuertemente con sogas de cáñamo mojadas para que resistiesen más la acción del fuego. Así amarrado volvió a hablar de nuevo: “La causa de esta mi muerte es haber predicado a Cristo y la Ley de Dios. Los cristianos no tememos a los que matan el cuerpo, porque no pueden matar el alma. La vida presente podrá ser pobre y llena de trabajo, pero viene un día en que se acaba; la eterna no terminará nunca.”

Las llamas al elevarse ocultaron al predicador, pero su voz resonaba firme y vigorosa: Calló; el humo se desvaneció y las llamas bajaron, permitiendo contemplar a la víctima en profunda oración, con los ojos fijos en el cielo y el rostro lleno de alegría. Su alma inflamada de Dios dejó el cuerpo alabando constantemente al Señor. Haciendo un supremo esfuerzo, con voz poderosa gritó: “¡Santo, Santo…!”, y al repetirlo por quinta vez cayó muerto, quedando así finalmente satisfecho el más ardiente anhelo de una vida de cincuenta años.


Agustín Ota

Japonés, caído prisionero con su inseparable amigo el P. Constanzo, obtuvo pocos días antes que él, siendo casi de su misma edad, la ambicionada corona del martirio como miembro de la Compañía de Jesús. Había nacido en 1572 y adoctrinado por los jesuitas se hizo cristiano. Ejerció por varios años el oficio de sacristán y hecho prisionero con el P. Constanzo, pidió ser admitido en la Compañía de Jesús. Desde la cárcel escribió al P. Provincial solicitando su admisión. Siendo así que todas las demás cartas, o se habían perdido o habían sido interceptadas, la víspera del martirio llegó la respuesta del P. Provincial y Agustín Ota ofreció gustoso sus votos en la Compañía de Jesús, y novicio de un solo día las selló al siguiente con su generosa sangre.


Otros mártires

Otro compañero de apostolado, de prisión y de triunfo, fue Gaspar Cotenda, catequista del P. Constanzo, a quien había ayudado por varios años en sus Misiones. Sufrió con él los trabajos y privaciones de la cárcel, pero mereció precederle unos días en la corona.

También sufrieron el martirio dos niños: Francisco Taquea y Pedro Xequio, de doce y siete años, dignos hijos de gloriosos mártires que en aquella persecución habían ya vertido su sangre por la fe. Es fama que la muchedumbre que presenciaba el espectáculo del cruento martirio se conmovió profundamente, viendo aquellos dos tiernos corderillos que con alegre semblante se dirigían a la muerte, como si caminasen a una fiesta, y especialmente al contemplar al noble catequista Gaspar Cotenda, que no pudiendo contenerse ni cabiendo en sí de gozo por la dicha de morir por Jesucristo, presentaba el cuello sereno y valiente a los golpes del verdugo.

Fueron beatificados el 7 de julio de 1867


Bibliografía
Juan Leal S.J. “Santos y Beatos de la Compañía de Jesús” 1950, Editorial Sal Terre Santander.

El ambiente religioso y cultural de san Pablo

Compartimos la primera catequesis sobre San Pablo

AUDIENCIA GENERAL
DE S.S. BENEDICTO XVI
Miércoles 2 de julio de 2008

Queridos hermanos y hermanas:


Hoy comienzo un nuevo ciclo de catequesis, dedicado al gran apóstol san Pablo. Como sabéis, a él está consagrado este año, que va desde la fiesta litúrgica de los apóstoles San Pedro y San Pablo del 29 de junio de 2008 hasta la misma fiesta de 2009. El apóstol san Pablo, figura excelsa y casi inimitable, pero en cualquier caso estimulante, se nos presenta como un ejemplo de entrega total al Señor y a su Iglesia, así como de gran apertura a la humanidad y a sus culturas.

Así pues, es justo no sólo que le dediquemos un lugar particular en nuestra veneración, sino también que nos esforcemos por comprender lo que nos puede decir también a nosotros, cristianos de hoy. En este primer encuentro, consideraremos el ambiente en el que vivió y actuó. Este tema parecería remontarnos a tiempos lejanos, dado que debemos insertarnos en el mundo de hace dos mil años. Y, sin embargo, esto sólo es verdad en apariencia y parcialmente, pues podremos constatar que, en varios aspectos, el actual contexto sociocultural no es muy diferente al de entonces.

Un factor primario y fundamental que es preciso tener presente es la relación entre el ambiente en el que san Pablo nace y se desarrolla y el contexto global en el que sucesivamente se integra. Procede de una cultura muy precisa y circunscrita, ciertamente minoritaria: la del pueblo de Israel y de su tradición. Como nos enseñan los expertos, en el mundo antiguo, y de modo especial dentro del Imperio romano, los judíos debían de ser alrededor del 10% de la población total. Aquí, en Roma, su número a mediados del siglo I era todavía menor, alcanzando al máximo el 3% de los habitantes de la ciudad. Sus creencias y su estilo de vida, como sucede también hoy, los distinguían claramente del ambiente circunstante. Esto podía llevar a dos resultados: o a la burla, que podía desembocar en la intolerancia, o a la admiración, que se manifestaba en varias formas de simpatía, como en el caso de los "temerosos de Dios" o de los "prosélitos", paganos que se asociaban a la Sinagoga y compartían la fe en el Dios de Israel.

Como ejemplos concretos de esta doble actitud podemos citar, por una parte, el duro juicio de un orador como Cicerón, que despreciaba su religión e incluso la ciudad de Jerusalén (cf. Pro Flacco, 66-69); y, por otra, la actitud de la mujer de Nerón, Popea, a la que Flavio Josefo recordaba como "simpatizante" de los judíos (cf. Antigüedades judías 20, 195.252; Vida 16); incluso Julio César les había reconocido oficialmente derechos particulares, como atestigua el mencionado historiador judío Flavio Josefo (cf. ib., 14, 200-216). Lo que es seguro es que el número de los judíos, como sigue sucediendo en nuestro tiempo, era mucho mayor fuera de la tierra de Israel, es decir, en la diáspora, que en el territorio que los demás llamaban Palestina.

No sorprende, por tanto, que san Pablo mismo haya sido objeto de esta doble y opuesta valoración de la que he hablado. Es indiscutible que el carácter tan particular de la cultura y de la religión judía encontraba tranquilamente lugar dentro de una institución tan invasora como el Imperio romano. Más difícil y sufrida será la posición del grupo de judíos o gentiles que se adherirán con fe a la persona de Jesús de Nazaret, en la medida en que se diferenciarán tanto del judaísmo como del paganismo dominante.

