Catequesis sobre el Año de la Fe

Compartimos las últimas catequesis del Papa que brinda en las Audiencias de los miércoles, todas sobre la Fe:

El Año de la Fe - 17 de octubre
¿Qué es la Fe? - 24 de octubre
La Fe de la Iglesia - 31 de octubre
El deseo de Dios - 7 de noviembre
Los caminos que conducen al conocimiento de Dios - 14 de noviembre

El Año de la fe. Los caminos que conducen al conocimiento de Dios


BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI
Miércoles 14 de noviembre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado hemos reflexionado sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva en lo profundo de sí mismo. Hoy quisiera continuar profundizando en este aspecto meditando brevemente con vosotros sobre algunos caminos para llegar al conocimiento de Dios. Quisiera recordar, sin embargo, que la iniciativa de Dios precede siempre a toda iniciativa del hombre y, también en el camino hacia Él, es Él quien nos ilumina primero, nos orienta y nos guía, respetando siempre nuestra libertad. Y es siempre Él quien nos hace entrar en su intimidad, revelándose y donándonos la gracia para poder acoger esta revelación en la fe. Jamás olvidemos la experiencia de san Agustín: no somos nosotros quienes poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad quien nos busca y nos posee.
Hay caminos que pueden abrir el corazón del hombre al conocimiento de Dios, hay signos que conducen hacia Dios. Ciertamente, a menudo corremos el riesgo de ser deslumbrados por los resplandores de la mundanidad, que nos hacen menos capaces de recorrer tales caminos o de leer tales signos. Dios, sin embargo, no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, permanece cercano a nuestra vida, porque nos ama. Esta es una certeza que nos debe acompañar cada día, incluso si ciertas mentalidades difundidas hacen más difícil a la Iglesia y al cristiano comunicar la alegría del Evangelio a toda criatura y conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del mundo. Esta, sin embargo, es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y todo creyente debe vivirla con gozo, sintiéndola como propia, a través de una existencia verdaderamente animada por la fe, marcada por la caridad, por el servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión resplandece sobre todo en la santidad a la cual todos estamos llamados.

Hoy —lo sabemos— no faltan dificultades y pruebas por la fe, a menudo poco comprendida, contestada, rechazada. San Pedro decía a sus cristianos: «Estad dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto» (1 P 3, 15-16). En el pasado, en Occidente, en una sociedad considerada cristiana, la fe era el ambiente en el que se movía; la referencia y la adhesión a Dios eran, para la mayoría de la gente, parte de la vida cotidiana. Más bien era quien no creía quien tenía que justificar la propia incredulidad. En nuestro mundo la situación ha cambiado, y cada vez más el creyente debe ser capaz de dar razón de su fe. El beato Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio, subrayaba cómo la fe se pone a prueba incluso en la época contemporánea, permeada por formas sutiles y capciosas de ateísmo teórico y práctico (cf. nn. 46-47). Desde la Ilustración en adelante, la crítica a la religión se ha intensificado; la historia ha estado marcada también por la presencia de sistemas ateos en los que Dios era considerado una mera proyección del ánimo humano, un espejismo y el producto de una sociedad ya adulterada por tantas alienaciones. El siglo pasado además ha conocido un fuerte proceso de secularismo, caracterizado por la autonomía absoluta del hombre, tenido como medida y artífice de la realidad, pero empobrecido por ser criatura «a imagen y semejanza de Dios». En nuestro tiempo se ha verificado un fenómeno particularmente peligroso para la fe: existe una forma de ateísmo que definimos, precisamente, «práctico», en el cual no se niegan las verdades de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la existencia cotidiana, desgajados de la vida, inútiles. Con frecuencia, entonces, se cree en Dios de un modo superficial, y se vive «como si Dios no existiera» (etsi Deus non daretur). Al final, sin embargo, este modo de vivir resulta aún más destructivo, porque lleva a la indiferencia hacia la fe y hacia la cuestión de Dios.

En realidad, el hombre separado de Dios se reduce a una sola dimensión, la dimensión horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que en el siglo pasado han tenido consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad actual. Ofuscando la referencia a Dios, se ha oscurecido también el horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad que en lugar de ser liberadora acaba vinculando al hombre a ídolos. Las tentaciones que Jesús afrontó en el desierto antes de su misión pública representan bien a esos «ídolos» que seducen al hombre cuando no va más allá de sí mismo. Si Dios pierde la centralidad, el hombre pierde su sitio justo, ya no encuentra su ubicación en la creación, en las relaciones con los demás. No ha conocido ocaso lo que la sabiduría antigua evoca con el mito de Prometeo: el hombre piensa que puede llegar a ser él mismo «dios», dueño de la vida y de la muerte.

Frente a este contexto, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa nunca de afirmar la verdad sobre el hombre y su destino. El concilio Vaticano II afirma sintéticamente: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (const. Gaudium et spes, 19).

¿Qué respuestas está llamada entonces a dar la fe, con «delicadeza y respeto», al ateísmo, al escepticismo, a la indiferencia hacia la dimensión vertical, a fin de que el hombre de nuestro tiempo pueda seguir interrogándose sobre la existencia de Dios y recorriendo los caminos que conducen a Él? Quisiera aludir a algunos caminos que se derivan tanto de la reflexión natural como de la fuerza misma de la fe. Los resumiría muy sintéticamente en tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.

La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida buscó largamente la Verdad y fue aferrado por la Verdad, tiene una bellísima y célebre página en la que afirma: «Interroga a la belleza de la tierra, del mar, del aire amplio y difuso. Interroga a la belleza del cielo..., interroga todas estas realidades. Todos te responderán: ¡Míranos: somos bellos! Su belleza es como un himno de alabanza. Estas criaturas tan bellas, si bien son mutables, ¿quién la ha creado, sino la Belleza Inmutable?» (Sermón241, 2: PL 38, 1134). Pienso que debemos recuperar y hacer recuperar al hombre de hoy la capacidad de contemplar la creación, su belleza, su estructura. El mundo no es un magma informe, sino que cuanto más lo conocemos, más descubrimos en él sus maravillosos mecanismos, más vemos un designio, vemos que hay una inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza «se revela una razón tan superior que toda la racionalidad del pensamiento y de los ordenamientos humanos es, en comparación, un reflejo absolutamente insignificante» (Il Mondo come lo vedo io, Roma 2005). Un primer camino, por lo tanto, que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar la creación con ojos atentos.

