ESPECIAL: PUERTA DE LA MISERICORDIA





El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas.

(Salmo 103, 8-10)



El mandamiento del amor

El P. Adolfo Franco, S.J. nos comparte su reflexión sobre el evangelio: "Toda la vida cristiana centrada por Jesús en el amor; y el amor es el distintivo de los discípulos de Cristo". Acceda AQUÍ.


Cristología II - 4° Parte: El Misterio de la Encarnación - La venida del Hijo

El P. Ignacio Garro, S.J. nos comparte la continuación de su serie sobre Cristología, en esta oportunidad sobre la misión que viene a desarrollar nuestro Señor Jesucristo. Acceda AQUÍ.

El mandamiento del amor



P. Adolfo Franco, S.J.

PASCUA
Domingo V

Juan 13, 31-35

Toda la vida cristiana centrada por Jesús en el amor; y el amor es el distintivo de los discípulos de Cristo.


Jesús en la Ultima Cena se está despidiendo de sus apóstoles y les está dando sus últimas recomendaciones para que cuando El suba al cielo, ellos puedan seguir realizando su misma obra. Y una de estas últimas enseñanzas y muy importante es el Mandamiento Nuevo: les doy un mandamiento nuevo que se amen unos a otros como yo les he amado.

En esto se conocen los discípulos de Jesús, es su marca, el amor. Y esta es la única norma de conducta que El nos quiere dejar. El amor es la motivación que debemos tener en todas nuestras acciones, es la guía de toda nuestra conducta. Pero para que no queden ambigüedades Jesús habla de qué forma hay que amar: amar como El mismo nos ha amado. Ese es el verdadero amor y esa es la medida: nos debemos amar como El nos ha amado. Y es muy necesaria esta referencia porque a veces se llama amor a muchas conductas que en realidad no lo son; la verdad del amor brota de la llaga abierta de su Corazón.

Para saber cómo es el amor de Cristo, podemos abrir el Evangelio y descubrir este amor en cada una de sus páginas. Pero también cada uno de nosotros podría abrir las páginas de su propia vida; y así al descubrir cómo nos ha amado Cristo aprenderíamos cómo debemos amar.

Hay algún paralelo entre esta enseñanza, y la que el mismo Jesús nos dio cuando nos explicaba la conducta del cristiano en el Sermón del Monte: sean perfectos, como el Padre Celestial es perfecto. Nuestro modelo de perfección es Dios mismo; y de la misma manera la meta de un cristiano es imitar a Cristo en el amor, amar como Cristo. Son dos enseñanzas similares: ser perfectos como el Padre Celestial, amar como ama Cristo. Y es que en las entrañas de nuestro ser llevamos el sello de Dios mismo: el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, por eso, hay que hacer todo de la manera que Dios lo haría, para no frustrar nuestra semejanza con Dios, nuestra íntima esencia.

En todo lo que hacemos debemos intentar parecernos a Dios. Y más aún sabiendo por la revelación de Jesús, que Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, habitan en nuestros corazones.

Hay otra referencia parecida en San Pablo, cuando habla del matrimonio cristiano y dice a los esposos, que amen a sus esposas como Cristo ama a su Iglesia. De nuevo el amor de Cristo como modelo del amor de un cristiano, en esa situación particular del matrimonio.

¿Y cómo ama Cristo? Volvemos a preguntarnos. Habría que recorrer cada uno de los momentos de la vida de Cristo, para descubrir el gran amor con que vivió cada situación de su vida y cada acción que realizó. Su entrega en la Encarnación, ese lanzarse al abismo del anonadamiento, para hacerse semejante a nosotros, y poder así realizar nuestra salvación: y su voluntad de no ahorrarse las etapas de la infancia desvalida, y de la niñez insignificante. ¿Qué necesidad tenía de hacerlo? Tenía un amor infinito que le impulsaba en cada momento. Un amor que se manifiesta en cada milagro, en cada persona que cura. Cuando detiene el cortejo fúnebre del hijo de la viuda de Naím, cuando llora ante la tumba de Lázaro, cuando multiplica los panes, porque le da lástima de esa multitud hambrienta. Todo lo fue desarrollando impulsado por su Corazón.
Y no es necesario detenerse excesivamente en el amor que derrocha en los últimos momentos de su vida, porque en cada escena surge la llama de su amor. Cuando hace el milagro de la Eucaristía, y afirma su voluntad de perpetuarse entre nosotros, de nuevo lo que le mueve es el amor. Cuando está en el Huerto abrumado por una tremenda responsabilidad por haber asumido los pecados del mundo; y sufriendo una angustia mortal. Y todo esto por el amor que me tiene. Así voy poco a poco entendiendo lo que significa eso de les doy un Mandamiento Nuevo, que se amen unos a otros como yo les he amado. Cuando muere en la Cruz, cuando pasa por la oscuridad del sepulcro. Pero incluso cuando resucita, lo que manifiesta es su gran amor. En cada una de las apariciones a sus apóstoles está manifestando ese amor, que lo impulsó siempre. Y que quiere que sea nuestra motivación para actuar en la vida. Y nos hace ver que todo se reduce a eso: sólo nos da un mandamiento, que es Nuevo, porque es su amor convertido en ideal de vida y de conducta, para todo el que quiera seguirle.


Mucho podría cada uno añadir de las muestras personales de amor que nos ha dado Jesús. Meditando en todo eso podremos desentrañar este mandamiento nuevo: ámense unos a otros como yo les he amado. 