En todo caso, dos factores favorecieron la labor de san Pablo. El primero fue la cultura griega, o mejor, helenista, que después de Alejandro Magno se había convertido en patrimonio común, al menos en la región del Mediterráneo oriental y en Oriente Próximo, aunque integrando en sí muchos elementos de las culturas de pueblos tradicionalmente considerados bárbaros. Un escritor de la época afirmaba que Alejandro "ordenó que todos consideraran como patria toda la ecumene... y que ya no se hicieran diferencias entre griegos y bárbaros" (Plutarco, De Alexandri Magni fortuna aut virtute, 6.8). El segundo factor fue la estructura político-administrativa del Imperio romano, que garantizaba paz y estabilidad desde Bretaña hasta el sur de Egipto, unificando un territorio de dimensiones nunca vistas con anterioridad. En este espacio era posible moverse con suficiente libertad y seguridad, disfrutando entre otras cosas de un excelente sistema de carreteras, y encontrando en cada punto de llegada características culturales básicas que, sin ir en detrimento de los valores locales, representaban un tejido común de unificación super partes, hasta el punto de que el filósofo judío Filón de Alejandría, contemporáneo de san Pablo, alaba al emperador Augusto porque "ha unido en armonía a todos los pueblos salvajes... convirtiéndose en guardián de la paz" (Legatio ad Caium, 146-147).

Ciertamente, la visión universalista típica de la personalidad de san Pablo, al menos del Pablo cristiano después de lo que sucedió en el camino de Damasco, debe su impulso fundamental a la fe en Jesucristo, puesto que la figura del Resucitado va más allá de todo particularismo. De hecho, para el Apóstol "ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). Sin embargo, la situación histórico-cultural de su tiempo y de su ambiente también influyó en sus opciones y en su compromiso. Alguien definió a san Pablo como "hombre de tres culturas", teniendo en cuenta su origen judío, su lengua griega y su prerrogativa de "civis romanus", como lo testimonia también su nombre, de origen latino.

Conviene recordar de modo particular la filosofía estoica, que era dominante en el tiempo de san Pablo y que influyó, aunque de modo marginal, también en el cristianismo. A este respecto, podemos mencionar algunos nombres de filósofos estoicos, como los iniciadores Zenón y Cleantes, y luego los de los más cercanos cronológicamente a san Pablo, como Séneca, Musonio y Epicteto: en ellos se encuentran valores elevadísimos de humanidad y de sabiduría, que serán acogidos naturalmente en el cristianismo.

Como escribe acertadamente un experto en la materia, "la Estoa... anunció un nuevo ideal, que ciertamente imponía al hombre deberes con respecto a sus semejantes, pero al mismo tiempo lo liberaba de todos los lazos físicos y nacionales y hacía de él un ser puramente espiritual " (M. Pohlenz, La Stoa, I, Florencia 1978, p. 565). Basta pensar, por ejemplo, en la doctrina del universo, entendido como un gran cuerpo armonioso y, por tanto, en la doctrina de la igualdad entre todos los hombres, sin distinciones sociales; en la igualdad, al menos a nivel de principio, entre el hombre y la mujer; y en el ideal de la sobriedad, de la justa medida y del dominio de sí para evitar todo exceso. Cuando san Pablo escribe a los Filipenses: "Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (Flp 4, 8), no hace más que retomar una concepción muy humanista propia de esa sabiduría filosófica.

En tiempos de san Pablo existía también una crisis de la religión tradicional, al menos en sus aspectos mitológicos e incluso cívicos. Después de que Lucrecio, un siglo antes, sentenciara polémicamente: "La religión ha llevado a muchos delitos" (De rerum natura, 1, 101), un filósofo como Séneca, superando todo ritualismo exterior, enseñaba que "Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti" (Cartas a Lucilio, 41, 1). Del mismo modo, cuando san Pablo se dirige a un auditorio de filósofos epicúreos y estoicos en el Areópago de Atenas, dice textualmente que "Dios... no habita en santuarios fabricados por manos humanas..., pues en él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 24.28). Ciertamente, así se hace eco de la fe judía en un Dios que no puede ser representado de una manera antropomórfica, pero también se pone en una longitud de onda religiosa que sus oyentes conocían bien.

Además, debemos tener en cuenta que muchos cultos paganos prescindían de los templos oficiales de la ciudad y se realizaban en lugares privados que favorecían la iniciación de los adeptos. Por eso, no suscitaba sorpresa el hecho de que también las reuniones cristianas (las ekklesíai), como testimonian sobre todo las cartas de san Pablo, tuvieran lugar en casas privadas. Entonces, por lo demás, no existía todavía ningún edificio público. Por tanto, los contemporáneos debían considerar las reuniones de los cristianos como una simple variante de esta práctica religiosa más íntima. De todos modos, las diferencias entre los cultos paganos y el culto cristiano no son insignificantes y afectan tanto a la conciencia de la identidad de los que asistían como a la participación en común de hombres y mujeres, a la celebración de la "cena del Señor" y a la lectura de las Escrituras.

En conclusión, a la luz de este rápido repaso del ambiente cultural del siglo I de la era cristiana, queda claro que no se puede comprender adecuadamente a san Pablo sin situarlo en el trasfondo, tanto judío como pagano, de su tiempo. De este modo, su figura adquiere gran alcance histórico e ideal, manifestando elementos compartidos y originales con respecto al ambiente. Pero todo esto vale también para el cristianismo en general, del que el apóstol san Pablo es un paradigma destacado, de quien todos tenemos siempre mucho que aprender. Este es el objetivo del Año paulino: aprender de san Pablo; aprender la fe; aprender a Cristo; aprender, por último, el camino de una vida recta.

Tomado de:

¿Quién nos separará del amor de Cristo?

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Reflexión en base a la cita Romanos 8,34-39
Tomada de la Homilía del Domingo 18 T.O. (A)

«¿Quién condenará?» ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: «Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero.» Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro. Ro 8,34-39

La perícopa de la carta a los Romanos continúa la comentada el domingo anterior y concluye la primera parte de la carta, que es la fundamental. Recuerden que en ella San Pablo ha expuesto la necesidad de la muerte de Cristo en la cruz, para que todos y cada uno de los hombres puedan salvarse, y además el haberlo hecho de forma gratuita y sobreabundante y no por interés alguno sino por puro amor. Todo esto supone esa salvación: liberación del pecado, filiación divina y participación de la vida del Hijo de Dios, don del Espíritu Santo, comunicación de sus dones, reordenamiento de todas las cosas criadas al servicio de Dios y resurrección con Cristo ahora y por toda la eternidad.