La segunda palabra: el hombre. San Agustín, luego, tiene una célebre frase en la que dice: Dios es más íntimo a mí mismo de cuanto lo sea yo para mí mismo (cf. Confesiones III, 6, 11). A partir de ello formula la invitación: «No quieras salir fuera de ti; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad» (La verdadera religión, 39, 72). Este es otro aspecto que nosotros corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y disperso en el que vivimos: la capacidad de detenernos y mirar en profundidad en nosotros mismos y leer esa sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y remite a Alguien que la pueda colmar. ElCatecismo de la Iglesia católica afirma: «Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios» (n. 33).

La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no debemos olvidar que un camino que conduce al conocimiento y al encuentro con Dios es el camino de la fe. Quien cree está unido a Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así, su existencia se convierte en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene temor de mostrarse en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda amistad para el camino de todo hombre, y sabe dar lugar a luces de esperanza ante la necesidad de rescate, de felicidad, de futuro. La fe, en efecto, es encuentro con Dios que habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones y acciones concretas. No es espejismo, fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y anuncio del Evangelio, Buena Noticia capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una comunidad que sean activos y fieles al proyecto de Dios que nos ha amado primero, constituyen un camino privilegiado para cuantos viven en la indiferencia o en la duda sobre su existencia y su acción. Esto, sin embargo, pide a cada uno hacer cada vez más transparente el propio testimonio de fe, purificando la propia vida para que sea conforme a Cristo. Hoy muchos tienen una concepción limitada de la fe cristiana, porque la identifican con un mero sistema de creencias y de valores, y no tanto con la verdad de un Dios que se ha revelado en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre de tú a tú en una relación de amor con Él. En realidad, como fundamento de toda doctrina o valor está el acontecimiento del encuentro entre el hombre y Dios en Cristo Jesús. El Cristianismo, antes que una moral o una ética, es acontecimiento del amor, es acoger a la persona de Jesús. Por ello, el cristiano y las comunidades cristianas deben ante todo mirar y hacer mirar a Cristo, verdadero Camino que conduce a Dios.

...

Tomado de:
http://www.vatican.va

...

El Año de la fe. El deseo de Dios


BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles 7 de noviembre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

El camino de reflexión que estamos realizando juntos en este Año de la fe nos conduce a meditar hoy en un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre lleva en sí un misterioso deseo de Dios. De modo muy significativo, el Catecismo de la Iglesia católica se abre precisamente con la siguiente consideración: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (n. 27).

Tal afirmación, que también actualmente se puede compartir totalmente en muchos ambientes culturales, casi obvia, podría en cambio parecer una provocación en el ámbito de la cultura occidental secularizada. Muchos contemporáneos nuestros podrían objetar que no advierten en absoluto un deseo tal de Dios. Para amplios sectores de la sociedad Él ya no es el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que deja indiferente, ante la cual no se debe siquiera hacer el esfuerzo de pronunciarse. En realidad lo que hemos definido como «deseo de Dios» no ha desaparecido del todo y se asoma también hoy, de muchas maneras, al corazón del hombre. El deseo humano tiende siempre a determinados bienes concretos, a menudo de ningún modo espirituales, y sin embargo se encuentra ante el interrogante sobre qué es de verdad «el» bien, y por lo tanto ante algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué puede saciar verdaderamente el deseo del hombre?

En mi primera encíclica Deus caritas est he procurado analizar cómo se lleva a cabo ese dinamismo en la experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época se percibe más fácilmente como momento de éxtasis, de salir de uno mismo; como lugar donde el hombre advierte que le traspasa un deseo que le supera. A través del amor, el hombre y la mujer experimentan de manera nueva, el uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de lo real. Si lo que experimento no es una simple ilusión, si de verdad quiero el bien del otro como camino también hacia mi bien, entonces debo estar dispuesto a des-centrarme, a ponerme a su servicio, hasta renunciar a mí mismo. La respuesta a la cuestión sobre el sentido de la experiencia del amor pasa por lo tanto a través de la purificación y la sanación de lo que quiero, requerida por el bien mismo que se quiere para el otro. Se debe ejercitar, entrenar, también corregir, para que ese bien verdaderamente se pueda querer.

El éxtasis inicial se traduce así en peregrinación, «como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios» (Enc. Deus caritas est, 6). A través de ese camino podrá profundizarse progresivamente, para el hombre, el conocimiento de ese amor que había experimentado inicialmente. Y se irá perfilando cada vez más también el misterio que este representa: ni siquiera la persona amada, de hecho, es capaz de saciar el deseo que alberga en el corazón humano; es más, cuanto más auténtico es el amor por el otro, más deja que se entreabra el interrogante sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad que tiene de durar para siempre. Así que la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que remite más allá de uno mismo; es experiencia de un bien que lleva a salir de sí y a encontrase ante el misterio que envuelve toda la existencia.

Se podrían hacer consideraciones análogas también a propósito de otras experiencias humanas, como la amistad, la experiencia de lo bello, el amor por el conocimiento: cada bien que experimenta el hombre tiende al misterio que envuelve al hombre mismo; cada deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que jamás se sacia plenamente. Indudablemente desde tal deseo profundo, que esconde también algo de enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El hombre, en definitiva, conoce bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría experimentar esa felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón. No se puede conocer a Dios sólo a partir del deseo del hombre. Desde este punto de vista el misterio permanece: el hombre es buscador del Absoluto, un buscador de pasos pequeños e inciertos. Y en cambio ya la experiencia del deseo, del «corazón inquieto» —como lo llamaba san Agustín—, es muy significativa. Esta atestigua que el hombre es, en lo profundo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 28), un «mendigo de Dios». Podemos decir con las palabras de Pascal: «El hombre supera infinitamente al hombre» (Pensamientos, ed. Chevalier 438; ed. Brunschvicg 434). Los ojos reconocen los objetos cuando la luz los ilumina. De aquí el deseo de conocer la luz misma, que hace brillar las cosas del mundo y con ellas enciende el sentido de la belleza.