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Cristología II - 4° Parte: El Misterio de la Encarnación - La venida del Hijo



P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA



3.2. LA VENIDA DEL HIJO
         
Se da por supuesto que el término "la venida del Hijo" no es que él viniera por su cuenta a realizar una misión salvífica, habría que hablar más bien "del envío del Hijo por el Padre".

Expliquemos el significado de la acción de "enviar" cuando se trata de la "misión" (envío) de una persona divina. Para hablar de la misión del Hijo por su Padre se emplean en el N T dos verbos griegos "apostellein" y "pempein". El primero es muy frecuente y viene a ser el término técnico para significar una misión de sentido religioso, como el envío de ángeles o profetas, Mt 13, 41, y en particular el de los "apóstoles", Mt 3, 14. También se aplica a Jesucristo, Mc 9, 37; Mt 10, 40. S. Juan lo reserva exclusivamente para enunciar la misión del Hijo, Jn 3, 17, y lo emplea en el titulo propio de "Cristo como el  enviado". Jn  9, 7.


3.2.1. Concepto de "misión"
         
"Envío" o “Misión", de una persona divina implica, primero, su origen intratrinitario de otra persona divina y su nueva relación con un término externo al mismo Dios, o sea, con una criatura. En efecto, toda "misión" incluye, una persona que envía (el Padre), un enviado (el Hijo) y un destinatario que se supone se halla a distancia, de modo que es menester "enviar" a alguien que le transmita el mensaje. El enviado, para desempeñar su cometido, tendrá por fuerza que "salir" en busca del destinatario.
         
Por eso Cristo habla de "su salida de junto al Padre", Jn 8, 42. Esto, por supuesto, no hay que entenderlo en un sentido cuantitativo-local, sino cualitativo-existencial: "salir de junto al Padre", significa comenzar un modo de existir distinto del modo de existir "en el seno del Padre", Jn 1, 3.18. Este modo nuevo de existir podemos, sí, concebirlo como un alejamiento o distanciación de junto al Padre; porque es un modo de existencia, no sólo distinto, sino también inferior, pues estaba desprovisto de aquella "gloria" connatural al modo de existencia junto al Padre, antes de que el mundo fuese, Jn 17, 5. Pero no caigamos en error.
         
El misterio de la Encarnación consiste en la paradoja de que el Hijo "sale de junto al Padre" para venir a este mundo, y sin embargo, permanece siempre "en el seno del Padre". Por un lado, no puede negarse aquel alejamiento, pero por otro lado tampoco puede acentuarse excesivamente y que vaya en detrimento de esta permanencia porque, si es verdad que el Hijo se hizo hombre, también es verdad que nunca dejó de ser Hijo de Dios.
         
Y es que ésta es una misión única en el género de misión: es la misión por excelencia, en la que el "Enviador" (el Padre), por antonomasia, envía al "Enviado" (el Hijo), por antonomasia, Jn 7, 28; 8, 26; 9, 7; por eso no impone una separación, aunque sólo sea transitoria, sino que, por el contrario, requiere la unión jamás interrumpida entre el Enviador y el Enviado.
         
Por eso en la encarnación, el Hijo, al hacerse hombre, "sale" del Padre y, al mismo tiempo, "permanece" en el Padre: su "misión", es un continuo "salir", que es simultáneamente un ininterrumpido "estar al lado". Jesucristo decía: "No estoy solo, porque el Padre está conmigo", Jn 16, 32; "el Padre está en mí, y yo estoy en el Padre", Jn l0, 38; 17, 21. La consecuencia es que el Padre se manifiesta en Jesucristo: "el Padre, que permanece en mí, es quien hace las obras", Jn 14, 10-11; hasta el punto, de que "quien me ve a mí, ve al Padre", Jn 14, 9. Y por eso, Jesucristo vive de la vida del Padre, y así puede El: “dar la vida a los que creen en El". Jn 5, 26; 6, 57.


3.2.2 El signo de la misión por el Padre
         
El signo de la paternidad sobre Jesucristo, quiso el Padre manifestarla en Cristo, no tendrá padre según la carne: "dijo el ángel a María,... el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso el niño que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios". Lc 1, 35. Por eso, Dios - Padre, dador de vida, se muestra aquí como verdaderamente "Padre" dando a su Hijo, no sólo la vida divina y eterna en el  seno de la divinidad, sino también la vida temporal y humana pero de un modo totalmente singular y único, esencialmente "de arriba". Jn. 3. 31; 8, 23. La Paternidad de Dios respecto de Jesucristo en cuanto hombre no es más que la actuación de una paternidad absoluta y plena.


3.2.3. La actitud filial de Jesús
         
Realmente Jesucristo es el verdadero Hijo de Dios. Nos muestra al máximo su filiación divina. Señalemos cuatro rasgos fundamentales en que se manifiesta la filiación de Jesús respecto al Padre.
         
  • La confesión de que todo lo que tiene es recibido del Padre. En efecto, el Padre, Jn 3, 35; 13, 3.
  • Su doctrina es la que de su Padre ha aprendido, Jn 7, 16; 8, 26, 15, 15.
  • Sus milagros son los que su Padre le ha capacitado para hacer, Jn 7, 36; 17, 4.
  • Y de su Padre ha recibido también el poder de juzgar y de dar vida, Jn 5, 22. 26; 17, 2 Todo esto se lo da su Padre, precisamente porque es su Padre y lo ama, Jn 3, 35, y Jesús lo recibe todo con agradecimiento y busca en todo la gloria del Padre, Jn 7, 18; 12, 28; 14, 31; 17,1.

