Palabras del Papa al final del Sínodo


Con un corazón lleno de reconocimiento y de gratitud, finalizados los trabajos del Sínodo, el Papa se dirigió a todos los participantes: “Puedo decir serenamente que -con un espíritu de colegialidad y de sinodalidad- hemos vivido verdaderamente una experiencia de "sínodo", un recorrido solidario, un "camino juntos"- expresó. Y siendo un "camino" -como todo camino- hubo momentos de profunda consolación, escuchando el testimonio de pastores verdaderos y los testimonios de las familias que han participado del Sínodo. Y también hubo momentos de desolación, de tensión y de tentación.


Seguidamente Francisco dibujó un mapa de posibles tentaciones: La tentación del endurecimiento hostil; del “buenismo destructivo”. La tentación de transformar la piedra en pan y el pan en piedra; la tentación de descender de la cruz; de descuidar el “depositum fidei”, considerándose no custodios, sino propietarios y patrones, o, por otra parte, ¡la tentación de descuidar la realidad utilizando una lengua minuciosa y un lenguaje inflado para decir tantas cosas y no decir nada!”.


El Sucesor de Pedro afirmó que las tentaciones no nos deben ni asustar ni desconcertar, ni mucho menos desanimar. Si Jesús fue tentado, sus discípulos no deben esperarse un tratamiento mejor. Esta es la Iglesia –dijo el Papa-, que no tiene miedo de arremangarse las manos para derramar el olio y el vino sobre las heridas de los hombres; que no mira a la humanidad desde un castillo de vidrio para juzgar y clasificar a las personas, compuesta de pecadores, necesitados de Su misericordia. Esta es la Iglesia que busca ser fiel a su Esposo y a su doctrina; que no tiene miedo de comer y beber con las prostitutas y publicanos; que tiene las puertas abiertas para recibir a los necesitados, los arrepentidos y ¡no sólo los justos o aquellos que creen ser perfectos!


Y concluyó sosteniendo que cuando la Iglesia se expresa en comunión, no puede equivocarse: es la belleza y la fuerza del sensus fidei de aquel sentido sobre natural de la fe, que viene dado por el Espíritu Santo para que, juntos, podamos todos entrar en el corazón del Evangelio y aprender a seguir a Jesús en nuestra vida, y esto no debe ser visto como motivo de confusión y malestar.


Dijo que “la Iglesia es de Cristo y todos los Obispos con el Sucesor de Pedro, tienen la tarea y el deber de custodiarla y de servirla, no como patrones sino como servidores. El Papa en este contexto no es el señor supremo sino más bien el supremo servidor; el garante de la obediencia, de la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y al Tradición de la Iglesia poniendo de parte todo arbitrio personal, aunque – por voluntad de Cristo mismo – “el pastor y doctor supremo de todos los fieles” (Can. 749) y además gozando “de la potestad ordinaria que es suprema, plena, inmediata y universal de la iglesia” (Cf. Cann. 331-334)”.


El Vicario de Cristo explicó que “todavía tenemos un año para madurar con verdadero discernimiento espiritual, las ideas propuestas y encontrar soluciones concretas a las tantas dificultades e innumerables desafíos que las familias deben afrontar; para dar respuesta a tantos desánimos que circundan y sofocan a las familias, un año para trabajar sobre la “Relatio Sinody” que es el reasunto fiel y claro de todo lo que fue dicho y discutido en esta aula y en los círculos menores".


Texto completo de las palabras del Papa al final del Sínodo:


Queridos: Eminencias, Beatitudes, Excelencias, hermanos y hermanas:


¡Con un corazón lleno de reconocimiento y de gratitud quiero agradecer junto a ustedes
al Señor que nos ha acompañado y nos ha guiado en los días pasados, con la luz del Espíritu Santo!


Agradezco de corazón a S. E. Card. Lorenzo Baldisseri, Secretario General del Sínodo, S. E. Mons. Fabio Fabene, Sub-secretario, y con ellos agradezco al Relator S. E. Card. Peter Erdő y el Secretario Especial S. E. Mons. Bruno Forte, a los tres Presidentes delegados, los escritores, los consultores, los traductores, y todos aquellos que han trabajado con verdadera fidelidad y dedicación total a la Iglesia y sin descanso: ¡gracias de corazón!


Agradezco igualmente a todos ustedes, queridos Padres Sinodales, Delegados fraternos, Auditores, Auditoras y Asesores por su participación activa y fructuosa. Los llevare en las oraciones, pidiendo al Señor los ¡recompense con la abundancia de sus dones de su gracia!


Puedo decir serenamente que – con un espíritu de colegialidad y de sinodalidad – hemos vivido verdaderamente una experiencia de "sínodo", un recorrido solidario, un "camino juntos".


Y siendo “un camino" – como todo camino – hubo momentos de corrida veloz, casi de querer vencer el tiempo y alcanzar rápidamente la meta; otros momentos de fatiga, casi hasta de querer decir basta; otros momentos de entusiasmo y de ardor. Momentos de profunda consolación, escuchando el testimonio de pastores verdaderos (Cf. Jn. 10 y Cann. 375, 386, 387) que llevan en el corazón sabiamente, las alegrías y las lágrimas de sus fieles. Momentos de gracia y de consuelo, escuchando los testimonios de las familias que han participado del Sínodo y han compartido con nosotros la belleza y la alegría de su vida matrimonial. Un camino donde el más fuerte se ha sentido en el deber de ayudar al menos fuerte, donde el más experto se ha prestado a servir a los otros, también a través del debate. Y porque es un camino de hombres, también hubo momentos de desolación, de tensión y de tentación, de las cuales se podría mencionar alguna posibilidad:


La tentación del endurecimiento hostil, esto es el querer cerrarse dentro de lo escrito (la letra) y no dejarse sorprender por Dios, por el Dios de las sorpresas (el espíritu); dentro de la ley, dentro de la certeza de lo que conocemos y no de lo que debemos todavía aprender y alcanzar. Es la tentación de los celantes, de los escrupulosos, de los apresurados, de los así llamados "tradicionalistas" y también de los intelectualistas.