Debemos por ello sostener que es posible también en nuestra época, aparentemente tan refractaria a la dimensión trascendente, abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don de la fe no es absurdo, no es irracional. Sería de gran utilidad, a tal fin, promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de quien aún no cree como para quien ya ha recibido el don de la fe. Una pedagogía que comprende al menos dos aspectos. En primer lugar aprender o re-aprender el gusto de las alegrías auténticas de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan un rastro positivo, son capaces de pacificar el alma, nos hacen más activos y generosos. Otras, en cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían suscitado y entonces dejan a su paso amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Educar desde la tierna edad a saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbito de la existencia —la familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por las bellezas de la naturaleza—, significa ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la banalización y el aplanamiento hoy difundidos. Igualmente los adultos necesitan redescubrir estas alegrías, desear realidades auténticas, purificándose de la mediocridad en la que pueden verse envueltos. Entonces será más fácil soltar o rechazar cuanto, aun aparentemente atractivo, se revela en cambio insípido, fuente de acostumbramiento y no de libertad. Y ello dejará que surja ese deseo de Dios del que estamos hablando.

Un segundo aspecto, que lleva el mismo paso del precedente, es no conformarse nunca con lo que se ha alcanzado. Precisamente las alegrías más verdaderas son capaces de liberar en nosotros la sana inquietud que lleva a ser más exigentes —querer un bien más alto, más profundo— y a percibir cada vez con mayor claridad que nada finito puede colmar nuestro corazón. Aprenderemos así a tender, desarmados, hacia ese bien que no podemos construir o procurarnos con nuestras fuerzas, a no dejarnos desalentar por la fatiga o los obstáculos que vienen de nuestro pecado.

Al respecto no debemos olvidar que el dinamismo del deseo está siempre abierto a la redención. También cuando este se adentra por caminos desviados, cuando sigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el hombre esa chispa que le permite reconocer el verdadero bien, saborear y emprender así la remontada, a la que Dios, con el don de su gracia, jamás priva de su ayuda. Por lo demás, todos necesitamos recorrer un camino de purificación y de sanación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nada nos podrá ya arrancar. No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se abre la ventana hacia Dios, esto ya es señal de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. San Agustín también afirmaba: «Con la espera, Dios amplía nuestro deseo; con el deseo amplía el alma, y dilatándola la hace más capaz» (Comentario a la Primera carta de Juan, 4, 6: pl 35, 2009).

En esta peregrinación sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje también de quienes no creen, de quién está a la búsqueda, de quien se deja interrogar con sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y de bien. Oremos, en este Año de la fe, para que Dios muestre su rostro a cuantos le buscan con sincero corazón. Gracias.


...
Tomado de:
http://www.vatican.va
...

El Año de la fe. La fe de la Iglesia


BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles 31 de octubre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos con nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada mostré cómo la fe es un don, pues es Dios quien toma la iniciativa y nos sale al encuentro; y así la fe es una respuesta con la que nosotros le acogemos como fundamento estable de nuestra vida. Es un don que transforma la existencia porque nos hace entrar en la misma visión de Jesús, quien actúa en nosotros y nos abre al amor a Dios y a los demás.

Desearía hoy dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo otra vez de algunos interrogantes: ¿la fe tiene un carácter sólo personal, individual? ¿Interesa sólo a mi persona? ¿Vivo mi fe solo? Cierto: el acto de fe es un acto eminentemente personal que sucede en lo íntimo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi existencia la que da un vuelco, la que recibe una orientación nueva. En la liturgia del bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide la manifestación de la fe católica y formula tres preguntas: ¿Creéis en Dios Padre omnipotente? ¿Creéis en Jesucristo su único Hijo? ¿Creéis en el Espíritu Santo? Antiguamente estas preguntas se dirigían personalmente a quien iba a recibir el bautismo, antes de que se sumergiera tres veces en el agua. Y también hoy la respuesta es en singular: «Creo». Pero este creer mío no es el resultado de una reflexión solitaria propia, no es el producto de un pensamiento mío, sino que es fruto de una relación, de un diálogo, en el que hay un escuchar, un recibir y un responder; comunicar con Jesús es lo que me hace salir de mi «yo» encerrado en mí mismo para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no sólo a Jesús, sino también a cuantos han caminado y caminan por la misma senda; y este nuevo nacimiento, que empieza con el bautismo, continúa durante todo el recorrido de la existencia. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me es donada por Dios a través de una comunidad creyente que es la Iglesia y me introduce así, en la multitud de los creyentes, en una comunión que no es sólo sociológica, sino enraizada en el eterno amor de Dios que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal sólo si es también comunitaria: puede ser mi fe sólo si se vive y se mueve en el «nosotros» de la Iglesia, sólo si es nuestra fe, la fe común de la única Iglesia.
Los domingos, en la santa misa, recitando el «Credo», nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese «creo» pronunciado singularmente se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, donde cada uno contribuye, por así decirlo, a una concorde polifonía en la fe. El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza de modo claro así: «“Creer” es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre” [san Cipriano]» (n. 181). Por lo tanto la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante recordarlo.