Acabada la exposición de tales maravillas, Pablo estalla en un himno final de admirado y agradecido reconocimiento, lleno de confianza en el amor de Dios, que hemos escuchado completo, añadidos unos versos al texto litúrgico: “Teniendo esto en cuenta” (es decir todo lo explicado anteriormente y en particular que a los que llamó a la fe los hizo justos y los glorificará por toda la eternidad – 8,30), “teniendo esto en cuenta ¿qué podemos decir?”. Porque no es fácil encontrar la palabra apropiada. “Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra?”. Cierto que no poseemos todavía esa gloria eterna; cierto que tenemos que seguir todavía en la carrera hasta la meta y todavía no hemos llegado; cierto que ese triunfo final, que se da con la muerte del justo en gracia (“bienaventurados los muertos que mueren en el Señor” –Ap 14,13) y es a su vez una gracia nueva de Dios, que no se merece, no depende de nosotros, sino de Dios; pero “mejor es caer en manos de Dios, que es misericordioso, que en manos de los hombres”, como respondió David al elegir un castigo para su pecado (2S 24,14). Es con mucho mejor depender de Dios que de los hombres y aun de nosotros mismos. Porque Dios nos quiere más y mejor que nosotros a nosotros mismos y puede infinitamente más. Y “si Dios está de nuestra parte ¿quién estará en contra?”. Es expresión de entusiasmo, deportiva. Hay muchas razones para no tener miedo. Ahí va la primera: irrefutable, apabullante. “El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (¡y de qué manera!), ¿cómo no nos va a regalar todo lo demás con él?”. ¿El Demonio está contra ti y te va suscitar el recuerdo de pecados e imágenes terribles del pasado? ¿Tu costumbre de pecar está tan enraizada en ti que parece que no puedes hacer otra cosa? Y puede ser la lujuria, puede ser el odio, puede ser la ira, puede ser el miedo, puede ser lo que quieras; pero Dios es más fuerte. “Tengan fe, todo es posible al que cree”(Mc 9,23). “Si Ustedes no negarían un pan a su hijo que se lo pide, ¿cuánto menos su Padre celestial negará el Espíritu Santo, la fuerza del Espíritu, si se lo piden?” (Lc 11,12). El problema es la oración, el problema es la fe, el problema es la constancia en pedir. Todo el que pide recibe; “creo Señor, pero ayuda a mi incredulidad” (Mc 9,24); oigan al juez injusto, que acaba haciendo justicia a la pobre viuda que insiste tenazmente; “¿y su Padre no escuchará a los que le pidan con insistencia?” (Lc 18,7). Por eso es un gran verdad. “El que ora se salva”. Oren, pidan salir de sus pecados, de los graves y de los leves, de esos defectos tan enraizados y tan difíciles de erradicar. No hay vicio, no hay drogodependencia ni adicción alcohólica, no hay pecado que no se pueda vencer con la oración y el esfuerzo personal que la misma oración hace posible.

Y “¿quién será fiscal de los que Dios eligió? Si Dios absuelve, ¿quién condenará?”. Y la Iglesia sabe de modo infalible, sin posibilidad de error, que tiene el poder dado por Dios de perdonar todos los pecados: “A quien Ustedes perdonen los pecados, le quedan perdonados”. Cuando Ustedes se confiesen, no se olviden de dar gracias a Dios por ese sacramento de liberación, de purificación de perdón. “No mantendrá su cólera por siempre, pues se complace en el amor. Volverá a compadecerse de nosotros, pisoteará nuestras iniquidades. Arrojarás al fondo del mar todos nuestros pecados” (Miq 7,18-19).

“¿Quién condenará? ¿Acaso Jesucristo, el que murió y después resucitó y está a la derecha de Dios y suplica por nosotros?”. ¿Necesita nadie comentario para que le estimule la confianza en Dios, se levante como el hijo pródigo, se ponga en camino, pida perdón? Como en la cruz, Jesús, ahora a la derecha del Padre es decir con el poder del Padre está pidiendo tu perdón y todas las gracias que necesitas para tu santificación. No tardará en darte la gracia que necesitas. Recuerda: “Todo lo que pidan al Padre en mi nombre, Yo lo haré. Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán” (Jn 14,13; 15,7). Padre, yo sé que siempre me escuchas. Mira a éstos, que están en el mundo, pero no son del mundo. Y ahora viene como un credo comprimido: “¿Quién condenará? ¿Acaso Jesucristo, el que murió y después resucitó y está a la derecha de Dios y suplica por nosotros? ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿La aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnuedez?, ¿el peligro?, ¿la espada?. Como dice el texto: Por tu causa estamos a la muerte todo el día, nos tratan como a ovejas de matanza”. La cita pertenece a una suplica colectiva (S 44,11). El mismo salmo explica la victoria por la acción exclusiva de Dios (44,4).

Y prosigue: “Pero en todo esto salimos vencedores fácilmente gracias a Aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna (es decir nada ni nadie, ni en la tierra, ni en el infierno, ni en el mismo cielo) podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.

Se lo había dicho Jesús a los discípulos al despedirse para ir a la pasión: “Les he dicho estas cosas para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulación. Pero ¡ánimo!. Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Pablo no estaba entonces allí, pero su experiencia de Cristo ha llegado a ser tan maravillosa o más. Estamos en el Año Paulino. No estuvimos en aquella cena. Pero en cada eucaristía cenamos con Él, cuando abrimos la Biblia nos vuelve a hablar. La victoria de Jesucristo es aquí victoria nuestra, por el amor que Dios nos ha demostrado en la obra de Jesucristo. Dice el Cantar de los Cantares (8,6) que “el amor es fuerte como la muerte”. Pablo dice que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios nos ama más allá de la muerte; ese amor es prenda de resurrección.

Y así concluye esta primera parte de la carta, que, recuerden, desarrolla lo que podemos llamar la economía cristiana de la salvación, o, en otras palabras, la manera con la que debemos vivir la fe en Jesucristo.

Es, pues, la fe en que Jesucristo nos ama a cada uno personalmente; en que Jesucristo, sin haber pecado, se ha hecho responsable de compensar la ofensa a Dios que comportaban los pecados de cada uno; que lo ha hecho por amor personal a cada uno, porque quería tu salvación, porque quiere gozar de tu amistad por toda la eternidad, y estar unido en el amor a ti por toda la eternidad.

Homilías: Domingo 25 T.O. (A)

Lecturas: Is 55,6-9; S. 144; Flp 1,20-24.27; Mt 20,1-16

Vivir como ciudadanos
del Reino de Dios
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.


Al menos los más atentos se habrán dado cuenta de que hoy se ha leído como segunda lectura un texto de la carta a los Filipenses. La última perícopa de la carta a los Romanos tocaba el domingo pasado, pero por la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz se suplantó. En aquel fragmento la carta a los Romanos alcanza el clímax de lo que debe ser el magnífico ideal orientador de nuestra vida: vivir para Cristo hasta la muerte para también entonces morir para Cristo: “Si vivimos para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos; en la vida y la muerte somos del Señor” (Ro 14,8).