La tentación del “buenismo” destructivo, que a nombre de una misericordia engañosa venda las heridas sin primero curarlas y medicarlas; que trata los síntomas y no las causa y las raíces. Es la tentación de los "buenistas", de los temerosos y también de los así llamados “progresistas y liberalistas”.


La tentacion de transformar la piedra en pan para romper el largo ayuno, pesado y doloroso (Cf. Lc 4, 1-4) y también de transformar el pan en piedra , y tirárla contra los pecadores, los débiles y los enfermos (Cf. Jn 8,7) de transformarla en “fardos insoportables” (Lc 10,27).


- La tentación de descender de la cruz, para contentar a la gente, y no permanecer, para cumplir la voluntad del Padre; de ceder al espíritu mundano en vez de purificarlo y inclinarlo al Espíritu de Dios.


- La Tentación de descuidar el “depositum fidei”, considerándose no custodios, sino propietarios y patrones, o por otra parte, la tentación de descuidar la realidad utilizando ¡una lengua minuciosa y un lenguaje pomposo para decir tantas cosas y no decir nada!


Queridos hermanos y hermanas, las tentaciones no nos deben ni asustar ni desconcertar, ni mucho menos desanimar, porque ningún discípulo es más grande de su maestro; por lo tanto si Jesús fue tentado – y además llamado Belcebú (Cf. Mt 12,24) – sus discípulos no deben esperarse un tratamiento mejor.


Personalmente me hubiera preocupado mucho y entristecido sino hubieran estado estas tenciones y estas discusiones animadas; este movimiento de los espíritus, como lo llamaba San Ignacio (EE, 6) si todos hubieran estado de acuerdo o taciturnos en una falsa y quietista paz. En cambio he visto y escuchado – con alegría y reconocimiento – discursos e intervenciones llenos de fe, de celo pastoral y doctrinal, de sabiduría, de franqueza, de coraje y parresia. Y he sentido que ha sido puesto delante de sus ojos el bien de la Iglesia, de las familias y la“suprema lex”: la “salus animarum” (Cf. Can. 1752). Y esto siempre sin poner jamás en discusión la verdad fundamental del Sacramento del Matrimonio: la indisolubilidad, la unidad, la fidelidad y la procreatividad, o sea la apertura a la vida (Cf. Cann. 1055, 1056 y Gaudium et Spes, 48).


Esta es la Iglesia, la viña del Señor, la Madre fértil y la Maestra premurosa, que no tiene miedo de aremangarse las manos para derramar el olio y el vino sobre las heridas de los hombres (Cf. Lc 10,25-37); que no mira a la humanidad desde un castillo de vidrio para juzgar y clasificar a las personas. Esta es la Iglesia Una, Santa, Católica y compuesta de pecadores, necesitados de Su misericordia. Esta es la Iglesia, la verdadera esposa de Cristo, que busca ser fiel a su Esposo y a su doctrina. Es la Iglesia que no tiene miedo de comer y beber con las prostitutas y los publicanos (Cf. Lc 15). La Iglesia que tiene las puertas abiertas para recibir a los necesitados, los arrepentidos y ¡no sólo a los justos o aquellos que creen ser perfectos! La Iglesia que no se avergüenza del hermano caído y no finge de no verlo, al contrario, se siente comprometida y obligada a levantarlo y a animarlo a retomar el camino y lo acompaña hacia el encuentro definitivo con su Esposo, en la Jerusalén celeste. 


¡Esta es la Iglesia, nuestra Madre! Y cuando la Iglesia, en la variedad de sus carismas, se expresa en comunión, no puede equivocarse: es la belleza y la fuerza del sensus fidei, de aquel sentido sobre natural de la fe, que viene dado por el Espíritu Santo para que, juntos, podamos todos entrar en el corazón del Evangelio y aprender a seguir a Jesús en nuestra vida, y esto no debe ser visto como motivo de confusión y malestar.


Tantos comentadores han imaginado ver una Iglesia en litigio donde una parte esta contra la otra, dudando hasta del Espíritu Santo, el verdadero promotor y garante de la unidad y de la armonía en la Iglesia. El Espíritu Santo que a lo largo de la historia ha conducido siempre la barca, a través de sus Ministros, también cuando el mar era contrario y agitado y los Ministros infieles y pecadores.


Y, como he osado decirles al inicio, era necesario vivir todo esto con tranquilidad y paz interior también, porque el sínodo se desarrolla cum Petro et sub Petro, y la presencia del Papa es garantía para todos.


Por lo tanto, la tarea del Papa es aquella de garantizar la unidad de la Iglesia; es aquella de recordar a los fieles su deber de seguir fielmente el Evangelio de Cristo; es aquella de recordar a los pastores que su primer deber es nutrir la grey que el Señor les ha confiado y de salir a buscar – con paternidad y misericordia y sin falsos miedos – la oveja perdida.


Su tarea es la de recordar a todos que la autoridad en la Iglesia es servicio (Cf. Mc 9,33-35) como ha explicado con claridad el Papa Benedicto XVI con palabras que cito textualmente: “la Iglesia esta llamada y se empeña en ejercitar este tipo de autoridad que es servicio, y la ejercita no a título propio, sino en el nombre de Jesucristo… a través de los Pastores de la Iglesia, de hecho, Cristo apacienta a su grey: es Él que la guía, la protege, la corrige porque la ama profundamente. Pero el Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio Apostólico, hoy los Obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro … participaran en este misión suya de cuidar al pueblo de Dios, de ser educadores de la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad cristiana, o como dice el Concilio,“cuidando sobre todo que cada uno de los fieles sean guiados en el Espíritu santo a vivir según el Evangelio su propia vocación, a practicar una caridad sincera y operosa y a ejercitar aquella libertad con la que Cristo nos ha librado” (Presbyterorum Ordinis, 6)… Y a través de nosotros – continua el Papa Benedicto – es que el Señor llega a las almas, las instruyen las custodia, las guía. San Agustín en su Comentario al Evangelio de San Juan dice: “Sea por lo tanto un empeño de amor apacentar la grey del Señor” (123,5); esta es la suprema norma de conducta de los ministros de Dios, un amor incondicional, como aquel del buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos, atento a los cercanos y premuroso con los lejanos (Cf. S. Agustín, Discurso 340, 1; Discurso 46,15),delicado con los más débiles, los pequeños, los simples, los pecadores, para manifestar la infinita misericordia de Dios con las confortantes de la esperanza (Cf. Id., Carta 95,1)” (Benedicto XVI Audiencia General, miércoles, 26 de mayo de 2010).