Al principio de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, el día de Pentecostés —como narran los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 1-13)—, la Iglesia naciente recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor resucitado: difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena nueva del Reino de Dios, y conducir así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todo temor al proclamar lo que habían oído, visto y experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo comienzan a hablar lenguas nuevas anunciando abiertamente el misterio del que habían sido testigos. En los Hechos de los Apóstoles se nos refiere además el gran discurso que Pedro pronuncia precisamente el día de Pentecostés. Parte de un pasaje del profeta Joel (3, 1-5), refiriéndolo a Jesús y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquél que había beneficiado a todos, que había sido acreditado por Dios con prodigios y grandes signos, fue clavado en la cruz y muerto, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo. Con Él hemos entrado en la salvación definitiva anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será salvo (cf. Hch 2, 17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten personalmente interpelados, se arrepienten de sus pecados y se bautizan recibiendo el don del Espíritu Santo (cf.Hch 2, 37-41). Así inicia el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios fundado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo y cuyos miembros no pertenecen a un grupo social o étnico particular, sino que son hombres y mujeres procedentes de toda nación y cultura. Es un pueblo «católico», que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de cualquier confín, abatiendo todas las barreras. Dice san Pablo: «No hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos» (Col 3, 11).

La Iglesia, por lo tanto, desde el principio es el lugar de la fe, el lugar de la transmisión de la fe, el lugar donde, por el bautismo, se está inmerso en el Misterio Pascual de la muerte y resurrección de Cristo, que nos libera de la prisión del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce en la comunión con el Dios Trinitario. Al mismo tiempo estamos inmersos en la comunión con los demás hermanos y hermanas de fe, con todo el Cuerpo de Cristo, fuera de nuestro aislamiento. El concilio ecuménico Vaticano IIlo recuerda: «Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (Const. dogm. Lumen gentium, 9). Siguiendo con la liturgia del bautismo, observamos que, como conclusión de las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos «creo» respecto a las verdades de fe, el celebrante declara: «Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Jesucristo Señor nuestro». La fe es una virtud teologal, donada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El propio san Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma que les ha comunicado el Evangelio que a su vez también él había recibido (cf. 1 Co 15,3).

Existe una cadena ininterrumpida de vida de la Iglesia, de anuncio de la Palabra de Dios, de celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Ella nos da la garantía de que aquello en lo que creemos es el mensaje originario de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor, de donde surge todo el patrimonio de la fe. Dice el Concilio: «La predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin del tiempo» (Const. dogm. Dei Verbum, 8). De tal forma, si la Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente a fin de que los hombres de toda época puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Así, la Iglesia «con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las generaciones lo que es y lo que cree» (ibíd.).

Finalmente desearía subrayar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante observar cómo en el Nuevo Testamento la palabra «santos» designa a los cristianos en su conjunto, y ciertamente no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Entonces qué se quería indicar con este término? El hecho de que quienes tenían y vivían la fe en Cristo resucitado estaban llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndoles así en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios viviente. Y esto vale también para nosotros: un cristiano que se deja guiar y plasmar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, límites y dificultades, se convierte en una especie de ventana abierta a la luz del Dios vivo que recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris missio, afirmaba que «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (n. 2).

La tendencia, hoy difundida, a relegar la fe a la esfera de lo privado contradice por lo tanto su naturaleza misma. Necesitamos la Iglesia para tener confirmación de nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el apoyo de la gracia y el testimonio del amor. Así nuestro «yo» en el «nosotros» de la Iglesia podrá percibirse, a un tiempo, destinatario y protagonista de un acontecimiento que le supera: la experiencia de la comunión con Dios, que funda la comunión entre los hombres. En un mundo en el que el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas cada vez más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para todo el género humano (cf. Const. past. Gaudium et spes, 1). Gracias por la atención.

...

Tomado de:
http://www.vatican.va

...

El Año de la fe. ¿Qué es la fe?


BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles 24 de octubre de 2012



Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado, con el inicio del Año de la fe, empecé una nueva serie de catequesis sobre la fe. Y hoy desearía reflexionar con vosotros sobre una cuestión fundamental: ¿qué es la fe? ¿Tiene aún sentido la fe en un mundo donde ciencia y técnica han abierto horizontes hasta hace poco impensables? ¿Qué significa creer hoy? De hecho en nuestro tiempo es necesaria una renovada educación en la fe, que comprenda ciertamente un conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que sobre todo nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarle, de confiar en Él, de forma que toda la vida esté involucrada en ello.

Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual. A veces se tiene la sensación, por determinados sucesos de los que tenemos noticia todos los días, de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y más pacífica; las ideas mismas de progreso y bienestar muestran igualmente sus sombras. A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los éxitos de la técnica, hoy el hombre no parece que sea verdaderamente más libre, más humano; persisten muchas formas de explotación, manipulación, violencia, vejación, injusticia... Cierto tipo de cultura, además, ha educado a moverse sólo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo que se ve y se toca con las propias manos. Por otro lado crece también el número de cuantos se sienten desorientados y, buscando ir más allá de una visión sólo horizontal de la realidad, están disponibles para creer en cualquier cosa. En este contexto vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen a primera vista: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las nuevas generaciones? ¿En qué dirección orientar las elecciones de nuestra libertad para un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?
De estas preguntas insuprimibles surge como el mundo de la planificación, del cálculo exacto y de la experimentación; en una palabra, el saber de la ciencia, por importante que sea para la vida del hombre, por sí sólo no basta. El pan material no es lo único que necesitamos; tenemos necesidad de amor, de significado y de esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico también en la crisis, las oscuridades, las dificultades y los problemas cotidianos. La fe nos dona precisamente esto: es un confiado entregarse a un «Tú» que es Dios, quien me da una certeza distinta, pero no menos sólida que la que me llega del cálculo exacto o de la ciencia. La fe no es un simple asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios; es un acto con el que me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama; es adhesión a un «Tú» que me dona esperanza y confianza. Cierto, esta adhesión a Dios no carece de contenidos: con ella somos conscientes de que Dios mismo se ha mostrado a nosotros en Cristo; ha dado a ver su rostro y se ha hecho realmente cercano a cada uno de nosotros.
Es más, Dios ha revelado que su amor hacia el hombre, hacia cada uno de nosotros, es sin medida: en la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, nos muestra en el modo más luminoso hasta qué punto llega este amor, hasta el don de sí mismo, hasta el sacrificio total. Con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de nuestra humanidad para volver a llevarla a Él, para elevarla a su alteza. La fe es creer en este amor de Dios que no decae frente a la maldad del hombre, frente al mal y la muerte, sino que es capaz de transformar toda forma de esclavitud, donando la posibilidad de la salvación. Tener fe, entonces, es encontrar a este «Tú», Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es confiarme a Dios con la actitud del niño, quien sabe bien que todas sus dificultades, todos sus problemas están asegurados en el «tú» de la madre. Y esta posibilidad de salvación a través de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres. Pienso que deberíamos meditar con mayor frecuencia —en nuestra vida cotidiana, caracterizada por problemas y situaciones a veces dramáticas— en el hecho de que creer cristianamente significa este abandonarme con confianza en el sentido profundo que me sostiene a mí y al mundo, ese sentido que nosotros no tenemos capacidad de darnos, sino sólo de recibir como don, y que es el fundamento sobre el que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe debemos ser capaces de anunciarla con la palabra y mostrarla con nuestra vida de cristianos.