La carta de Pablo a los Filipenses será el tema de la segunda lectura durante cuatro domingos. En este Año Paulino me ha parecido bien seguir con San Pablo. Además esta carta a los Filipenses es la que a Pablo sale más de lo íntimo. San Pablo fundó la comunidad cristiana de Filipos en su segundo viaje apostólico. Lo narra preciosamente San Lucas, uno de los participantes (Hch. 16,11-40). Pablo, saliendo de nuevo de Antioquia, ha visitado las comunidades cristianas que fundara en su viaje anterior. Han pasado dos o tres años desde entonces. Estamos en el año 50. Entra en la región de Galacia hacia el norte; luego, siempre dirigido por el Espíritu de Cristo, voltea hacia el este en dirección hacía el gran puerto de Éfeso; pero casi al final quiere orientarse hacia el norte; el Espíritu no se lo permite; hace noche en Tróade, al borde del mar, en lo más occidental de Asía. Esa noche tiene un sueño. Un macedón aparece y le pide: “Pasa a Macedonia y ayúdanos” (Hch 16,9). Macedonia es la región al otro lado del estrecho y del mar. Disciernen los expedicionarios en el sueño la voluntad de Dios y zarpan. Tienen suerte. Llegan en dos días, atracan en Neápolis y por un buen camino de 15 Km. llegan a la capital de la zona Filipos. Dios estaba con ellos y, pese a dificultades serias, un buen grupo creyó y fueron bautizados, y se formó una comunidad sólida y entusiasta. Pablo volverá a visitarlos dos veces en su tercer viaje. Ahora está en la cárcel de Roma. Los filipenses han tenido la delicadeza de enviarle una limosna por medio de un cristiano llamado Epafrodito, muy querido sin duda y respetado por la comunidad. Pero ha enfermado en Roma y no sabían de él. Los filipenses se temían lo peor. Por suerte Epafrodito curó. Pablo procuró que volviera cuanto antes, apenas estuvo en condiciones de viajar, para tranquilidad de aquellos que verdaderamente lo merecían y remite con él esta carta de agradecimiento y ánimo. Es el año 62-63. Vuelvo a hacer notar la precisión con que se conocen muchos datos, incluso fechas, de los sucesos de estos primeros años de desarrollo de la Iglesia.

Comienza la carta con un saludo y acción de gracias a Dios y a los filipenses muy efusivo. Da luego noticias sobre su situación. Está muy contento porque su prisión paradójicamente, lo que parecería contradictorio, está sirviendo para difundir la fe. No sabe si será liberado o condenado a muerte, pero en todo caso sabe que: «en nada quedaré confundido; ahora como siempre –añade– “Cristo será glorificado abiertamente en mi cuerpo, tanto si vivo como si muero”». Si sigue viviendo, por medio de su vida y de la predicación; y si le condenan a muerte, con el martirio, supremo testimonio de amor.

¿Cómo? A continuación lo explica: “Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir”. Eso ha sido la existencia de Pablo desde su conversión hasta su muerte y lo será después de la muerte. Con razón han sido elegidas para ser esculpidas en su sepulcro en Roma. No expresan la presencia de Cristo en él por el bautismo, que es común a todo cristiano, como hemos explicado otras veces. Tienen un sentido dinámico, de fuente de impulso y fuerza vital; Cristo es el motor de sus actos y el fin de sus aspiraciones. Nadie le va a separar jamás de Cristo. De ahí que con la muerte no perderá nada sino que el morir sea ganancia; pues será la entrada en el gozo de su Señor, la posesión total de Cristo, no ya por la fe, como en este mundo, sino en la visión cara a cara (2Cor 5,6-8).

“Pero, si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger. Me encuentro en ese dilema: por un lado, deseo partir para estar con Cristo, y eso es mucho mejor; pero por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para ustedes”. Ante Pablo está la vida, trabajando por ganar almas para Cristo, y la muerte, entrando en el gozo del Señor. Y entre tal vida y tal muerte no sabe qué elegir.

La disyuntiva está entre “partir para estar con Cristo” y “quedarme en esta vida”. No piensa en un tiempo intermedio de espera hasta el juicio final, al fin del mundo. El fin del mundo será el triunfo total de la Iglesia como colectividad. Pero sin esperar hasta entonces, ya antes, tras la muerte de cada uno será la entrada personal de cada uno en la Gloria, siempre que no haya obstáculo a causa de nuestros pecados: pérdida eterna si fueren mortales, penitencia temporal en el purgatorio por la pena no satisfecha por la penitencia. Esto supone la existencia del juicio particular para cada hombre tras su muerte.

Sin embargo Pablo presiente fuerte que será puesto en libertad, como sucedió. El texto litúrgico salta este verso y concluye: “Lo importante es que ustedes lleven una vida digna del Evangelio de Cristo”. En rigor la idea exacta es difícil de traducir. El texto griego es más expresivo. Vendría a ser: «Solamente esto: que su conducta esté a la altura de quien es ciudadano de un pueblo que se rige por el Evangelio de Cristo». Alude al orgullo que tenían los ciudadanos de Filipos por su ciudad. Viene a ser una inyección de ánimo a una comunidad joven y con las dificultades normales de vivir en un medio pagano casi total.

Es un situación parecida a la de muchos de ustedes. Viven ustedes en medio de algunos que han dejado la Iglesia, otros no viven la fe, otros tienen de ella una enorme ignorancia. Se parecen a los judíos del tiempo de Isaías, a los que Dios por el profeta exhorta a la conversión: “Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes”. No les es fácil a ustedes ser ciudadanos de la Iglesia y súbditos de Cristo. Pero sea el momento que sea hoy el de su vida, la hora primera, el mediodía o la tarde, entren a trabajar en la viña. Que su vida sea Cristo. Que la fuerza, el Espíritu de Cristo les empuje. Ese es el primer fruto de la eucaristía. Ofrezcan a Dios sus vida de verdad, sus oraciones bien hechas, sus obras por los demás, sus sacrificios y dolores; lean y estudien la Palabra, órenla y gústenla para dar razón de su esperanza en su familia, en sus amigos, en el trabajo, en su vida. Esta fuerza y ánimo, que la cruz de Cristo nos da, hay que pedirlos cada día, pues es una gracia que ayuda mucho a servir mejor a Dios y a los demás y tiene el valor de ser contagiosamente ejemplar para otros.

Oremos

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Reflexión sobre la Oración
Tomada de la Homilía del Domingo 16 T.O. (A)

Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios. Ro 8,26-27.

Se puede decir que el contenido de esta pequeña perícopa de la carta de Pablo se veía venir. Esa maravillosa riqueza de la vida del Espíritu, que Pablo ha explicado de alguna manera; el grito de la creación que pide al cristiano que la reoriente hacia su meta, Dios, ya que él es el “sacerdote” de la creación; su propia realidad humana que, vivificada por el Espíritu, aspira a la inmortalidad, están llevando al creyente a la oración. Porque orar es estar con Dios; y todo ese dinamismo del Espíritu, dado por el bautismo, nos está diciendo a gritos: ¡Hijo de Dios! ¡Que eres hijo de Dios! Que Dios te ama. Que no tienes que esperar a nada más, para ser el dueño y heredero de su Reino. Que para ti está creado todo este mundo. Que además vas a ver y llegarás a poseer la persona y el amor de lo más maravilloso, de lo más grande, de lo más bello que puede existir, muy superior a todo lo que puedes inventar con tus pinturas ni imaginación, y sin temor a perderlo jamás.

El solo recoger mentalmente ese conjunto de reflejos de tantas maravillas nos inclina espontáneamente a reconocer, agradecer, tomar conciencia de ser amados por pura gracia, de que ese amor y nada más basta para ser completamente felices, de que ese amor es la fuente de la vida, de que vivir de verdad es amarle e invitar a todos con entusiasmo a que le amen, a que el Amor sea amado. Pues bien: Esto es la oración. La oración es la actitud normal de quien se da cuenta de que quién es Dios, de que está ante Él, de que lo tiene cercano, muy cercano, dentro de sí.