Por lo tanto la Iglesia es de Cristo – es su esposa – y todos los Obispos del Sucesor de Pedro, tienen la tarea y el deber de custodiarla y de servirla, no como patrones sino como servidores. El Papa en este contexto no es el señor supremo sino más bien el supremo servidor – “Il servus servorum Dei”; el garante de la obediencia , de la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y al Tradición de la Iglesia poniendo de parte todo arbitrio personal, siendo también – por voluntad de Cristo mismo – “el Pastor y Doctor supremo de todos los fieles” (Can. 749) y gozando “de la potestad ordinaria que es suprema, plena, inmediata y universal de la iglesia” (Cf. Cann. 331-334).


Queridos hermanos y hermanas, ahora todavía tenemos un año para madurar con verdadero discernimiento espiritual, las ideas propuestas y encontrar soluciones concretas a las tantas dificultades e innumerables desafíos que las familias deben afrontar; para dar respuesta a tantos desánimos que circundan y sofocan a las familias, un año para trabajar sobre la “Relatio Synodi” que es el reasunto fiel y claro de todo lo que fue dicho y discutido en esta aula y en los círculos menores.


¡El Señor nos acompañe y nos guie en este recorrido para gloria de Su nombre con la intercesión de la Virgen María y de San José! ¡Y por favor no se olviden de rezar por mí!.



(Traducción del italiano: jesuita Guillermo Ortiz y Renato Martinez)



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Agradecemos al P. Adolfo por compartir esta información.

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Mensaje de la Asamblea del Sínodo sobre los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización



Ciudad del Vaticano, 18 octubre 2014 (VIS).-Esta mañana en la Oficina de Prensa de la Santa Sede ha tenido lugar la conferencia de presentación del Mensaje de la III Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos dedicada a ''Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización'' (5-19 de octubre). Han intervenido los cardenales Raymundo Damasceno Assis, arzobispo de Aparecida (Brasil), Presidente delegado; Gianfranco Ravasi, Presidente del Pontificio Consejo para la Cultura, Presidente de la Comisión para el Mensaje y Oswald Gracias, arzobispo de Bombay (India). Sigue el texto integral:

''Los Padres Sinodales, reunidos en Roma junto al Papa Francisco en la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos a todas las familias de los distintos continentes y en particular a aquellas que siguen a Cristo, que es camino, verdad y vida. Manifestamos nuestra admiración y gratitud por el testimonio cotidiano che ofrecen a la Iglesia y al mundo con su fidelidad, su fe, su esperanza y su amor.

Nosotros, pastores de la Iglesia, también nacimos y crecimos en familias con las más diversas historias y desafíos. Como sacerdotes y obispos nos encontramos y vivimos junto a familias que, con sus palabras y sus acciones, nos mostraron una larga serie de esplendores y también de dificultades.

La misma preparación de esta asamblea sinodal, a partir de las respuestas al cuestionario enviado a las Iglesias de todo el mundo, nos permitió escuchar la voz de tantas experiencias familiares. Después, nuestro diálogo durante los días del Sínodo nos ha enriquecido recíprocamente, ayudándonos a contemplar toda la realidad viva y compleja de las familias.

Queremos presentarles las palabras de Cristo: ''Yo estoy ante la puerta y llamo, Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo''. Como lo hacía durante sus recorridos por los caminos de la Tierra Santa, entrando en las casas de los pueblos, Jesús sigue pasando hoy por las calles de nuestras ciudades. En sus casas se viven a menudo luces y sombras, desafíos emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La oscuridad se vuelve más densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se insinúan el el mal y el pecado en el corazón mismo de la familia.

Ante todo, está el desafío de la fidelidad en el amor conyugal. La vida familiar suele estar marcada por el debilitamiento de la fe y de los valores, el individualismo, el empobrecimiento de las relaciones, el stress de una ansiedad que descuida la reflexión serena. Se asiste así a no pocas crisis matrimoniales, que se afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana.

Entre tantos desafíos queremos evocar el cansancio de la propia existencia. Pensamos en el sufrimiento de un hijo con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en el deterioro neurológico de la vejez, en la muerte de un ser querido. Es admirable la fidelidad generosa de tantas familias que viven estas pruebas con fortaleza, fe y amor, considerándolas no como algo que se les impone, sino como un don que reciben y entregan, descubriendo a Cristo sufriente en esos cuerpos frágiles.

Pensamos en las dificultades económicas causadas por sistemas perversos, originados ''en el fetichismo del dinero y en la dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano'', que humilla la dignidad de las personas. Pensamos en el padre o en la madre sin trabajo, impotentes frente a las necesidades aun primarias de su familia, o en los jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así pueden ser presa de la droga o de la criminalidad.

Pensamos también en la multitud de familias pobres, en las que se aferran a una barca para poder sobrevivir, en las familias prófugas que migran sin esperanza por los desiertos, en las que son perseguidas simplemente por su fe o por sus valores espirituales y humanos, en las que son golpeadas por la brutalidad de las guerras y de distintas opresiones. Pensamos también en las mujeres que sufren violencia, y son sometidas al aprovechamiento, en la trata de personas, en los niños y jóvenes víctimas de abusos también de parte de aquellos que debían cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y en los miembros de tantas familias humilladas y en dificultad. Mientras tanto, ''la cultura del bienestar nos anestesia y [?] todas estas vidas truncadas por la falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera''. Reclamamos a los gobiernos y a las organizaciones internacionales que promuevan los derechos de la familia para el bien común.

Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie. Agradecemos a los pastores, a los fieles y a las comunidades dispuestos a acompañar y a hacerse cargo de las heridas interiores y sociales de los matrimonios y de las familias.