Con todo, a nuestro alrededor vemos cada día que muchos permanecen indiferentes o rechazan acoger este anuncio. Al final del Evangelio de Marcos, hoy tenemos palabras duras del Resucitado, que dice: «El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado» (Mc 16, 16), se pierde él mismo. Desearía invitaros a reflexionar sobre esto. La confianza en la acción del Espíritu Santo nos debe impulsar siempre a ir y predicar el Evangelio, al valiente testimonio de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, existe también el riesgo del rechazo del Evangelio, de la no acogida del encuentro vital con Cristo. Ya san Agustín planteaba este problema en un comentario suyo a la parábola del sembrador: «Nosotros hablamos —decía—, echamos la semilla, esparcimos la semilla. Hay quienes desprecian, quienes reprochan, quienes ridiculizan. Si tememos a estos, ya no tenemos nada que sembrar y el día de la siega nos quedaremos sin cosecha. Por ello venga la semilla de la tierra buena» (Discursos sobre la disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678). El rechazo, por lo tanto, no puede desalentarnos. Como cristianos somos testigos de este terreno fértil: nuestra fe, aún con nuestras limitaciones, muestra que existe la tierra buena, donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, de paz y de amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia con todos los problemas demuestra también que existe la tierra buena, existe la semilla buena, y da fruto.

Pero preguntémonos: ¿de dónde obtiene el hombre esa apertura del corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo muerto y resucitado, para acoger su salvación, de forma que Él y su Evangelio sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta: nosotros podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Resucitado, nos hace capaces de acoger al Dios viviente. Así pues la fe es ante todo un don sobrenatural, un don de Dios. El concilio Vaticano II afirma: «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”» (Const. dogm. Dei Verbum, 5). En la base de nuestro camino de fe está el bautismo, el sacramento que nos dona el Espíritu Santo, convirtiéndonos en hijos de Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree por uno mismo, sin el prevenir de la gracia del Espíritu; y no se cree solos, sino junto a los hermanos. Del bautismo en adelante cada creyente está llamado a revivir y hacer propia esta confesión de fe junto a los hermanos.

La fe es don de Dios, pero es también acto profundamente libre y humano. El Catecismo de la Iglesia católica lo dice con claridad: «Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre» (n. 154). Es más, las implica y exalta en una apuesta de vida que es como un éxodo, salir de uno mismo, de las propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos indica su camino para conseguir la verdadera libertad, nuestra identidad humana, la alegría verdadera del corazón, la paz con todos. Creer es fiarse con toda libertad y con alegría del proyecto providencial de Dios sobre la historia, como hizo el patriarca Abrahán, como hizo María de Nazaret. Así pues la fe es un asentimiento con el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su «sí» a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este «sí» transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de significado, la hace nueva, rica de alegría y de esperanza fiable.

Queridos amigos: nuestro tiempo requiere cristianos que hayan sido aferrados por Cristo, que crezcan en la fe gracias a la familiaridad con la Sagrada Escritura y los sacramentos. Personas que sean casi un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia de ese Dios que nos sostiene en el camino y nos abre hacia la vida que jamás tendrá fin. Gracias.


...

Tomado de:
http://www.vatican.va

...

Ofrecimiento Diario - Intenciones para el mes de Noviembre



APOSTOLADO
DE LA
ORACIÓN

INTENCIONES PARA EL MES DE
NOVIEMBRE








Ofrecimiento Diario


Ven Espíritu Santo, inflama nuestro corazón en las ansias redentoras del Corazón de Cristo, para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras, en unión con él, por la redención del mundo.
Señor mío y Dios mío Jesucristo:
Por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu santo sacrificio del altar; con mi oración y mi trabajo, sufrimientos y alegrías de hoy, en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu reino.
Te pido en especial por las intenciones encomendadas al Apostolado de la Oración.









Por las Intenciones del Papa

Intención General
Para que los obispos, sacerdotes y todos los ministros del evangelio den valiente testimonio de fidelidad al Señor crucificado y resucitado.







Intención Misional
Para que la Iglesia peregrina en la tierra resplandezca como luz de las naciones.









Por la Conferencia Episcopal Peruana
Por los que se han alejado de la Iglesia y por aquellos que han abandonado la vida personal, familiar y social propia de un fiel católico.








MINISTROS DEL EVANGELIO FIELES A NUESTRO DIOS
  
"... también en la época del dominio tecnológico del mundo y de la globalización, seguirán teniendo necesidad de Dios, del Dios manifestado en Jesucristo y que nos reúne en la Iglesia Universal, para aprender con Él y por medio de Él la vida verdadera, y tener presentes y operativos los criterios de una humanidad verdadera... Dios está vivo y necesita hombres que vivan para Él y que lo lleven a los demás: ... el mundo... necesita sacerdotes y pastores; hoy, mañana y siempre... (Benedicto XVI. Carta a los Seminaristas. 18.10.2010. Extracto)

LA IGLESIA, LUZ DE LAS NACIONES

"A las Iglesias... les recuerdo que han sido colocadas por el Señor como sal de la tierra y luz del mundo, llamadas a difundir a Cristo, luz de las gentes, hasta los extremos confines de la tierra... (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2009. 29.6.2009. Extracto)  

APARECIDA - MISIÓN CONTINENTAL

"Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida" (Juan 14,6)


Eucaristía
Misa por la evangelización de los pueblos (Misal romano)



Palabra de Dios
1 Timoteo 3,1-13. ¿Cómo deben ser los que presiden?
Mateo 10,16-18. Enviados como ovejas en medio de lobos.
Lucas 24,36-49. Testigos del Resucitado.