Si la vida nuestra consistiese en solo vivir del Espíritu que se nos ha dado en el bautismo, esto sería evidente, clarísimo, más claro que saber si pienso cuando pienso o quiero cuando quiero. Es absurdo hacerse problemas. Pero, por desgracia, en nosotros hay como dos personas: junto al hombre nuevo nacido en Cristo por el bautismo está el viejo, nacido en Adán, de la tierra, con la concupiscencia, tan frágil ante la tentación y el pecado (v. Ro 7,14-23). Porque también es verdad que “el pecado está en mí” (7,17) y “en pecado me concibió mi madre” (S. 51,7), y que muchas veces, queriendo hacer el bien, acabo haciendo el mal” (Ro 7,19). Por eso necesitamos de la ayuda de Dios, de su gracia inmerecida para superar ese peso continuo de la concupiscencia. Porque además el Demonio nunca está tranquilo y pone todos los obstáculos y utiliza todas las mentiras para detener nuestra progresiva conversión a Dios (1Pe 5,8).

La gracia nos es necesaria. Y la gracia no se obtiene más que con la oración. Lo dice el mismo Jesucristo (v. Lc 22,40.46). Así que la oración es necesaria con una necesidad ineludible.

Y al mismo tiempo la oración es una actividad connatural de la fe. Porque ¿el que no ora, cree? ¿Quién lo sabe? Una persona totalmente indiferente a otra, que no la saluda cuando se cruzan (lo que sucede a menudo), ¿es el padre, el hijo, el amigo, el esposo o la esposa...? Los hechos ¿no manifiestan lo contrario? No basta con orar, cierto, pero también es verdad que quien no ora, no vive cristianamente.

¿Por qué se confiesan algunos con frecuencia y siguen cometiendo los mismos pecados años y años? Porque no oran. Y no basta con confesarse, hay que orar. Orar es necesario. Y a lo necesario o se le da el tiempo debido o se muere. La fe muere si no se ora. El Catecismo de la Iglesia Católica le dedica un gran espacio, cien páginas, señal de la gran importancia que tiene.

Pero además orar es un privilegio. Se va a Roma o a Sydney a ver al Papa y se pide un billete para tener un buen sitio. La oración es una audiencia con el Señor del cielo y de la tierra, con nuestro Padre y Creador, del que pende nuestra existencia y felicidad eterna, a quien le debemos todo.

La oración es fácil para quien se siente pobre. Constátenlo en la Biblia y en los Evangelios. Viene un ciego y pide ver. Viene un leproso y pide que le limpie. Una pecadora y no dice nada, llora y besa los pies de Jesús.

Orar es espontáneo cuando la fe es ardiente. Entonces es muy fácil que desde el corazón broten “perdóname”, “ten misericordia”, “ayúdame”, “límpiame”, “gracias”, “bendito seas Señor”, “te amo, Dios mío” y un montón de expresiones semejantes que llenan los labios y el corazón.

Se puede y se debe aprender a orar y a orar mejor. Es aconsejable leer libros sobre la oración. El primer consejo para aprender a orar es orar. Así se aprende a caminar, a nadar, a hablar. Hay que dar tiempo a la oración.

Lo más necesario para orar es la humildad y la confianza en la misericordia de Dios. Entonces “el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos orar como es debido, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar con palabras”. No hacen falta grandes ideas ni literariamente bien expresadas. Ni hacen falta grandes sentimientos. El Espíritu suple las limitaciones del orante.

“Por su parte Dios, que examina los corazones, sabe cuál es el deseo de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según la voluntad de Dios”. No hay que estrujar la frase para comprender su significado. Está claro. Basta ser humilde y confiar.

Oremos “con gemidos”. Gemir expresa sentimientos profundos e irrefrenables. Gemir expresa confianza en que se conseguirá inclinar la voluntad salvífica de Dios. Gemir dice fe. Oremos así y no nos cansemos. Así nos dice Jesús que oremos en la parábola del amigo importuno (Lc 11,5-8), de la viuda y el juez injusto (Lc 18,1-8).

Oremos como nos enseña Jesús en el Padre nuestro. Muchas oraciones no se parecen al modelo que da Jesús ni siquiera en la petición del pan de cada día. Pidamos por el Reino de Jesús, por la Iglesia, por sus obras apostólicas, por la corrección de nuestros defectos, para conocer lo que Dios quiere de nosotros, para aceptar su voluntad, para ver su mano providente en nuestra vida, para perdonar, para aceptar la voluntad de Dios, para que nos de la gracia de conocerle mejor, de amarle más, de saber hablar bien de él, para no caer en la tentación, para librarnos de ser engañados por el diablo.

Oremos respondiendo a Dios, que habla primero: en la Escritura, en las cosas que nos pasan en la vida, buenas y malas, placenteras y molestas.

Y una observación final, muy importante. Orar es siempre bueno. No siempre se siente devoción. Pero, aun sin ese sentimiento, orar es actuar con fe, esperanza y caridad, orar es escuchar y estar con Dios, orar es vivir según el Espíritu. ¿Negará alguien su valor? Oremos que el Espíritu vendrá en nuestra ayuda y potenciará su eficacia.

La concepción paulina del apostolado

AUDIENCIA GENERAL
DE S.S. BENEDICTO XVI
Miércoles 10 de septiembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado hablé del gran viraje que se produjo en la vida de san Pablo tras su encuentro con Cristo resucitado. Jesús entró en su vida y lo convirtió de perseguidor en apóstol. Ese encuentro marcó el inicio de su misión: san Pablo no podía seguir viviendo como antes; desde entonces era consciente de que el Señor le había dado el encargo de anunciar su Evangelio en calidad de apóstol. Hoy quiero hablaros precisamente de esa nueva condición de vida de san Pablo, es decir, de su ser apóstol de Cristo.

Normalmente, siguiendo a los Evangelios, identificamos a los Doce con el título de Apóstoles, para indicar a aquellos que eran compañeros de vida y oyentes de las enseñanzas de Jesús. Pero también san Pablo se siente verdadero apóstol y, por tanto, parece claro que el concepto paulino de apostolado no se restringe al grupo de los Doce. Obviamente, san Pablo sabe distinguir su caso personal del de "los apóstoles anteriores" a él (Ga 1, 17): a ellos les reconoce un lugar totalmente especial en la vida de la Iglesia. Sin embargo, como todos saben, también san Pablo se considera a sí mismo como apóstol en sentido estricto. Es un hecho que, en el tiempo de los orígenes cristianos, nadie recorrió tantos kilómetros como él, por tierra y por mar, con la única finalidad de anunciar el Evangelio.