También está la luz que resplandece al atardecer detrás de las ventanas en los hogares de las ciudades, en las modestas casas de las periferias o en los pueblos, y aún en viviendas muy precarias. Brilla y calienta cuerpos y almas. Esta luz, en el compromiso nupcial de los cónyuges, se enciende con el encuentro: es un don, una gracia que se expresa ?como dice el Génesis? cuando los dos rostros están frente a frente, en una ''ayuda adecuada'', es decir semejante y recíproca. El amor del hombre y de la mujer nos enseña que cada uno necesita al otro para llegar a ser él mismo, aunque se mantiene distinto del otro en su identidad, que se abre y se revela en el mutuo don. Es lo que expresa de manera sugerente la mujer del Cantar de los Cantares: ''Mi amado es mío y yo soy suya? Yo soy de mi amado y él es mío''.

El itinerario, para que este encuentro sea auténtico, comienza en el noviazgo, tiempo de la espera y de la preparación. Se realiza en plenitud en el sacramento del matrimonio, donde Dios pone su sello, su presencia y su gracia. Este camino conoce también la sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran aun más allá del vigor y de la frescura juvenil. El amor tiende por su propia naturaleza a ser para siempre, hasta dar la vida por la persona amada. Bajo esta luz, el amor conyugal, único e indisoluble, persiste a pesar de las múltiples dificultades del límite humano, y es uno de los milagros más bellos, aunque también es el más común.

Este amor se difunde naturalmente a través de la fecundidad y la generatividad, que no es sólo la procreación, sino también el don de la vida divina en el bautismo, la educación y la catequesis de los hijos. Es también capacidad de ofrecer vida, afecto, valores, una experiencia posible también para quienes no pueden tener hijos. Las familias que viven esta aventura luminosa se convierten en un testimonio para todos, en particular para los jóvenes.

Durante este camino, que a veces es un sendero de montaña, con cansancios y caídas, siempre está la presencia y la compañía de Dios. La familia lo experimenta en el afecto y en el diálogo entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas. Además lo vive cuando se reúne para escuchar la Palabra de Dios y para orar juntos, en un pequeño oasis del espíritu que se puede crear por un momento cada día. También está el empeño cotidiano de la educación en la fe y en la vida buena y bella del Evangelio, en la santidad. Esta misión es frecuentemente compartida y ejercitada por los abuelos y las abuelas con gran afecto y dedicación. Así la familia se presenta como una auténtica Iglesia doméstica, que se amplía a esa familia de familias que es la comunidad eclesial. Por otra parte, los cónyuges cristianos son llamados a convertirse en maestros de la fe y del amor para los matrimonios jóvenes.
Hay otra expresión de la comunión fraterna, y es la de la caridad, la entrega, la cercanía a los últimos, a los marginados, a los pobres, a las personas solas, enfermas, extrajeras, a las familias en crisis, conscientes de las palabras del Señor: ''Hay más alegría en dar que en recibir''. Es una entrega de bienes, de compañía, de amor y de misericordia, y también un testimonio de verdad, de luz, de sentido de la vida.

La cima que recoge y unifica todos los hilos de la comunión con Dios y con el prójimo es la Eucaristía dominical, cuando con toda la Iglesia la familia se sienta a la mesa con el Señor. Él se entrega a todos nosotros, peregrinos en la historia hacia la meta del encuentro último, cuando Cristo ''será todo en todos''. Por eso, en la primera etapa de nuestro camino sinodal, hemos reflexionado sobre el acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados en nueva unión.

Nosotros, los Padres Sinodales, pedimos que caminen con nosotros hacia el próximo Sínodo. Entre ustedes late la presencia de la familia de Jesús, María y José en su modesta casa. También nosotros, uniéndonos a la familia de Nazaret, elevamos al Padre de todos nuestra invocación por las familias de la tierra:

Padre, regala a todas las familias la presencia de esposos fuertes y sabios, que sean manantial de una familia libre y unida.
Padre, da a los padres una casa para vivir en paz con su familia.
Padre, concede a los hijos que sean signos de confianza y de esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable y fiel.
Padre, ayuda a todos a poder ganar el pan con sus propias manos, a gustar la serenidad del espíritu y a mantener viva la llama de la fe también en tiempos de oscuridad.
Padre, danos la alegría de ver florecer una Iglesia cada vez más fiel y creíble, una ciudad justa y humana, un mundo que ame la verdad, la justicia y la misericordia''.




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Agradecemos al P. Adolfo por el envío de esta información.

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El principal mandamiento

P. Adolfo Franco, S.J.

DOMINGO XXX
del Tiempo Ordinario

Mateo 22, 34-40

El Señor subraya una vez más qué es lo central en la conducta cristiana y qué es lo fundamental en nuestra vida.


Los diversos grupos de prestigio y de poder en la sociedad judía, se han hecho enemigos de Jesús; les incomoda que un pobre hombre de la plebe tenga tanto ascendiente sobre el pueblo; les incomoda que las multitudes se asombren de su sabiduría y de sus palabras. Les incomoda que ponga al descubierto su falta de sinceridad y su vanidad; les fastidia que les hable de forma tan directa, porque no les gusta la verdad.

Por eso varias veces le buscaron para hacerle preguntas capciosas para desautorizarlo. Y en esta ocasión le van a preguntar una pregunta especialmente difícil: de todos los mandamientos (innumerables) del buen judío ¿cuál es el más importante? Y Jesús, en respuesta, les recuerda lo que ya sabían: El primer mandamiento es “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente¼ y el segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo, como a ti mismo”. De hecho los fariseos ya lo sabían, la pregunta era ociosa; pero querían ver hasta qué punto ese Maestro había penetrado la esencia de lo que Dios mandó a su pueblo.

Así que éste es el principal mandamiento. Y a nosotros también Jesús, con este motivo nos recuerda lo principal del ser cristiano: Amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo.

En esto consiste la esencia de la Religión, la esencia del ser cristiano. Pero examinando lo que este mandamiento dice, nos podemos preguntar: ¿es verdad que se puede amar a Dios? O cuando se habla de amor a Dios ¿no nos estaremos refiriendo a una relación imprecisa, indefinida, que sólo llamamos amor por costumbre, dando en este caso un significado diferente a esta palabra “amor”?