Reflexión
¿Comparto mi vida espiritual con algún buen sacerdote de mi confianza?
¿Soy indulgente con los sacerdotes, hombres débiles a veces como los demás?
¿Oro por lo sacerdotes, especialmente por lo que necesitan ayuda espiritual?

P. Antonio González Callizo, S.J. Director Nacional del Apostolado de la Oración.


Invitación

A participar de la Misa dominical de 11:00 AM en la Parroquia de San Pedro y a acompañarnos en las reuniones semanales a las 12:00 M en el claustro de la parroquia, todos los domingos. 

Asimismo, invitamos a la Misa de los primeros viernes de cada mes en Honor al Sagrado Corazón de Jesús, a las 7:30 PM en San Pedro.


Para conocer más acerca del Apostolado de la Oración y sus actividades acceda AQUÍ



Visítenos en:
  
http://www.apostlesshipofprayer.net Elegir idioma ESPAÑOL, hacer clic en ventana “Oración y Servicio”
www.jesuitasperu.org Apostolado parroquial
www.sanpedrodelima.org


¡ADVENIAT REGNUM TUUM!
¡Venga a nosotros tu reino! 

Apostolado de la Oración 







 ...

Homilía del 34º Domingo del TO (B) Cristo Rey, 25 de Noviembre del 2012


El que es de la verdad, escucha mi voz

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas Dn 7,13-14; S 92,1-2.5; Ap 1,5-8; Jn 18,33-37






Hoy concluimos el año litúrgico. Durante él la Iglesia ha ido poniendo la mirada a diversos aspectos del mensaje de Cristo. Todos nos conducen a Él, se encuentran en Él y se alcanzan en Él. Hoy la Iglesia quiere que concentremos nuestra atención en el todo, en la persona de Jesús.
Porque lo que quiere de nosotros y para ello nos ha enviado a su Hijo y nos ha dado su Espíritu es divinizarnos y transformarnos en hijos suyos a imagen y por la inserción en su Hijo, por el cual nos comunica el Espíritu Santo. De esta manera los hijos de Dios forman por la fe un mismo cuerpo vivo con Cristo y lo hacemos presente y actuante de modo que todos los hombres se salven. Este es el fin de la Iglesia y de toda su obra: que Cristo llegue a todos los hombres, para que todos se salven. Es la verdad que hoy nos hacen ver las lecturas. En los estrechos límites de tiempo que nos permite nuestra reunión semanal, la liturgia nos ofrece algunos entre los muchos textos que en la Biblia lo repiten.
Las dos primeras lecturas están tomadas de dos textos apocalípticos. Ya les indiqué algunos rasgos de este género literario: simbolismos difíciles y misteriosos, imágenes audaces, sucesos portentosos y terribles, imposibles y nunca sucedidos, personajes y animales extraños o monstruosos, exageración, fantasía, admiración y terror, violencia y misterio. El autor sagrado escribe para un pueblo duramente perseguido en su fe en Dios y en Cristo. Trata de animar a los fieles, fortalecerlos y comunicarles su esperanza, pero lo debe hacer de modo que sólo los iniciados entiendan, sin despertar sospechas en los perseguidores. Para entender hay que hacerlo a la luz del resto de la revelación.
La primera lectura sucede durante una durísima persecución a mediados del siglo II a.C. El profeta tiene un sueño. Es una figura misteriosa, que parece humana, pero no es muy clara y viene del cielo entre nubes. Se acerca misteriosamente al Anciano venerable y el Anciano le da el “poder, honor y reino”. “Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará”. El Anciano venerable representa a Dios Padre. La  figura misteriosa como un hombre es el Mesías, que viene de los cielos, y a quien da el Padre todo el poder para salvar a todos los que crean en Él. Cuando Jesús responde a la preguntas de Caifás sobre su mesianidad, cita este texto. Él es el salvador prometido, el que abre el camino de salvación a todos los hombres, no sólo a los judíos, y mantiene su poder hasta el fin de los tiempos. Frente al pecado y la negación de Dios, Jesús es prometido como el salvador y la esperanza, que Dios va a enviar; su “venir de los cielos” sugiere su divinidad; y se asegura el ejercicio de su poder y su misión hasta el final de los tiempos.
La segunda lectura forma parte del comienzo del Apocalipsis. Recoge los apelativos que Juan da a Jesús en el saludo trinitario que dedica a los lectores. Les desea la gracia y la paz de parte de Dios Padre, de la plenitud del Espíritu (“los siete espíritus”) y de Jesucristo. Y a Jesucristo lo designa como “el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos y el príncipe de los reyes de la tierra; el cual amó y nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre”. Es una fórmula que incluye a Jesús formando la Trinidad junto al Padre y el Espíritu. Es decir que confiesa la divinidad de Cristo, al igual que el Padre y el Espíritu Santo. Confiesa también que Él es quien nos ha librado de nuestros pecados muriendo en la cruz y que esto se lo debemos y lo hizo por amor a nosotros. “Nos ha convertido en un reino”, uniéndonos a El por la fe y haciéndonos un nuevo pueblo, que lo tiene por cabeza y fuente de vida. “Y nos ha hecho sacerdotes de Dios , su Padre”, porque por el bautismo nos ha hecho partícipes de su vida y dignidad de Hijo de Dios y así también nosotros lo somos, consagrados para ofrecer a Dios el culto y reconocimiento de toda la creación.
Se trata de gracias tan maravillosas que Juan –y con él la Iglesia en la liturgia– no pueden menos de exclamar agradecidos: “A Él la gloria y el poder por los siglos. Amén”. Hagámoslo también nosotros. Porque: “Miren. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron –después de morir–. Todos  los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa”. Es decir reconocerán que murió por nuestros pecados y se arrepentirán. “Sí. Amén”. Sí, nosotros también lo hemos experimentado muchas veces. Sea bendito por siempre.
Y el saludo concluye con estas palabras en boca de Dios Padre: “Dice el Señor Dios: Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso”. Habla aquí el Padre. El tiene el supremo dominio de todo. Lo dicho anteriormente es cierto, porque en su mano está toda la creación y la historia, nada se escapa de su mano.
El evangelio nos lleva a Cristo testigo y revelación de la verdad. Es un tema predilecto de Juan. Ante Pilatos, que investiga la solidez de las acusaciones para condenar a Cristo, se manifiesta como rey de la verdad. Su poder y su autoridad están en la verdad. Todo hombre que busca la verdad, que busca de la verdad hacer norma de su vida, al abrir su corazón a Él, se dará cuenta de ha encontrado la verdad y le va a seguirle.
No se trata de una verdad, que solamente está en el conocimiento del mundo. Se trata de la verdad que transforma el corazón, que pone al hombre en su justo lugar y lo transforma desde su interior más profundo para acoger a Dios infinito como Señor de toda su existencia y plenitud de su destino. Él es testigo y “ha venido al mundo para ser testigo de esa verdad”. Una vez más repite su origen con la fórmula de “he venido”, que indica su origen como Hijo de Dios y su misión como efecto y expresión del amor infinito y redentor de Dios a los hombres. Porque la verdad no reside solamente en el entendimiento. “Todo el que es de la verdad”, el que la ha puesto sinceramente como fin de su existencia, el que se somete a ella, “escucha su voz” y reconoce en ella todo lo que en el fondo de su ser anhela. Someterse a ella es encontrar el perdón, la felicidad, el amor infinito de Dios. Y todos los hombres están creados para ella y siguen invitados.
Pilatos fue invitado. Cada uno de nosotros seguimos invitados. Y cada uno podemos renovar en esta eucaristía, en este Año de la fe, la respuesta a esta Verdad.