Por tanto, san Pablo tenía un concepto de apostolado que rebasaba el vinculado sólo al grupo de los Doce y transmitido sobre todo por san Lucas en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 2. 26; 6, 2). En efecto, en la primera carta a los Corintios hace una clara distinción entre "los Doce" y "todos los apóstoles", mencionados como dos grupos distintos de beneficiarios de las apariciones del Resucitado (cf. 1 Co 15, 5. 7). En ese mismo texto él se llama a sí mismo humildemente "el último de los apóstoles", comparándose incluso con un aborto y afirmando textualmente: "Indigno del nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo" (1 Co 15, 9-10).

La metáfora del aborto expresa una humildad extrema; se la vuelve a encontrar también en la carta a los Romanos de san Ignacio de Antioquía: "Soy el último de todos, soy un aborto; pero me será concedido ser algo, si alcanzo a Dios" (9, 2). Lo que el obispo de Antioquía dirá en relación con su inminente martirio, previendo que cambiaría completamente su condición de indignidad, san Pablo lo dice en relación con su propio compromiso apostólico: en él se manifiesta la fecundidad de la gracia de Dios, que sabe transformar un hombre cualquiera en un apóstol espléndido. De perseguidor a fundador de Iglesias: esto hizo Dios en uno que, desde el punto de vista evangélico, habría podido considerarse un desecho.

¿Qué es, por tanto, según la concepción de san Pablo, lo que los convierte a él y a los demás en apóstoles? En sus cartas aparecen tres características principales que constituyen al apóstol. La primera es "haber visto al Señor" (cf. 1 Co 9, 1), es decir, haber tenido con él un encuentro decisivo para la propia vida. Análogamente, en la carta a los Gálatas (cf. Ga 1, 15-16), dirá que fue llamado, casi seleccionado, por gracia de Dios con la revelación de su Hijo con vistas al alegre anuncio a los paganos. En definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es "apóstol por vocación" (Rm 1, 1), es decir, "no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre" (Ga 1, 1). Esta es la primera característica: haber visto al Señor, haber sido llamado por él.

La segunda característica es "haber sido enviado". El término griego apóstolos significa precisamente "enviado, mandado", es decir, embajador y portador de un mensaje. Por consiguiente, debe actuar como encargado y representante de quien lo ha mandado. Por eso san Pablo se define "apóstol de Jesucristo" (1 Co 1, 1; 2 Co 1, 1), o sea, delegado suyo, puesto totalmente a su servicio, hasta el punto de llamarse también "siervo de Jesucristo" (Rm 1, 1). Una vez más destaca inmediatamente la idea de una iniciativa ajena, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado; pero sobre todo se subraya el hecho de que se ha recibido una misión que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal.

El tercer requisito es el ejercicio del "anuncio del Evangelio", con la consiguiente fundación de Iglesias. Por tanto, el título de "apóstol" no es y no puede ser honorífico; compromete concreta y dramáticamente toda la existencia de la persona que lo lleva. En la primera carta a los Corintios, san Pablo exclama: "¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?" (1 Co 9, 1). Análogamente, en la segunda carta a los Corintios afirma: "Vosotros sois nuestra carta (...), una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo" (2 Co 3, 2-3).

No sorprende, por consiguiente, que san Juan Crisóstomo hable de san Pablo como de "un alma de diamante" (Panegíricos, 1, 8), y siga diciendo: "Del mismo modo que el fuego, aplicándose a materiales distintos, se refuerza aún más..., así la palabra de san Pablo ganaba para su causa a todos aquellos con los que entraba en relación; y aquellos que le hacían la guerra, conquistados por sus discursos, se convertían en alimento para este fuego espiritual" (ib., 7, 11). Esto explica por qué san Pablo define a los apóstoles como "colaboradores de Dios" (1 Co 3, 9; 2 Co 6, 1), cuya gracia actúa con ellos.

Un elemento típico del verdadero apóstol, claramente destacado por san Pablo, es una especie de identificación entre Evangelio y evangelizador, ambos destinados a la misma suerte. De hecho, nadie ha puesto de relieve mejor que san Pablo cómo el anuncio de la cruz de Cristo se presenta como "escándalo y necedad" (1 Co 1, 23), y muchos reaccionan ante él con incomprensión y rechazo. Eso sucedía en aquel tiempo, y no debe extrañar que suceda también hoy.

Así pues, en esta situación, de aparecer como "escándalo y necedad", participa también el apóstol y san Pablo lo sabe: es la experiencia de su vida. A los Corintios les escribe, con cierta ironía: "Pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas vosotros, fuertes. Vosotros llenos de gloria; mas nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos" (1 Co 4, 9-13). Es un autorretrato de la vida apostólica de san Pablo: en todos estos sufrimientos prevalece la alegría de ser portador de la bendición de Dios y de la gracia del Evangelio.

Por otro lado, san Pablo comparte con la filosofía estoica de su tiempo la idea de una tenaz constancia en todas las dificultades que se le presentan, pero él supera la perspectiva meramente humanística, basándose en el componente del amor a Dios y a Cristo: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Como dice la Escritura: "Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero". Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8, 35-39). Esta es la certeza, la alegría profunda que guía al apóstol san Pablo en todas estas vicisitudes: nada puede separarnos del amor de Dios. Y este amor es la verdadera riqueza de la vida humana.

Como se ve, san Pablo se había entregado al Evangelio con toda su existencia; podríamos decir las veinticuatro horas del día. Y cumplía su ministerio con fidelidad y con alegría, "para salvar a toda costa a alguno" (1 Co 9, 22). Y con respecto a las Iglesias, aun sabiendo que tenía con ellas una relación de paternidad (cf. 1 Co 4, 15), e incluso de maternidad (cf. Ga 4, 19), asumía una actitud de completo servicio, declarando admirablemente: "No es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo" (2 Co 1, 24). La misión de todos los apóstoles de Cristo, en todos los tiempos, consiste en ser colaboradores de la verdadera alegría.

La riqueza del bautismo

P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.

Tomada de la Homilía del Domingo 14 T.O (A)


¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.
Ro 6, 3-4.8-11


El fragmento de la carta a los Romanos, que acaban de escuchar, resume las gracias que da el sacramento del bautismo. En la parte que precede de la carta Pablo ha explicado que, siendo todos esclavos del pecado, Cristo nos ha rescatado por su muerte en la cruz de manera superabundante. Podría parecer a algunos que entonces no hace falta que el hombre haga nada para salvarse. Pero no es así.

En rigor la misma razón humana puede llegar a darse cuenta de que el último destino debe alcanzarlo el hombre de una forma conforme a su naturaleza. Pero el hombre posee una voluntad libre. Por eso será usando su libertad como deberá lograr su salvación. ¿Cómo? No puede sin más redimirse a sí mismo –ya lo explicamos–. Pero puede aceptar la salvación que Dios le ofrece gratuitamente, sin merecerlo. Lo hace por la fe. Por la fe y el bautismo prescritos por Cristo. “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado” (Mc 16,16).

“¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”. Más de una vez hemos expuesto estas ideas. En el bautismo, que es un símbolo de la muerte y resurrección de Cristo, nos incorporamos la muerte y resurrección de Jesús: “fuimos bautizados –o, al pie de la letra, sumergidos– en su muerte” (Ro 2,3), “por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado, también nosotros andemos en una vida nueva”. La inmersión del neófito (así se llama al que se va a bautizar) simboliza la muerte y sepultura de Jesús; Jesús mismo lo dice (Mt 12,40). La salida del agua simboliza la resurrección, es decir la salida del sepulcro con una vida nueva. Pero los sacramentos, por la voluntad de Cristo, que los ha instituido, realizan lo que simbolizan.

El bautismo realiza la incorporación de la muerte de Cristo por nuestros pecados y la de su vida resucitada: se muere así al pecado y se recibe la vida de Cristo resucitado. El bautismo perdona todos los pecados, tanto el original como los personales. No hay necesidad de confesión previa y la absolución sacramental sin estar bautizado sería nula, aunque sí es necesario el arrepentimiento y la conversión del corazón.


El segundo efecto del bautismo es el don de la gracia santificante. La gracia santificante es la participación en la vida de Cristo resucitado, vida nueva que fluye en el bautizado al haber sido injertado en Cristo como sarmiento en la vid. El bautizado recién comienza entonces a ser hijo de Dios, cuando ha recibido la vida del Hijo, la de Jesús resucitado. Esta vida nueva, divina, está destinada a no morir, a perdurar y llevarnos a la eternidad bienaventurada. Lo subraya y explica Pablo: “Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez recitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez `para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús”. Ciertamente el perseverar en la gracia, evitando el pecado, no es automático; exige esfuerzo personal. Lo demuestra la experiencia y es razonable, dado que el hombre es libre y estamos en prueba. Exige no obrar “según la carne” sino “según el Espíritu”, según el modo de hablar de San Pablo.

Tras una amplia digresión sobre el pecado, la concupiscencia y “las obras de la carne”, que concluye con la constatación de que “el pecado está en mí” (Ro 7,17) y que la solución está en Cristo, concluye Pablo con una mayor explicación de la gracia del bautismo. “Ustedes no están sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo”.

Esa vida divina, que nos viene de Cristo, incluye (y es su elemento más importante) la presencia del Espíritu Santo en el alma del justificado. Esto es tan cierto como para afirmar que “el que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo”. De aquí el que se pueda decir de todo el que vive la gracia del bautismo que “es templo de Dios”, “piedra viva”, miembro de un “pueblo sacerdotal” y apelativos parecidos, que aparecen en el Nuevo Testamento. Se lo había prometido Jesús a los discípulos: “Si me aman, guardarán mis mandamientos; y yo pediré al Padre y les dará otro Paráclito (el término significa abogado, defensor, apoyo, padrino...) para que esté con ustedes para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero ustedes le conocen, porque mora con ustedes y en ustedes está” (Jn 14,15-17). Así el Espíritu Santo presente en nosotros por la unión con Cristo tiende a producir en nosotros los mismos efectos que en Cristo hasta el máximo de la resurrección de los cuerpos. “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús dará nueva vida a sus cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en ustedes”. Todo cristiano con la gracia de Dios, obtenida en el bautismo o recuperada en la confesión, lleva dentro de sí al Espíritu y con Él también al Padre y al Hijo. Es templo de Dios. Es teóforo, portador de Dios, como le llamaban a San Ignacio de Antioquia. Además el Espíritu en nosotros nos impregna de sus dones, nos comunica sus virtudes, nuevas fuerzas para obrar según su naturaleza, nos transforma, nos diviniza. Llevamos a Dios, hacemos presente a Cristo, el Espíritu nos comunica capacidades de obrar divinamente con las virtudes teologales, “divinas”, de la fe, esperanza y caridad.

Pablo culmina lógicamente su enseñanza: Lo más grande y precioso que tenemos es esta presencia del Espíritu de Dios con todos sus dones. Es permanente, es la gran gracia que nos hace santos; por eso los teólogos la llaman “santificante”. En consecuencia debemos vivir no según la concupiscencia, “la carne”, que nos lleva al pecado y la muerte, sino según el Espíritu de Cristo que es la vida y nos lleva a la vida eterna: “Así, pues, hermanos, estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne según el Espíritu, entonces vivirán”.

“Reconoce, oh cristiano, tu dignidad”, dice San León Magno con razón. Creamos, agradezcamos a Dios con frecuencia, alimentemos esta vida con los sacramentos, la palabra de Dios, la oración, las buenas obras, inmunicémonos contra el pecado, evitemos jugar con él. Seamos presencia de Cristo y luz. Esto espera la Iglesia cuando, en la despedida final de la misa, nos envía con el “pueden ir en paz”. Que así sea como concluimos cada eucaristía.


...

Laicidad

El Papa en Francia

Durante el inicio del viaje del Papa a Francia, en su discurso ante el presidente de la República Nicolás Sarkozy, y las autoridades del Estado en el Elíseo, S.S. Benedicto XVI reinvindicó la importancia de la laicidad y, a la vez, la contribución de la Iglesia para iluminar los problemas éticos que se plantean en la sociedad.
S.S. Benedicto XVI evocó la expresión "laicidad positiva" utilizada por el propio presidente Sarcozy en su visita a Roma hace nueves meses. El Papa dijo estar convencido de que "es cada vez más necesaria una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad".

A continuación presentamos el discurso de S.S. Benedicto XVI, creemos que podrá ser útil e instructivo conocerlo para poder profundizar este importante tema.



CEREMONIA DE BIENVENIDA


ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES DEL ESTADO
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
París, Palacio del ElíseoViernes 12 de septiembre de 2008

Señor Presidente,
Señoras y Señores, queridos amigos


Al pisar el suelo de Francia por vez primera desde que la providencia me llamó a la Sede de Pedro, me ha emocionado y honrado la calurosa acogida que me han brindado. Le estoy muy agradecido, Señor Presidente, por la cordial invitación que me hizo para visitar su país, así como por las amables palabras de bienvenida que acaba de dirigirme. ¿Cómo no recordar la visita que Vuestra Excelencia me hizo en el Vaticano hace nueve meses? Por su medio, saludo a todos los habitantes de este país con una historia milenaria, un presente rico de acontecimientos y un porvenir prometedor. Sepan que Francia está a menudo en el corazón de la oración del Papa, que no puede olvidar lo que ella ha aportado a la Iglesia a lo largo de los pasados veinte siglos. La razón primera de mi viaje es la celebración del ciento cincuenta aniversario de las apariciones de la Virgen María, en Lourdes. Deseo unirme a la incontable muchedumbre de peregrinos de todo el mundo que llegan a lo largo de este año al santuario mariano, animados por la fe y el amor. Es una fe, es un amor que deseo celebrar en su país, durante las cuatro jornadas de gracia que podré pasar aquí.