Cuando hablamos del amor humano, entre seres humanos, sabemos a qué nos referimos. Y todos entendemos que este amor es algo real, preciso. Cuando se habla del amor que una madre o un padre sienten por su hijo, sabemos de qué hablamos. Hablamos del amor entre amigos, como una realidad que enriquece la vida de las personas. Hablamos del amor entre hombre y mujer, como una exultación, algo verdadero, palpable y específico. ¿Se parece a esto lo que debemos tener para con Dios? ¿El corazón, y su lenguaje de afectos, de sueños y de atracción, se emociona por Dios?

En la Biblia Dios mismo nos responde a esa pregunta, sobre si el amor a Dios es de verdad amor. El nos habla de su ternura para con nosotros, de cómo nos cuida. Se compara a una madre que no puede olvidar el fruto de sus entrañas. Es un Padre que todas las tardes sale para ver si llega el hijo que se fue. Es un esposo que busca a su amada en los campos, entre las flores. Es un amigo fiel, que defiende a sus amigos. Y en la plenitud de los tiempos, es Alguien que tanto desborda de amor por nosotros, que nos da lo mejor que tiene: su Hijo, el único que tiene.

Esto por lo que hace al amor de Dios a nosotros, pero ¿y el amor de nosotros con El? El amor de una persona a Dios se puede convertir en manantial de gozo ¿es verdad? ¿Se le pueda amar tanto que este afecto nos llene hasta incluso los latidos: de modo que digamos que ese amor nos hace volar por encima de todas las cosas? Es absolutamente verdad. Se puede tener una plenitud incomparable, experimentando que el corazón se nos escapa hacia Dios, y que El es el descanso donde me siento tranquilo y sosegado. Y esto no es una idea que se piensa, sino algo que se experimenta, y que hace florecer la vida. Y esta verdadera experiencia no es una creación subjetiva de la imaginación, sino lo más real de lo real.

Se puede experimentar la certeza de su presencia. Hay formas de saber muy diferentes; diversas formas de certeza: los objetos y los métodos del conocimiento varían mucho; y también varían mucho los efectos que estos distintos saberes producen en nosotros. Pero el saber que más alegría nos da es el conocimiento cierto de que Aquel a quien amamos está junto a nosotros (el amor busca la presencia). A veces se llega a esta gran alegría por una certeza descubierta de repente: Dios me envuelve, como una atmósfera en la que vivo abrigado y protegido; Dios es presente porque me invade, y se expande dentro de mí, como la sangre que me recorre de pies a cabeza.


Amar a Dios es posible para todo ser humano, y especialmente para un cristiano. Y no solo es una posibilidad, sino que es la meta a la que deberíamos tender todos los que tenemos el don incomparable de la fe en Dios. Y cuando este amor es concedido por Dios, El hace que rebalse hacia fuera, que en el prójimo le manifestemos la verdad de nuestro amor.



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
Para acceder a otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.

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A Dios, lo que es de Dios

El P. Adolfo Franco, S.J. nos comparte su reflexión sobre el evangelio del Domingo XXIX del T.O. "El Señor nos enseña a ser buenos cristianos y también buenos ciudadanos". Acceda AQUÍ.

Homilía de la Solemnidad del Señor de los Milagros

Compartimos la homilía de nuestro Director, el P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J. dedicada al Señor de los Milagros. Acceda AQUÍ.

El Señor de los Milagros

En Perú dedicamos este mes de octubre a la devoción al Señor de los Milagros, cuya imagen recorre las calles del centro de Lima. Para mayor información sobre su devoción acceda AQUÍ.

¿Qué es el Año Litúrgico? - 3° Parte

En este artículo del P. Rodrigo Sánchez Arjona S.J., continuamos profundizando en el Año Litúrgico y en esta oportunidad, iniciamos una serie de artículos sobre el Domingo, su significado y su historia en nuestra liturgia. Acceda AQUÍ.

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Presentamos este artículo del P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. donde podemos apreciar la relación de la Misa en la Iglesia primitiva con la devoción a la Eucaristía y su significado. Acceda AQUÍ.

La Iglesia - 33º Parte: Estructura Jerárquica de la Iglesia - La infalibilidad de Pedro

El P. Ignacio Garro, S.J. continúa brindándonos su estudio sobre la Iglesia, en esta oportunidad nos presenta la Infalibilidad de Pedro, que también se extiende a los Papas, quienes son sus sucesores, entre los apartados que nos ofrece destacan las consecuencias de la infalibilidad del Papa y su fundamentación bíblica. Es fundamental conocer estos temas ante los constantes cuestionamientos de personas no católicas. Acceda AQUÍ.

Adoración Eucarística para la Santificación de los Sacerdotes y la maternidad espiritual - Berthe Petit

Berthe Petit es una gran mística belga, a través de visiones Jesús le enseñó cuál sería su vocación y al sacerdote por quién debía orar. Acceda AQUÍ.

Parábola de los invitados a la boda

El P. Adolfo Franco, S.J. nos comparte su reflexión sobre el evangelio del Domingo XXVIII del T.O. "Dios siempre nos está haciendo llegar invitaciones. Siempre nos invita a su fiesta y su fiesta es mejor que todas las nuestras". Acceda AQUÍ.

A Dios, lo que es de Dios

P. Adolfo Franco, S.J.


DOMINGO XXIX
del tiempo ordinario

Mateo 22, 15-21

El Señor nos enseña que debemos ser buenos cristianos y también buenos ciudadanos.


A Jesús sus enemigos le pusieron muchas trampas “intelectuales”, para desprestigiarlo o para dejarlo mal parado. El evangelio de hoy, nos narra una de esas trampas. A Cristo quieren ponerlo entre la espada y la pared, y para eso le hacen una pregunta comprometida: ¿damos tributo al César, o no?. Si responde: hay que dar tributo, entonces queda como poco patriota, como colaborador de los romanos dominadores; si dice: no hay que dar tributo, entonces puede ser calificado de subversivo, enemigo de la ley y del orden, y puede ser juzgado como rebelde. Los fariseos deben estar satisfechos con esa prueba de ingenio. ¿Y cómo se sale Jesús de la trampa? Les da una respuesta tan justa y tan nítida, que sus adversarios quedan de nuevo desconcertados. Aunque no se trata fundamentalmente de buscar una salida ingeniosa. Jesús no va a competir con los fariseos a ver quién es más agudo. Esta no es una competencia intelectual. Se trata de otra cosa.