         
Esta actitud filial de Jesús, receptiva lleva consigo un respeto hacia el Padre. Es el respeto que nos inculca al hablarnos de nuestro Padre, "el que está en los cielos", Mt 6, 9. De este respeto se deriva la obediencia, virtud connatural del buen hijo. Jesús nos da ejemplo perfectísimo de obediencia filial, en su sumisión a la voluntad del Padre, "Padre no se haga mi voluntad sino la tuya". Lc 22, 42. Sabemos con cuanta frecuencia habla de la voluntad de su Padre y que todos deben de cumplir Mt 6, 10; 7, 21; 12, 50. Voluntad de Dios que El debe de cumplir y llevar a cabo, aunque le cueste la vida; porque la voluntad de su Padre es para él una obligación ineludible, es "un mandato". Jn 10, 18; 12, 49; 15, 10. Por ello "se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz", Filp 2, 8.


3.2.4. Filiación única de Jesús 
         
La filiación de Jesús respecto a Dios Padre hay que calificarla de única en cuanto es de un género sin igual, superior a toda filiación que se pueda manejar o atribuir cualquier hombre.
         
En primer lugar la filiación única de Jesús se distingue cuidado­samente de la nuestra designando a ambas con términos diferentes. Así, S. Jn. sólo llama Hijo a Jesús, Jn 1, 34; 3, 18; 5, 25; nosotros en cambio somos "ahijados", así dice 1 Jn 3, 1-2 : "nos llamamos y en realidad somos ahijados de Dios".
         
Por eso Jesús es el Hijo, el "unigénito", que refuerza la idea de filiación única y exclusiva, Jn 1, 14; 3, 16; 1 Jn 4, 9. Esto significa igualdad de naturaleza con el Padre (consubstancialidad), es la gloria que Jesucristo poseía "junto al Padre, aun antes de que el mundo fuese creado", una gloria que se funda en el amor eterno del Padre a su Hijo unigénito (El Espíritu Santo), Jn 17, 5. 24. Por esta relación filial única con Dios es por lo que Jesús habla continuamente de "mi Padre", o sencillamente "el Padre". Mt 7, 21; 10, 32-33; así a Jesucristo le compete en forma absoluta el apelativo de "el Hijo", Mt 11, 27; Lc 10, 22. Así pues la unicidad de la filiación de Jesús resalta más cuando la contrapone a nuestra filiación adoptiva, así S. Pablo puede decir: "Dios Padre, envió a su Hijo... con el fin de conferirnos la filiación adoptiva; y porque sois hijos (adoptivos), Dios ha enviado a nuestros corazones él Espíritu de su Hijo", Gal 4, 4-6; Rom 8, 9. 14-17.


3.2.5. La trascendencia divina de la filiación de Jesús
         
La unicidad de la filiación de Jesús implica una trascendencia que hay que calificar de estrictamente divina. Jesús es "el Hijo Unigénito", por lo tanto, igual al Padre en su divinidad (consubstancial), en otras palabras: Jesucristo es Dios-Hijo. Este es el dato de la revelación, esta es la fe de los apóstoles y de la Iglesia. Por eso a Jesucristo se le confieren títulos divinos, como el de Kyrios, o el Señor, que es uno de los títulos que hemos visto en uno de los apartados del capítulo anterior. S. Pablo es el que más pone de relieve este titulo y así propone la fórmula: "si con tus labios confiesas que Jesús es Señor... te salvarás". Rom 10, 9. El apóstol Tomás en el día de la aparición dice la expresión actualizada cada día: "Señor mío y Dios mío". Jn 20, 28-29. Así pues, con este titulo de Señor, se significa verdaderamente la divinidad de Jesucristo y hay que advertir que la atribución de este titulo a Jesucristo no es casual o accidental, sino consciente e insistente, y así Pablo llega a decir que éste: "es el nombre superior a todo nombre", Filp 2, 9; y por lo tanto manifiesta la esencia divina verdadera de Jesucristo nuestro Señor.


3.2.6. ¿Por qué se encarna precisamente el Hijo?
         
Hemos estudiado  cómo el Padre envía al Hijo y éste es el "enviado". Ahora nos preguntamos: ¿Por qué fue precisamente el Hijo el que se hizo hombre?
         
Los teólogos, siguiendo a Sto. Tomás, han creído descubrir algunas razones teológicas llamadas de "congruencia" o de conveniencia. Y son más o menos las siguientes:
         
1º.- Si el fin de la encarnación incluye, en la situación actual de la humanidad caída en el pecado, la restauración de la imagen y semejanza de Dios; destruida en el hombre por el pecado, y también el restablecimiento cósmico de la creación perturbado por la culpa del hombre, ¿quién mejor podía encargarse de esta obra que el Verbo (el Hijo), imagen consubstancial y reflejo de la majestad de Dios que había sido mediador de la creación, Hebr 1, 1-2?
         
2º.- Una segunda razón: Si el fin último de la encarnación y redención es la concesión de la adopción filial y de la herencia celeste a los hombres, ¿Quién era más conveniente que se hiciese hombre sino el Hijo unigénito y heredero consubstancial del Padre - Gal 4. 4. 6?
         
Veamos ahora por qué el Padre no era conveniente que se encarnarse. Veíamos en el Tratado: "de Deo Trino", que la propiedad personal del Padre es su "innascibilidad" o imposibilidad de nacer intratrinitaria­mente. El Padre es el ser "fuente y origen de toda divinidad", Denz 490. 525. El Padre es "principio sin principio", "aquella luz inaccesible que ningún hombre ha visto ni puede ver", 1 Tim 6, 16. Es evidente que estas características no pueden manifestarse en una encarnación del Padre; porque por ella nacería el "innascible"; tendría principio en el tiempo el "principio sin principio"; se convertiría en medio hacia nuestra salvación el que es su fin último; se haría visible y accesible durante esta vida terrena aquel cuya contemplación constituye el término de todas las cosas.
         