Mi peregrinación a Lourdes debía pasar por París. Su capital me es familiar y la conozco bastante bien. A menudo he estado aquí y, a lo largo de los años, por causa de mis estudios y responsabilidades anteriores, he hecho buenas amistades humanas e intelectuales. Vuelvo con alegría, feliz por la oportunidad que se me presenta de homenajear el imponente patrimonio de cultura y de fe que ha fraguado su país de manera espléndida durante siglos y que ha dado al mundo grandes figuras de servidores de la Nación y de la Iglesia, cuyo magisterio y ejemplo han traspasado vuestras fronteras geográficas y nacionales para dejar su huella en el mundo. Durante su visita a Roma, Señor Presidente, Usted ha recordado que las raíces de Francia, como las de Europa, son cristianas. Basta la historia para demostrarlo: desde sus orígenes, su País ha recibido el mensaje del Evangelio. Aunque a veces carezcamos de documentación, consta fehacientemente la existencia de comunidades cristianas en las Galias desde una fecha muy lejana: ¡cómo no recordar sin emoción que la ciudad de Lión tenía ya obispo a mediados del siglo II y que San Ireneo, autor de Adversus haereses, dio un testimonio elocuente de la robustez del pensamiento cristiano! Ahora bien, san Ireneo vino de Esmirna para predicar la fe en Cristo resucitado. Lión tenía un obispo cuya lengua materna era el griego: ¡qué signo tan hermoso de la naturaleza y destino universales del mensaje cristiano! Implantada en época antigua en vuestro país, la Iglesia ha jugado un papel civilizador que me es grato resaltar en este lugar. Usted mismo hizo alusión a él en su discurso en el Palacio de Letrán el pasado mes de diciembre y hoy nuevamente. Transmisión de la cultura antigua a través de monjes, profesores y amanuenses, formación del corazón y del espíritu en el amor al pobre, ayuda a los más desamparados mediante la fundación de numerosas congregaciones religiosas, la contribución de los cristianos a la organización de instituciones de las Galias, posteriormente de Francia, es sabido más que de sobra para no tener que recordarlo. Los millares de capillas, iglesias, abadías y catedrales que adornan el corazón de vuestras ciudades o la soledad de vuestras tierras son signo elocuente de cómo vuestros padres en la fe quisieron honrar a Aquel que les había dado la vida y que nos mantiene en la existencia.

Numerosas personas, también aquí en Francia, se han detenido para reflexionar acerca de las relaciones de la Iglesia con el Estado. Ciertamente, en torno a las relaciones entre campo político y campo religioso, Cristo ya ofreció el criterio para encontrar una justa solución a este problema al responder a una pregunta que le hicieron afirmando: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12,17). La Iglesia en Francia goza actualmente de un régimen de libertad. La desconfianza del pasado se ha transformado paulatinamente en un diálogo sereno y positivo, que se consolida cada vez más. Un instrumento nuevo de diálogo existe desde el 2002 y tengo gran confianza en su trabajo porque la buena voluntad es recíproca. Sabemos que quedan todavía pendientes ciertos temas de diálogo que hará falta afrontar y afinar poco a poco con determinación y paciencia. Por otra parte, Usted, Señor Presidente, utilizó la bella expresión “laicidad positiva” para designar esta comprensión más abierta. En este momento histórico en el que las culturas se entrecruzan cada vez más entre ellas, estoy profundamente convencido de que una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad es cada vez más necesaria. En efecto, es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos, como la responsabilidad del Estado hacia ellos y, por otra parte, adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad.

El Papa, testigo de un Dios que ama y salva, se esfuerza por ser sembrador de caridad y esperanza. Toda sociedad humana tiene necesidad de esperanza, y esta necesidad es todavía más fuerte en el mundo de hoy que ofrece pocas aspiraciones espirituales y pocas certezas materiales. Los jóvenes son mi mayor preocupación. Algunos de ellos tienen dificultad en encontrar una orientación que les convenga o sufren una pérdida de referencia en sus familias. Otros experimentan todavía los límites de un pluralismo religioso que los condiciona. A veces marginados y a menudo abandonados a sí mismos, son frágiles y tienen que hacer solos frente a una realidad que les sobrepasa. Hay, pues, que ofrecerles un buen marco educativo y animarlos a respetar y ayudar a los otros, para que lleguen serenamente a la edad de la responsabilidad. La Iglesia puede aportar en este campo una contribución específica. La situación social de occidente, por desgracia marcada por un avance solapado de la distancia entre ricos y pobres, también me preocupa. Estoy seguro que es posible encontrar soluciones justas que, sobrepasando la inmediata ayuda necesaria, vayan al corazón de los problemas, para proteger a los débiles y fomentar su dignidad. A través de numerosas instituciones y actividades, la Iglesia, igual que numerosas asociaciones en vuestro país, trata con frecuencia de remediar lo inmediato, pero es al Estado al que compete legislar para erradicar las injusticias. En un contexto mucho más amplio, Señor Presidente, me preocupa igualmente el estado de nuestro planeta. Con gran generosidad, Dios nos ha confiado el mundo que Él ha creado. Hay que aprender a respetarlo y protegerlo aún más. Me parece que ha llegado el momento de hacer propuestas más constructivas para garantizar el bien de las generaciones futuras.

El ejercicio de la Presidencia de la Unión Europea es la ocasión para vuestro país de dar testimonio del compromiso de Francia, de acuerdo a su noble tradición, con los derechos humanos y su promoción para el bien de la persona y la sociedad. Cuando el europeo llegue a experimentar personalmente que los derechos inalienables del ser humano, desde su concepción hasta su muerte natural, así como los concernientes a su educación libre, su vida familiar, su trabajo, sin olvidar naturalmente sus derechos religiosos, cuando este europeo, por tanto, entienda que estos derechos, que constituyen una unidad indisociable, están siendo promovidos y respetados, entonces comprenderá plenamente la grandeza de la construcción de la Unión y llegará a ser su artífice activo. Señor Presidente, la tarea que os incumbe no es fácil. Los tiempos son inciertos, y es una empresa ardua vislumbrar la justa vía entre los meandros de la cotidianeidad social y económica, nacional e internacional. En particular, frente al peligro del resurgir de viejos recelos, tensiones y contraposiciones entre las Naciones, de las que hoy somos testigos con preocupación, Francia, históricamente sensible a la reconciliación entre los pueblos, está llamada a ayudar a Europa a construir la paz dentro de sus fronteras y en el mundo entero. A este respecto, es importante promover una unidad que no puede ni quiere transformarse en uniformidad, sino que sea capaz de garantizar el respeto de las diferencias nacionales y de las tradiciones culturales, que constituyen una riqueza en la sinfonía europea, recordando, por otra parte, que “la propia identidad nacional no se realiza sino es en apertura con los demás pueblos y por la solidaridad con ellos” (Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, n. 112). Confío que vuestro país cooperará cada vez más a que este siglo progrese hacia la serenidad, la armonía y la paz.

Señor Presidente, queridos amigos, deseo una vez más manifestar mi agradecimiento por este encuentro. Cuenten con mi plegaria ferviente por su hermosa Nación, para que Dios le conceda paz y prosperidad, libertad y unidad, igualdad y fraternidad. Encomiendo estos deseos a la intercesión maternal de la Virgen María, patrona principal de Francia. ¡Que Dios bendiga a Francia y a todos los franceses!