Y para que la respuesta suya sea más clara, Jesús pide a sus interlocutores una moneda de las que se usaban para pagar el tributo. Con esto va a ser más evidente el mensaje que quiere darles.

Jesús sabe ver lo más hondo de la realidad, incluso en cada circunstancia pequeña ve lo esencial. Los fariseos, en cambio, se dedican a las cosas pequeñitas, a ver la trampa, a gozarse de lo hábiles que son para poner preguntas difíciles a ese galileo ignorante. Y ya se están regocijando con su propia astucia.

Jesús toma el asunto en serio y va a lo que hay de importante en esta pregunta y con la moneda en la mano responde a sus interlocutores: Hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y al hablarles a ellos, nos está hablando a todos nosotros, y orientando nuestra vida en todos los ámbitos en los que ésta es vivida por nosotros.

Vamos a hacer caso al Señor, y  por eso es básico que examinemos qué es lo  de Dios, para dárselo a El y qué es lo del César, para dárselo al César. Imaginemos que tenemos un cuarto donde guardamos todas nuestras cosas, objetos, cualidades, ilusiones, todo lo que es nuestro. Y los cogemos uno por uno, y les miramos la etiqueta, como se las miramos a las prendas de vestir. Y empezamos, para ver si esto es del César o es de Dios. El tiempo, del que dispongo, que es lo que dura mi vida; esto es de Dios (El es quien me da tanto tiempo o menos); la vida misma, también es de Dios. Mis ilusiones, son de Dios. Mis buenas acciones, mi actividad, mis objetos, la riqueza, poca o mucha que tengo, mis relaciones de amistad, mis proyectos, mis realizaciones.

Y después de un largo examinar cosa por cosa, que están ahí, resulta que todo le pertenece a Dios. No hay nada en mí que no sea de Dios. Entonces: dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, ¿qué significa si todo es de Dios?. Pero Cristo está afirmando que es voluntad de Dios que algunas cosas (de las muchas que El nos ha dado) pertenezcan de alguna forma al César, y que se las demos al César por mandato de Dios mismo.

Y entonces, por voluntad de Dios, damos al César, por ejemplo toda nuestra participación en la vida social, la obediencia a las leyes civiles, la responsabilidad en la vida política. Todo lo que pertenece a la vida civil, es lo que Dios quiere que demos al César; aunque todo en última instancia venga de Dios.

Pero también esta frase hay que entenderla en otro sentido más de fondo: que tenemos nuestra vida viviendo en dos planos en el natural y en el sobrenatural: uno sería el César y el otro es Dios. Y ahí también se aplica el mandato de Jesús: vivir la vida natural con sus compromisos, obligaciones y responsabilidades; y vivir la vida sobrenatural con su dedicación de tiempo, de entrega y de ilusión. Hay que vivir anclado en lo natural, en lo material, donde quiere Dios que vivamos, en este tramo de la vida que hay hasta la muerte, pero que a la vez tengamos una seria dedicación a la vida sobrenatural, al mundo de Dios.


Es Dios mismo el que quiere que vivamos simultáneamente en el tiempo y en la eternidad. Es Dios mismo el que nos ha dado un ser complejo, que es materia y espíritu, que vive en el tiempo y que mira a la eternidad: un ser que debe respetar al César y, por encima de todo apuntar hacia Dios.

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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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Parábola de los invitados a la boda

P. Adolfo Franco, S.J.


DOMINGO XXVIII
del Tiempo Ordinario

Mateo 22, 1-14

Dios siempre nos está haciendo llegar invitaciones. Siempre nos invita a su fiesta y su fiesta es mejor que todas las nuestras.


¿Quién se casa? Nada menos que el hijo del Rey. Y ha enviado tarjetas de invitación a muchas personas. De eso trata esta parábola que nos narra hoy el Evangelio. Muchos invitados no quisieron asistir. Y el Rey insiste, casi suplica a los invitados diciéndoles que el banquete está preparado. Y nadie hizo caso de esta insistencia, sino que cada uno se marchó a sus propios asuntos, y algunos incluso mataron a los mensajeros.

Es una nueva lección dirigida a los fariseos, para que acepten la invitación a la boda del hijo del Rey, o sea para que acepten la salvación que nos trae Jesús. Y ellos no aceptaron la invitación a esta boda y a este banquete.

El Señor sigue invitando, también ahora, a la boda de su Hijo. ¿Con quién se casa? Esta forma de hablar sobre el matrimonio referido a Dios es frecuente en la Sagrada Escritura. Con frecuencia se refiere a la Alianza que Dios establece con su pueblo, en el Antiguo Testamento. Dios considera al pueblo como su esposa, y por eso le reprocha el que sea esposa infiel, cuando se aparta de los compromisos de esa alianza. Y también en el Nuevo Testamento se habla en los términos de matrimonio, para referirse a las relaciones de Cristo con la Iglesia.

Se trata entonces en esta parábola de la invitación a participar en este matrimonio de Cristo con la nueva humanidad, que se hará mediante la redención. Algo muy serio y maravilloso es esta invitación a la boda del Hijo del Rey. Y no se trata de ser espectadores de esta ceremonia, sino de quedar involucrados: somos parte de esa Iglesia con la que se casa el Hijo del Rey.

Pero hay muchas excusas: cuántas habrá recibido de los invitados el Señor. Y cada uno tiene sus propias razones. Dios nos invita a ser sus íntimos (con la intimidad del amor), y algunos prefieren estar lejos, porque este compromiso absorbe demasiado; hay que estar en los propios asuntos, distraídos en una vida cotidiana llena de rutinas y de ocupaciones, con las que vamos llenando nuestro tiempo. Cada uno sabe bien que el Señor nos invita a la intimidad, y no nos atrevemos. Estamos muy ocupados con los asuntos de este mundo, y nuestra mente,  nuestros corazones están atrapados dentro de los horizontes de este mundo. Y el “emisario” insiste y nos vuelve a invitar a la boda del Hijo del Rey.