No olvidemos que la encarnación comporta una serie de elementos y ninguno de ellos se adapta a las propiedades personales del Padre, e inversamente ninguna de las características peculiares del Padre puede manifestarse y expandirse convenientemente por medio de una encarnación.
         
¿Qué decir de la encarnación posible del Espíritu Santo? Veíamos en el mismo tratado de Deo Trino que la característica personal del Espíritu Santo, es la de unir al Padre y al Hijo en un abrazo de amor mutuo: él es, personalmente, el Amor con que el Padre ama al Hijo y el Hijo corresponde al amor del Padre. Su actividad propia es de carácter íntimo y "espiritual" como lo indica su mismo nombre. El es el "Espíritu vivificador". Su presencia, pues, es de tipo íntimo, vital y espiritual. Su oficio no es el de objetivar, sino el de subjetivar e interiorizar la unión del Padre y del Hijo. Y como última consecuencia, la presencia del Espíritu Santo en el mundo no será visible y tangible, externa y objetivable, humano corpórea, sino íntima, invisible, interiorizante, subjetivante y espiritual. Además sin la encarnación del Hijo su acción sería inútil, porque no  podría manifestarnos e interiorizarnos en nosotros el amor del Padre y del Hijo. En conclusión, tampoco el Espíritu Santo puede hacerse hombre.
         
Finalmente ¿por qué sí puede encarnarse el Hijo? El Hijo tiene propiedades intratrinitarias que le hacen apto para encarnarse. El Hijo procede, por generación, del Padre, "nace" del Padre. Es Palabra o expresión de la substancia del Padre, es Sabiduría del Padre, y así es ejemplar, modelo o instrumento de las obras del Padre. Por lo mismo, el Hijo tiene en su personalidad divina aptitud para ser enviado por el Padre, para nacer con una nueva natividad (según la carne), obrada por el Padre, puede hablarnos del Padre.  Se hace modelo captable e imitable al que hayamos de imitar y configurar, de modo que participemos de su propia filiación divina, reproduciendo en nosotros la imagen del Hijo que es Imagen del Padre, Jn 1, 18; Rom 8, 29.
         
El Hijo fue mediador en la creación, muy especialmente en la creación de la criatura humana, hecha a "su imagen y semejanza", Gen 1, 26, de manera que ya "en el principio", él era "vida y luz de los hombres", Jn l, l­-4. Posee, pues, desde su eternidad una inmediación peculiar con nosotros, que le hace apto, por razón de su característica intra-trinitaria, a ponerse en relación directa con los hombres, a mediar entre Dios-Padre y nosotros, criaturas a imagen de Dios-Padre a través del Hijo-Imagen.
         
El resultado final de estas consideraciones teológicas, basadas en los datos revelados, es que solamente el Hijo tiene en su propiedad personal divina la capacidad, o tendencia, de manifestarse objetiva y visiblemente, es decir, humanamente y por ello: solamente el Hijo podía encarnarse.

         
Estas especulaciones parecería simples elucubraciones teológicas si no tuviesen un alcance enorme para nuestra vida cristiana; precisamente nos hacen entender en alguna medida la importancia del dogma trinitario y de su revelación. No fue un lujo de parte de Dios el darnos a conocer la intimidad de su vida trinitaria; sino que al revelárnosla mediante la encarnación del Hijo, no sólo nos reveló lo que Dios es en sí, sino también lo que es para nosotros y todo ello de una forma libre, gratuita y amorosa.




Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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Jesús el Buen Pastor




P. Adolfo Franco, S.J.

PASCUA
Domingo IV

Juan 10, 27-30

Jesús el Buen Pastor; hay que seguir los pasos del Buen Pastor y dejarse cuidar de Él


Jesús se llama a sí mismo el Buen Pastor, y con esto nos dice la relación que tiene con nosotros, lo que El es para nosotros. Jesús nos cuida, nos protege, nos defiende, nos da la vida, nos da seguridad; y todo esto mientras estemos cerca de El y oigamos su voz y sigamos sus pasos.

La enseñanza de Jesús es clara, y supone una relación mutua, relación de ambas partes. En el párrafo de hoy se nos dice: Mis ovejas escuchan mi voz. Aquí se nos está diciendo cómo debe ser nuestra actitud con el Buen Pastor. Escuchar su voz significa más que obedecer a la voz del pastor. Por supuesto que eso también; pero además supone un conocimiento de la misma persona del Pastor que guía a las ovejas. El sonido de la voz del Pastor les da seguridad y alegría porque les hace sentir su presencia y las características de su persona. Saben que las cuida y que las alimenta. Se fían de El porque les ha dado muestras de mucho amor. Incluso a veces las ha defendido arriesgando su propia vida, cuando ha venido el lobo a atacarlas. Por eso escuchan su voz, esa voz tiene el sonido del amor y así le prestan atención. Y obedecen a lo que esa voz les enseña. El seguimiento de Jesús es eso: no se trata solo de obedecer sus mandamientos, lo que El nos ha enseñado, sino conocerlo a El mismo con mucho amor, porque de El brota un manantial de vida que son sus enseñanzas, que nos manifiestan también lo que El nos ama. Es importante esto: escuchar sus enseñanzas nos debe llevar a conocer que todo en El es amor: conocer el amor que hay en su enseñanza.