...

Cristo Rey

P. Adolfo Franco, S.J.

Juan 18, 33-37


Fiesta de Cristo Rey del Universo.
Cristo principio y término de toda la creación



El Año Litúrgico se cierra con esta gran fiesta: Jesucristo, Rey del Universo. Es una fiesta puesta al final del largo camino del año. Es el último domingo del año litúrgico. Y esto ya va indicando algo del sentido que tiene esta fiesta y que tiene este título de Jesús Rey del Universo. Y para orientarnos en la interpretación de este nombre tan especial de Jesús, la Iglesia nos pone como lectura para que meditemos, este párrafo del Evangelio de San Juan.

Jesús está a punto de ser condenado a muerte, está despojado de todo, abandonado por sus discípulos, y en estas circunstancias admite ser Rey. No podemos dejar de comparar esta situación con otra: la multiplicación de los panes; en ésta El está triunfante, está rodeado de sus discípulos, y de una multitud a la que El ha saciado con los panes y los peces que iban saliendo milagrosamente de sus manos. En ese momento el gentío quiere aclamarlo Rey, y Jesús, después de despedir a sus apóstoles, se aleja de la multitud, y se va sólo al monte a orar. Ahí, en el triunfo no acepta ser proclamado Rey; ahora en cambio, frente a Pilatos, completamente desprotegido y aparentemente derrotado, sí acepta ser el Rey y le dice al que lo juzga: Yo para eso he nacido y para dar testimonio de la verdad. Y ha añadido también que su reino no es de este mundo. Si hubiera aceptado ser proclamado rey en el triunfo de la multiplicación de los panes habría sido como “rey al estilo de este mundo”; en cambio al aceptar que es Rey, cuando está triturado, abandonado de todo esplendor, lleno de golpes, humillado, aparentemente fracasado, entonces sí es de verdad “Rey y no como rey de este mundo”.

O sea que el Señor nos invita a pensar en “otros términos”, sobrepasar los conceptos que tenemos de jefes, poderío, dominio; y que cuando pensemos en Jesús como Rey, pensemos de manera diferente. Por de pronto este nuestro Rey se proclama a sí mismo tal, cuando no tiene poder, ni tiene fuerza (aparentemente); está en contraste con el poderoso gobernador Pilatos. Entonces su forma de reinar no es dominar: la palabra rey ya tiene una característica diferente a la que tiene en nuestro lenguaje ordinario. Su forma de reinar es desde la libertad interior, esa libertad que proporciona la humildad; El nunca será Rey obligando, ni por decretos, ni por coacción; es un Rey que no tiene súbditos, sino amigos. En este sentido también puede decir que su reino no es de este mundo. Se trata de que lo asumamos voluntariamente como Rey.

Por otra parte, al decir que su reino no es de este mundo, quiere decir que no es un rey más dentro de la lista de personas que han sido reyes en la tierra. El trasciende todos los gobiernos y toda la historia de todos los pueblos: El es el culmen y la meta de toda la humanidad. El ha sido puesto por el Padre como culminación: el Alfa y la Omega, Principio y Fin. El modelo según el cual todo fue creado; y así se entiende esa palabra enigmática del Génesis, “la imagen y semejanza”; cuando Dios quiere crear al hombre, dice: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Cristo es la imagen según la cual el hombre ha sido creado. Eso en cuanto al origen del hombre, y por eso también se puede decir que Cristo es el Rey, porque todo depende de El.

Y lo mismo en cuanto al término del mismo hombre y del universo: Jesús es la culminación de la creación: todo apunta a El: es el punto final de la creación; todo aspira y tiende a Jesús, como la meta a la que está dirigida esta creación ascendente. Jesús así no sólo es la culminación del año litúrgico, es la culminación de la historia, de la cual el año litúrgico es una especie de imagen. Jesús es Rey, porque es el primogénito de toda criatura, todo fue creado por El y para El y todo en El subsiste. Por eso Cristo puede decirle a Pilatos: yo soy Rey, para eso he nacido.