Por otra parte aceptar la invitación en forma total de alguna manera nos hace como salir de este mundo, para de alguna manera vivir en otra dimensión. Y esa es la principal dificultad que ponemos para no entrar en el banquete: decimos  hay que pisar tierra, y de tanto pisar tierra nos hundimos algún tantito en esa tierra.

Y no es que el aceptar la invitación, o sea el dar el paso a la otra dimensión, nos haga irreales. No se nos invita a la evasión; porque tenemos que vivir la vida real que Dios nos regala; pero atrevernos a salir a esa nueva dimensión es en verdad entrar más en la realidad (no hay nada más real que Dios); y es la mejor manera de vivir la vida que Dios nos regala.

Pero en esta lucha contra la invitación, hay quienes prefieren matar a los mensajeros que llevan la invitación, y terminan matando también al Hijo del Rey. Hay quienes matan a Dios en su interior, para evitar el ser invitado de nuevo. Que se callen todas las voces molestas, que nos llaman, que nos recuerdan la invitación. Matar al mensajero, y cuando no, bastan unos buenos tapones que nos impidan oír esas voces que nos exigen participar en la Boda. Qué terrible constatar que hay personas que matan a Dios dentro de sí mismos.

Participar en la Boda es una forma bella de decirnos que entrar en ese misterio es asistir a la Fiesta: estamos destinados a vivir la vida como una fiesta, y eso se realiza aceptando la invitación a la Boda del Hijo del Rey.


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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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¿Qué es el Año Litúrgico? - 3° Parte

P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.


2. EL DOMINGO

2.1.   HISTORIA

En la iglesia primitiva el día de la Resurrección del Señor recibió diversos nombres, que vamos a recordar ahora:

Los evangelistas llaman a este día “el primer día de la semana”. Así nos dicen que en la mañana del primer día de la semana resucitó Jesús y se manifestó a los suyos (Mt. 28,1; Mc. 16,9; Lc. 24,1; Jn. 20,1). Después de aparecer a las mujeres ya Pedro, el “mismo día” se manifestó a los discípulos de Emaús, que “lo reconocieron en la fracción del pan” (Lc. 24,35) y se hizo presente en medio de los discípulos reunidos, a quienes dijo: “Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros” y “Recibid el Espíritu Santo…” (Jn. 20,21-23).

Por el Apocalipsis sabemos que los cristianos llamaban también al día de la Resurrección el “día del Señor”. La expresión empleada por el Apocalipsis fue traducida por Tertuliano como Dies Dominicus, de donde  vino nuestro vocablo “Domingo”, para indicar en castellano el día de la Resurrección de Jesús.

El día de la Resurrección del Señor recibió también el nombre del día del sol, pues así llamaban los romanos al “primer día” de la semana judía. San Justino (+165) explicando las costumbres de los cristianos escribía:

“Nos reunimos todos el día del sol, porque es el primer día en que Dios, sacando de las tinieblas la materia, creó el mundo, y este mismo día Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de los muertos” (1° Apolog. 67,3)

La carta de Bernabé le da al día de la Resurrección el nombre de “día octavo” (15,9). Bajo la influencia de los pitagóricos, para quienes el número ocho era el símbolo del descanso, de lo acabado, de lo definitivo, los SS.PP. quisieron indicar con el ocho que con la Pascua del Señor la eternidad había entrado en el tiempo, que lo definitivo en el campo religioso estaba ya presente en la historia humana. Y por ello usaron con frecuencia la expresión día octavo como sinónimo del domingo.

Esta variedad de nombres nos está indicando que la celebración del día domingo era algo esencial en la vida de las iglesias primitivas. Y por ello el Concilio Vaticano II con toda razón nos ha enseñado que la “Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o “domingo” (SC. 106)

Que la costumbre de celebrar la Pascua del Señor cada ocho días tenga sus raíces en los mismos evangelios, lo constatamos leyendo el siguiente pasaje del evangelio de San Juan:

“Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando bien cerradas, por miedo de los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, llegó Jesús, se pone delante y les dice: Paz a vosotros... Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Estando bien cerradas las puertas, llega Jesús, se pone delante y les dice: Paz a vosotros” (Jn. 19-29)

En la época apostólica las iglesias celebraban el domingo con la liturgia eucarística, como nos lo confirma aquel pasaje de los Hechos de los Apóstoles, en donde San Pablo aparece hablando a unos fieles “congregados el primer día de la semana para partir el pan” (Hechos 20,7). El mismo Pablo recomendaba a los fieles de Corinto hacer una colecta para los necesitados de Jerusalén en la reunión del “primer día de la semana” (1 Cor. 16,1-4)

A fines del siglo I la Didajé nos habla del domingo como una fiesta religiosa cristiana perfectamente guardada:

“El día del Señor reuníos para la fracción del pan y la eucaristía, después de haber confesado primero vuestros pecados, para que sea puro vuestro sacrificio” (14)

E Ignacio de Antioquía hacía de la observancia del domingo el signo principal de los cristianos:

“Los que vivían conforme al antiguo orden han venido a la nueva esperanza, no observando ya el sábado, sino el domingo, día en que alboreó nuestra vida por Cristo y por su muerte” (Ep. Ad Magnesios 9)

Los mártires de Bitinia, arrestados por reuniones ilícitas, al ser interrogados el 12 de febrero de 304 en Cartago por el procónsul Anulino respondieron: “Nosotros debemos celebrar el día del Señor. Es nuestra ley... Nosotros no podemos vivir sin celebrar el día del Señor”.


El emperador Constantino dio leyes para que se descansase del trabajo ordinario los domingos. Y de esta manera el día del Señor se convirtió en un día festivo por la celebración de la eucaristía y por la liberación del trabajo.



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Bibliografía: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón S.J. Año Litúrgico y Piedad Popular Católica. Lima, 1982

La Misa: 3° Parte - La palpitación popular en la Eucaristía de la Iglesia primitiva

P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.


El memorial litúrgico es una modalidad popular de la experiencia religiosa, pues apaga la sed espiritual del hombre al hacerle beber en las fuentes religiosas originarias. Por eso la Eucaristía, Memorial de la Pascua del Señor, a lo largo de los siglos ha sido popular en alto grado, porque el pueblo cristiano ama lo concreto y al mismo tiempo atisba a través del misterio litúrgico del pan y del vino la presencia de la muerte y de la resurrección de Jesús que poco a poco se va manifestando a los pobres de espíritu y a los limpios de corazón como el origen Fontal del Pueblo de la Nueva Alianza.