Por eso continúa diciendo: Yo las conozco y ellas me siguen. Qué importante es saber esto; que somos conocidos por el Señor. El me conoce personalmente. Y nos conoce amorosamente: es la forma de conocer que tiene Jesús: su conocimiento es a la vez amistad, comprensión y acogida. Y esto dirigido inequívocamente a mi propia persona. Me conoce personalmente a mí como soy, me acepta así, y se alegra de tenerme cerca como se alegran los amigos de estar cerca el uno del otro. Y por eso sus ovejas le siguen: no se pueden desprender de El: hay una corriente interior que surge en las ovejas, y que las arrastra para que nunca se separen del Buen Pastor. Ese es el seguimiento: saber que sin El no podemos hacer nada, que sin El estamos perdidos. Seguirlo a El es la única manera que esas ovejas encuentran de vivir. Y seguirlo es también imitarlo: recorrer sus mismos caminos interiores: el camino del servicio, el camino de la entrega, el camino del perdón, de la pureza y de la confianza en Dios. Escuchar su voz es seguirlo a El, es vivir su propia vida y tener sus mismos sentimientos.

Y así El les da la vida eterna. y así no perecerán jamás. El nos da la vida: significa muchas cosas: primero que dio su propia vida por nosotros: amar hasta la muerte, amar con toda la sangre. Ese es el amor y la vida que El nos da. Y así nos hace participar de su propia vida. Hasta lo máximo, porque El se convierte en el alimento de nuestra vida. Y nos da una vida diferente, que se le llama la vida eterna, pero que no es sólo para después de la muerte, sino que es una vida ya desde ahora plena y cabal: todo lo que se puede desear de vida, de vitalidad, de paz, de esperanza y de elevación, de ideales, está encerrado en el don vital que nos da. Este don maravilloso es la vida de la gracia que es una vida que no termina, y por eso se añade que sus ovejas no perecerán jamás. Tienen una vida que no se extingue; además con su protección, la del Buen Pastor, nadie las puede hacer perecer.


Y así nadie las arrebatará de su mano. No habrá fuerza capaz de arrebatarle a Jesús ni una sola de sus ovejas, de las que le siguen y que conocen su voz. Y esto porque el Padre está con Jesús (son uno y mismo Dios), y el Padre es más fuerte que todo, y El es el que ha dado a Jesús estas ovejas, entre las que esperamos contarnos nosotros. Que nadie las pueda arrebatar de Jesús, quiere decir que nadie hay más fuerte, nadie es más poderoso. Que no hay ni enemigos externos, ni circunstancias, que puedan arrebatarlas de sus poderosas manos. Y también quiere decir que no nos separaremos nunca de El. Que nunca nos separemos de este Buen Pastor. Y esto se debe, no a nuestra debilidad, sino a su fuerza. El deseo de seguir siempre a este Buen Pastor, produce en nosotros una adhesión irrompible, porque es la fuerza de la atracción del Corazón del Señor, la que nos mantendrá unidos, si escuchamos siempre su voz.


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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Itinerario de la Misericordia - 5° Mes



Sexta recomendación

Continuamos nuestro itinerario, recordando que debemos mantener nuestra actitud y disponibilidad de conversión permanente, pidiendo la gracia a Dios durante nuestra oración, de ser sus instrumentos para realizar las obras de misericordia con nuestros hermanos, de esta manera nos permita reconocer las ocasiones de necesidad de nuestros hermanos.

Asimismo, como fruto de nuestra comunión con Dios, que sea la caridad el motor que nos mueva a realizar estas obras, para que progresivamente estas prácticas se vayan constituyendo como parte de nuestro proceder y no realizarlas sólo porque nos pueda permitir acceder a la gracia jubilar.

Para poder ir practicando las obras de misericordia, seguimos reflexionando en esta ocasión sobre las espirituales.


Enseñar al que no sabe

En este caso el que no sabe se entiende que es el que comete pecados por no saberlo.

Es más fácil decirlo que hacerlo. Hacer esto puede ser extremadamente difícil, pero es sumamente necesario ahora más que nunca.

¿Por qué es tan difícil? Por la sencilla razón de que hemos nacido orgullosos y no deseamos renunciar a los hábitos viejos y arraigados, y si son malos hábitos los llamamos “vicios”.

A menudo nos aferramos a lo malo, lo sucio, lo feo, lo impuro, lo poco saludable, y al pecado. Pero explicarle la razón por la que la gente está en pecado no necesariamente es juzgarles, sino sólo darles información. Difícilmente el Papa Francisco haya querido decir que no se debe ni siquiera informar a los pecadores el por qué pecan, cuando advierte que no hay que juzgar.

Un ejemplo común merece nuestra atención. ¿A los que cohabitan y están viviendo en pecado, alguien debería decirles y explicarles claramente las razones por que esto está mal? ¿Cuáles podrían ser algunas de las razones para explicar por qué está mal?

Aquí están algunas:
  • El sexo prematrimonial o fornicación es un pecado mortal.
  • La persona se priva de los Sacramentos, tanto de la Confesión y la Santa Eucaristía.
  • Si nacen niños, entonces es un escándalo, lo que significa que se les está dando mal ejemplo.
  • Se está haciendo un escándalo público, aunque muchos lo están haciendo ahora.
  • La mayoría no tienen derecho a hacerlo a los ojos de Dios.
  • Cada persona en esa actitud erosiona su conciencia.
  • Por último, la persona está crucificando al Señor Jesús, viviendo en pecado mortal y si mueren en este estado podría perder su alma inmortal por toda la eternidad.

Dios premia al que se avise al pecador y por traerlo de vuelta al camino correcto, y nos promete la salvación y la expiación de muchos de nuestros pecados personales con sólo traer de vuelta a un pecador extraviado.

Leamos las palabras del Apóstol Santiago:

“Hermanos míos, si uno de ustedes se desvía de la verdad y otro lo hace volver, sepan que el que hace volver a un pecador de su mal camino salvará su vida de la muerte y obtendrá el perdón de numerosos pecados“. (Santiago 5: 19-20)


FUENTE: http://forosdelavirgen.org/

Jesús misericordioso y la pecadora




PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 20 de abril de 2016




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy queremos detenernos en un aspecto de la misericordia bien representado en el pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado. Se trata de un hecho que le sucedió a Jesús mientras era huésped de un fariseo de nombre Simón. Ellos habían querido invitar a Jesús a su casa porque había escuchado hablar bien de Él como un gran profeta. Y mientras estaban sentados comiendo, entra una mujer conocida por todos en la ciudad como una pecadora. Esta, sin decir una palabra, se pone a los pies de Jesús y rompe a llorar; sus lágrimas lavan los pies de Jesús y ella los seca con sus cabellos, luego los besa y los unge con un aceite perfumado que ha llevado consigo.

Sobresale el contraste entre las dos figuras: la de Simón, el celante servidor de la ley, y la de la anónima mujer pecadora. Mientras el primero juzga a los demás de acuerdo a las apariencias, la segunda con sus gestos expresa con sinceridad su corazón. Simón, aun habiendo invitado a Jesús, no quiere comprometerse ni involucrar su vida con el Maestro; la mujer, al contrario, se confía plenamente a Él, con amor y veneración.

El fariseo no concibe que Jesús se deje «contaminar» por los pecadores. Él piensa que si fuera realmente un profeta debería reconocerlos y tenerlos lejos para no ser manchado, como si fueran leprosos. Esta actitud es típica de un cierto modo de entender la religión, y está motivada por el hecho que Dios y el pecado se oponen radicalmente. Pero la Palabra de Dios nos enseña a distinguir entre el pecado y el pecador: con el pecado no es necesario llegar a compromisos, mientras los pecadores —es decir, ¡todos nosotros!— somos como enfermos, que necesitan ser curados, y para curarlos es necesario que el médico se les acerque, los visite, los toque. ¡Y naturalmente el enfermo, para ser sanado, debe reconocer que necesita del médico!

Entre el fariseo y la mujer pecadora, Jesús toma partido por esta última. Jesús, libre de prejuicios que impiden a la misericordia expresarse, la deja hacer. Él, el Santo de Dios, se deja tocar por ella sin temer ser contaminado. Jesús es libre, libre porque es cercano a Dios que es Padre misericordioso. Y esta cercanía a Dios, Padre misericordioso, da a Jesús la libertad. Es más, entrando en relación con la pecadora, Jesús pone fin a aquella condición de aislamiento a la que el juicio despiadado del fariseo y de sus conciudadanos —los cuales la explotaban— la condenaba: «Tus pecados quedan perdonados» (v. 48). La mujer ahora puede ir «en paz». El Señor ha visto la sinceridad de su fe y de su conversión; por eso delante a todos proclama: «Tu fe te ha salvado, vete en paz» (v. 50). De una parte aquella hipocresía del doctor de la ley, de otra la sinceridad, la humildad y la fe de la mujer. Todos nosotros somos pecadores, pero muchas veces caemos en la tentación de la hipocresía, de creernos mejores que los demás y decimos: «Mira tu pecado…». Por el contrario, todos nosotros debemos mirar nuestro pecado, nuestras caídas, nuestras equivocaciones y mirar al Señor. Esta es la línea de la salvación: la relación entre «yo» pecador y el Señor. Si yo me considero justo, esta relación de salvación no se da.

En este momento, un asombro aún más grande invade a todos los comensales: «¿Quién es este que hasta perdona los pecados?» (v. 49). Jesús no da una respuesta explícita, pero la conversión de la pecadora está ante los ojos de todos y demuestra que en Él resplandece la potencia de la misericordia de Dios, capaz de transformar los corazones.

La mujer pecadora nos enseña la relación entre fe, amor y agradecimiento. Le han sido perdonados «muchos pecados» y por esto ama mucho; por el contrario «a quien poco se le perdona, poco amor muestra» (v. 47). Incluso el mismo Simón debe admitir que ama más quien ha sido perdonado más. Dios ha encerrado a todos en el mismo misterio de misericordia; y de este amor, que siempre nos precede, todos nosotros aprendemos a amar. Como recuerda san Pablo: «En Él (Cristo) tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia» (Ef 1, 7-8). En este texto, el término «gracia» es prácticamente sinónimo de misericordia, y se dice que es «abundante», es decir, más allá de nuestra expectativa, porque actúa el proyecto salvífico de Dios para cada uno de nosotros.


Queridos hermanos, ¡estemos muy agradecidos por el don de la fe, demos gracias al Señor por su amor tan grande e inmerecido! Dejemos que el amor de Cristo se derrame en nosotros: de este amor se sacia el discípulo y sobre éste se funda; de este amor cada uno se puede nutrir y alimentar. Así, en el amor agradecido que derramamos a su vez sobre nuestros hermanos, en nuestras casas, en la familia, en la sociedad se comunica a todos la misericordia del Señor.