El célebre liturgista Odo Casel escribió con acierto:

“El misterio permanece siempre misterio y no todo se puede abrir inmediatamente a todos. Se revela poco a poco a los ojos de los limpios de corazón y a los humildes. Con esto no decimos ninguna cosa exótica, pues ni la formación intelectual, ni la cultura estética, sino sólo la humildad y la pureza interior dan acceso en forma franca a los divinos misterios” (Casel p. 125)

Si queremos ahora penetrar en la palpitación popular de la iglesia primitiva en sus celebraciones eucarísticas debemos ante todo fijar nuestra atención en los textos del N.T. que nos hablan de la institución de la Eucaristía (Mt. 26,26-28; Mc. 14,22-25; Lc. 22,19-20; 1 Cor. 11,23-25)

Al leer atentamente todos estos textos es fácil descubrir en ellos una rúbrica elemental de las celebraciones eucarísticas usada en las iglesias locales primitivas. Pablo y Lucas nos permiten situar la bendición del pan y de su consagración al final del segundo seder y nos dicen expresamente que después de haber cenado Jesús bendijo y consagró la copa de las bendiciones. Por su parte Mateo y Marcos colocan la consagración del vino a continuación de la del pan.

En todos estos textos aparecen también todos los grandes temas religiosos de la piedad popular judía vista en la Cena Pascual. En ellos hallamos la bendición y la alabanza, la nueva alianza sellada con la sangre del Cordero verdadero, el sacrificio de comunión y de expiación, y también el memorial litúrgico.

La orden del Señor dada a los apóstoles -“Haced esto en memorial mío”- es el lazo de unión entre la Cena del Señor, su cruz Gloriosa y la Eucaristía Cristiana.
La noción de “memorial” es una categoría bíblica, tradicional y rica para hacer derivar de ella los demás aspectos del misterio eucarístico; porque el memorial eucarístico dice relación ante todo a un acontecimiento pasado, pero también implica la idea de actualización y de anticipación: por una parte hace presente el acontecimiento de la Pascua del Señor conmemorado y celebrado y por la otra anticipa la salvación definitiva futura por la esperanza enraizada en la misma muerte y resurrección de Jesús.

La recuperación por la teología del concepto de “memorial” nos permite presentar los puntos esenciales del dogma católico en un lenguaje capaz de ser aceptado por los protestantes, ya que el memorial subraya el carácter histórico del culto católico centrado en un acontecimiento de la historia y salva el realismo del misterio eucarístico sin comprometer la unicidad y la suficiencia del sacrificio de la Cruz (Heb. 9,11-12)

A través del memorial hallamos en nuestra Misa ante todo el sacrificio de Cristo en el Calvario de forma real aunque de modo mistérico y sacramental. Hay, pues, una identidad numérica entre el sacrificio del Gólgota y el sacrificio de la Misa. La celebración eucarística re-presenta, es decir, hace presente de nuevo a través de los símbolos litúrgicos la inmolación redentora de Jesucristo. Se trata, por tanto, de un mismo sacrificio que tuvo lugar en un momento determinado de la historia humana, que está eternamente presente en el cielo y que se hace presente en la tierra por el rito eucarístico.

Los textos de la institución de la Eucaristía hablan claramente de la presencia en el rito del sacrificio expiatorio de Jesús: “Esto es mi cuerpo entregado por vosotros. Esta es mi cuerpo entregado por vosotros. Esta es mi sangre que se derrama por muchos en remisión de los pecados (Lc. 22,19; Mt. 14,24)”. Pero este sacrificio de Jesús es presentado por los evangelistas en la línea del sacrificio del Siervo de Yavé, es decir, de una inmolación personal hasta la muerte por fidelidad a Dios (Is. 53; Mt. 26,28; Jn. 10,17-18; 1Jn. 4,9-10)
El rito sacrificial siempre ha sido la manifestación de los sentimientos de sumisión ante Dios brotando del corazón humano. Por eso Jesús en la última cena manifestó culturalmente sus sentimientos de entrega amante al Padre en el pan y en el vino, símbolos que desde entonces hacen presentes ante la comunidad de los fieles su cuerpo inmolado y su sangre derramada en la Cruz. Así, pues la Cruz se hizo misteriosamente presente en la Última Cena y a través de esa Cena re-aparece en todas las celebraciones eucarísticas.

Cristo entregado libremente a la muerte por amor y obediencia al Padre aparece en la Misa como la meta sacrificial de todos los fieles. De ahí que la celebración eucarística se convierta por una parte en el momento cumbre de la unión mística del único sacrificio redentor con los sacrificios cotidianos de los católicos simbolizados en la colecta del dinero (1 Cor. 16,1-4), y por otra parte, en el lugar donde los fieles toman ánimos para seguir día a día ofreciéndose como víctimas vivas para dar sin cesar un culto espiritual agradable a Dios (Rom. 12,1-21; Col. 1,9-29)

Además, el memorial nos hace presente el sacrificio de comunión y alimenta la experiencia religiosa y la unión fraterna, ya que la participación del Cuerpo y de la Sangre del Señor abre los corazones cristianos al Padre y a los ciudadanos del Pueblo de Dios (1 Cor. 10,14-22)

La Eucaristía al ser recibida como banquete sagrado nos introduce cada vez más en la nueva alianza, nos robustece en ella, nos fortalece para no traicionarla. Por eso desde muy pronto se introdujeron en el rito de la preparación de la comunión la recitación del Padre Nuestro y el abrazo de la paz, para indicar con ello que la comunión nos une a Dios y a los hombres vistos como hijos del Padre. De ahí que antes de comulgar los católicos deben liberarse de todo sentimiento de odio o de enemistad (Mt. 5,23)


Lo dicho sobre el sacrificio de comunión nos lleva a considerar otro aspecto religioso de la Misa, es decir, la Eucaristía vista como el rito litúrgico dejado por Jesucristo para la renovación constante de la Nueva Alianza.



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Referencia bibliográfica: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. "La Misa en la religión del pueblo", Lima, 1983.
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