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Tomado de:
http://w2.vatican.va/

El llamado al publicano Mateo



PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 13 de abril de 2016




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hemos escuchado el Evangelio de la llamada de Mateo. Mateo era un «publicano», es decir un recaudador de impuestos para el imperio romano, y por esto, considerado un pecador público. Pero Jesús lo llama a seguirlo y a convertirse en su discípulo. Mateo acepta, y lo invita a cena en su casa junto a los discípulos. Entonces surge una discusión entre los fariseos y los discípulos de Jesús por el hecho de que ellos comparten la mesa con los publicanos y los pecadores: «¡Pero tú no puedes ir a la casa de estas personas!», decían ellos. Jesús, de hecho, no los aleja, más bien los frecuenta en sus casas y se sienta al lado de ellos; esto significa que también ellos pueden convertirse en sus discípulos. Y además es verdad que ser cristiano no nos hace impecables. Como el publicano Mateo, cada uno de nosotros se encomienda a la gracia del Señor, a pesar de los propios pecados.

Todos somos pecadores, todos hemos pecado. Llamando a Mateo, Jesús muestra a los pecadores que no mira su pasado, la condición social, las convenciones exteriores, sino que más bien les abre un futuro nuevo. Una vez escuché un dicho bonito: «No hay santo sin pasado y no hay pecador sin futuro». Esto es lo que hace Jesús. No hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro. Basta responder a la invitación con el corazón humilde y sincero.

La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su perdón. La vida cristiana, entonces, es escuela de humildad que nos abre a la gracia.

Un comportamiento así no es comprendido por quien tiene la presunción de creerse «justo» y de creerse mejor que los demás.

Soberbia y orgullo no permiten reconocerse necesitados de salvación, más bien, impiden ver el rostro misericordioso de Dios y de actuar con misericordia. Son un muro. La soberbia y el orgullo son un muro que impide la relación con Dios.

Y, sin embargo, la misión de Jesús es precisamente ésta: venir en busca de cada uno de nosotros, para sanar nuestras heridas y llamarnos a seguirlo con amor. Lo dice claramente: «No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal» (v. 12). ¡Jesús se presenta como un buen médico! Él anuncia el Reino de Dios, y los signos de su venida son evidentes: Él cura de las enfermedades, libera del miedo, de la muerte y del demonio. Frente a Jesús ningún pecador es excluido —ningún pecador es excluido— porque el poder sanador de Dios no conoce enfermedades que no puedan ser curadas; y esto nos debe dar confianza y abrir nuestro corazón al Señor para que venga y nos sane. Llamando a los pecadores a su mesa, Él los cura restableciéndolos en aquella vocación que ellos creían perdida y que los fariseos han olvidado: la de los invitados al banquete de Dios. Según la profecía de Isaías: «Hará Yahveh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados. Se dirá aquel día: Ahí tenéis a nuestro Dios: esperamos que nos salve; éste es Yahveh en quien esperábamos; nos regocijamos y nos alegramos por su salvación» (25, 6-9).

Si los fariseos ven en los invitados sólo pecadores y rechazan sentarse con ellos, Jesús por el contrario les recuerda que también ellos son comensales de Dios.

De este modo, sentarse en la mesa con Jesús significa ser transformados y salvados por Él. En la comunidad cristiana la mesa de Jesús es doble: está la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía (cf. Dei Verbum, 21). Son estas las medicinas con las cuales el Médico Divino nos cura y nos nutre. Con la primera —la Palabra— Él se revela y nos invita a un diálogo entre amigos. Jesús no tenía miedo de dialogar con los pecadores, los publicanos, las prostitutas... ¡Él no tenía miedo: amaba a todos! Su Palabra penetra en nosotros y, como un bisturí, actúa en profundidad para liberarnos del mal que se anida en nuestra vida.

A veces esta Palabra es dolorosa porque incide sobre hipocresías, desenmascara las falsas excusas, pone al descubierto las verdades escondidas; pero al mismo tiempo ilumina y purifica, da fuerza y esperanza, es un reconstituyente valioso en nuestro camino de fe. La Eucaristía, por su parte, nos nutre de la vida misma de Jesús y, como un remedio muy potente, de modo misterioso renueva continuamente la gracia de nuestro Bautismo. Acercándonos a la Eucaristía nosotros nos nutrimos del Cuerpo y la Sangre de Jesús, y sin embargo, viniendo a nosotros, ¡es Jesús que nos une a su Cuerpo!

Concluyendo ese diálogo con los fariseos, Jesús les recuerda una palabra del profeta Oseas (6, 6): «Id, pues, a aprender qué significa aquello de: misericordia quiero, que no sacrificio» (Mt 9, 13). Dirigiéndose al pueblo de Israel el profeta lo reprendía porque las oraciones que elevaba eran palabras vacías e incoherentes. A pesar de la alianza de Dios y la misericordia, el pueblo vivía frecuentemente con una religiosidad «de fachada», sin vivir en profundidad el mandamiento del Señor. Es por eso que el profeta insiste: «misericordia quiero», es decir la lealtad de un corazón que reconoce los propios pecados, que se arrepiente y vuelve a ser fiel a la alianza con Dios. «Y no sacrificio»: ¡sin un corazón arrepentido cada acción religiosa es ineficaz! Jesús aplica esta frase profética también a las relaciones humanas: aquellos fariseos eran muy religiosos en la forma, pero no estaban dispuestos a compartir la mesa con los publicanos y los pecadores; no reconocían la posibilidad de un arrepentimiento y, por eso, de una curación; no colocan en primer lugar la misericordia: aun siendo fieles custodios de la Ley, ¡demostraban no conocer el corazón de Dios! Es como si a ti te regalaran un paquete, donde dentro hay un regalo y tú, en lugar de ir a buscar el regalo, miras sólo el papel que lo envuelve: sólo las apariencias, la forma, y no el núcleo de la gracia, ¡del regalo que es dado!

Queridos hermanos y hermanas, todos nosotros estamos invitados a la mesa del Señor. Hagamos nuestra la invitación de sentarnos al lado de Él junto a sus discípulos. Aprendamos a mirar con misericordia y a reconocer en cada uno de ellos un comensal nuestro. Somos todos discípulos que tienen necesidad de experimentar y vivir la palabra consoladora de Jesús. Tenemos todos necesidad de nutrirnos de la misericordia de Dios, porque es de esta fuente que brota nuestra salvación. ¡Gracias!



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.


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La limosna



JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA JUBILAR

Sábado 9 de abril de 2016




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio que hemos escuchado nos permite descubrir un aspecto esencial de la misericordia: la limosna. Puede parecer algo sencillo dar limosna, pero debemos prestar atención para no vaciar este gesto del gran contenido que posee. De hecho, el término «limosna», deriva del griego y significa precisamente «misericordia». La limosna, por tanto, debería llevar consigo toda la riqueza de la misericordia. Y como la misericordia tiene mil caminos, mil modalidades, así la limosna se expresa de muchas maneras, para aliviar el malestar de los que están necesitados.

El deber de la limosna es tan antiguo como la Biblia. El sacrificio y la limosna eran dos deberes a los que la persona religiosa debía atenerse. Hay páginas importantes en el Antiguo Testamento, donde Dios exige una atención particular por los pobres que, puntualmente, son los que no tienen nada, los extranjeros, los huérfanos y las viudas. En la Biblia esto es un tema constante: el necesitado, la viuda, el extranjero, el forastero, el huérfano... se repite continuamente. Porque Dios quiere que su pueblo mire a estos hermanos nuestros; es más, diré que están precisamente en el centro del mensaje: alabar a Dios con el sacrificio y alabar a Dios con la limosna.

Junto con la obligación de acordarse de ellos, se da también una indicación preciosa: «Cuando le des algo, se lo has de dar de buena gana» (Dt 15, 10). Esto significa que la caridad requiere, sobre todo, una actitud de alegría interior. Ofrecer misericordia no puede ser un peso o un fastidio del que liberarnos rápidamente. Cuánta gente se justifica a sí misma para no dar limosna diciendo: «Pero, ¿cómo será este? Este al que voy a dar, quizá irá a comprarse vino para emborracharse». Pero si él se emborracha, ¡es porque no tiene otro camino! Y tú, ¿qué haces a escondidas que nadie ve? Y tú, ¿eres juez de ese pobre hombre que te pide una moneda para un vaso de vino? Me gusta recordar el episodio del viejo Tobías que, después de haber recibido una gran suma de dinero, llamó a su hijo y los instruyó con estas palabras: «Como todos los que practican la justicia. Haz limosna. […] No vuelvas la cara ante ningún pobre y Dios no apartará de ti su cara» (Tb 4, 7-8). Son palabras muy sabias que ayudan a entender el valor de la limosna.

Jesús, como hemos escuchado, nos ha dejado una enseñanza insustituible al respecto. Sobre todo, nos pide que no demos limosna para ser elogiados o admirados por los hombres por nuestra generosidad. Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha (cf. Mt 6, 3). No es la apariencia lo que cuenta, sino la capacidad de detenerse para mirar a la cara a la persona que pide ayuda. Cada uno de nosotros puede preguntarse: «¿Soy capaz de pararme y mirar a la cara, mirar a los ojos, a la persona que me está pidiendo ayuda? ¿Soy capaz?». No debemos identificar, por tanto, la limosna con la simple moneda ofrecida deprisa, sin mirar a la persona y sin detenerse para hablar y entender qué necesita realmente. Al mismo tiempo, debemos distinguir entre los pobres y las distintas formas de mendicidad que no hacen ningún bien a los verdaderos pobres. En resumen, la limosna es un gesto de amor que se dirige a los que encontramos; es un gesto de atención sincera a quien se acerca a nosotros y pide nuestra ayuda, hecho en el secreto donde solo Dios ve y comprende el valor del acto realizado.

Pero dar limosna también debe ser para nosotros algo que sea un sacrificio. Yo recuerdo una madre: tenía tres hijos, de seis, cinco y tres años, más o menos. Y siempre enseñaba a sus hijos que se debía dar limosna a las personas que la pedían. Era la hora de la comida: cada uno estaba tomando un filete a la milanesa, como se dice en mi tierra, «empanado». Llaman a la puerta. El mayor va a abrir y vuelve: «Mamá, hay un pobre que pide para comer». «¿Qué hacemos?», le pregunta a la madre. «¡Le damos —dicen todos—, le damos!». —«Bien: toma la mitad de tu filete, tú toma la otra mitad, tú la otra mitad, y hacemos dos bocadillos». — «¡Ah no, mamá, no!». —«¿No? Tú da del tuyo, da de lo que te cuesta». Esto es implicarse con el pobre. Yo me privo de algo mío para dártelo a ti. Y a los padres les digo: educad a vuestros hijos a dar así la limosna, a ser generosos con lo que tienen.


Hagamos nuestras entonces las palabras del apóstol Pablo: «En todo os he enseñado que es así, trabajando como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir”» (Hch 20, 35; cf. 2 Cor 9, 7). ¡Gracias!






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Tomado de:
http://w2.vatican.va/