Y añade además: he venido para dar testimonio de la verdad. Es otro aspecto de esta realeza de Cristo, que no es de este mundo. El Rey, que lo es por la verdad: la verdad es El; no es sólo que Cristo enseñe la verdad (que sí la enseña), sino que El es la verdad, y todo el que sigue la verdad, lo sigue a El. Este aspecto de la verdad es otra de las señales de su Reino, el que reina por la verdad y el que reina en todos los que están en la verdad. Esto ya nos atañe a nosotros, constatar si estamos en la verdad, o no estamos en la verdad. ¿Dónde hemos cimentado la vida? Si la hemos cimentado en firme cimiento, o sea en la verdad fundamental, estamos fundamentados en Cristo, y así lo aceptamos como nuestro Supremo, como nuestro Rey. El entonces reina por la verdad, y en donde hay un asomo de verdad, ahí está reinando Jesús, que es la verdad, donde toda verdad adquiere su veracidad: todo es verdadero en el sentido en que se oriente a Cristo.

Es una fiesta importante, importante para Jesús, e importante para nosotros. El es el Rey, y lo celebramos especialmente hoy; para nosotros es muy importante celebrarlo, porque nuestra vida vale en la medida que lo tenemos a El, como término de nuestras aspiraciones, y como modelo al cual apuntamos con todos nuestros esfuerzos: Jesús es nuestro Rey, vivamos en la verdad.

...

Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

...

Homilía del Domingo 33º del TO (B), 18 de Noviembre del 2012

No me entregarás a la muerte

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Dan 12,1-3; S 15; Heb 10,11-14.18; Mc 13,24-32



Estamos concluyendo el año litúrgico. Será el próximo domingo con la solemnidad de Cristo Rey. La liturgia aprovecha la oportunidad para orientar nuestra reflexión hacia el “final”, hacia la revelación de Dios acerca del final de la vida y de su “después” definitivo, que ya no cambiará.
El texto de la primera lectura tiene particular importancia. Se escribe alrededor de un siglo y medio antes de Cristo. Esta es la primera vez en que el Antiguo Testamento revela de forma clara la verdad de la resurrección de los muertos.. Pasará a formar parte de la fe de Israel, excepto para los saduceos, que sólo admitirán como revelación los cinco libros del Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio). En el 2º Libro de los Macabeos, que data de ese mismo tiempo o un poco más tarde, la fe en la resurrección de los muertos, expresada por la madre y los siete hermanos Macabeos es ya totalmente firme: “Tú, criminal –le dice antes de expirar uno de los hermanos al verdugo– nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros, que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna” (2Mc 7,9). Y la madre animará así al más pequeño: “No temas a este verdugo, antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en el tiempo de la misericordia” (2Mc 7,29). Jesús confirma esta fe, ridiculizando la dificultad que le ponen los saduceos: “Ustedes no conocen ni las Escrituras ni el poder de Dios. Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12,24.27).          
Lo nuevo de Jesús acerca de la resurrección de los muertos es la unión con su propia resurrección, verdad fundamental de la fe en Cristo: “Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también es nuestra fe. Y somos convictos de falsos testigos de Dios, porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si es que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es vana; están todavía en sus pecados… Porque, habiendo venido por un hombre (Adán) la muerte, también por un hombre (Cristo) viene la resurrección de los muertos” (1Cor 15,13-17.21). Con estas ideas de fondo canta hoy la liturgia el salmo 15(16), dándole su sentido pleno. Ante la perspectiva del final de esta vida, le da desde la fe un significado exultante: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti…Por eso se me alegra el corazón…porque no me entregarás a la muerte… Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”.  
La segunda lectura concluye el análisis, que hace el autor de la carta, sobre toda la multitud de sacrificios en el templo, que se repiten cada día y por muchos sacerdotes. Son necesarios porque no logran borrar los pecados de la humanidad. Por el contrario el sacrificio de Cristo (su muerte en el Calvario) ha logrado el perdón de todos los pecados de la humanidad y no hace falta otro sacrificio: Basta abrirse por la fe a la fuerza del de Cristo.
El evangelio es el final del llamado “discurso escatológico”. Es el capítulo más difícil de interpretar entre todos los de este evangelio. “Ésjaton” en griego significa “lo último”; designa el final de algo. En teología se refiere al final de la historia de todos y de cada hombre. El capítulo comienza prediciendo la destrucción del templo, que tendría lugar cuarenta años después. Pero luego hay mucha confusión, que es además intencionada; pues Cristo no quiere satisfacer este deseo tan humano. Para esto utiliza el género literario apocalíptico, cargado de símbolos muy oscuros, intentando que sólo sean inteligibles a los iniciados. Incluso dice Jesús que Él, el Hijo, no sabe cuándo sucederán esas cosas y que estén vigilantes. Que el Hijo no sepa el cuándo, “ni el día ni la hora”, sino sólo el Padre, significa que la voluntad del Padre es que Jesús no manifieste nada sobre el momento exacto. Las palabras de Jesús intencionadamente quieren ocultarlo; lo que pretenden es alertar, exhortar a la vigilancia. San Marcos termina este capítulo con Jesús insistiendo con el ejemplo de la higuera y el del señor que regresa sin avisar cuándo lo hará. La idea conclusiva es la que hemos escuchado: “Velen”. Vendrá el dueño, pero no se sabe cuándo. ¡Velen!.
Velar en los evangelios y en boca de Jesús es orar. Y orar es hacer operante la presencia de Dios. Cuando Jesús concluyó su presencia corporal, los discípulos se recluyeron para orar y, cuando recibieron el Espíritu Santo, la oración se convirtió en actividad ordinaria de su existencia. Si nosotros lo hacemos así, no tendremos miedo cuando para nosotros llegue el fin. Porque el fin del mundo llega para cada uno en el momento de su muerte, de la cual nadie nos vamos a escapar.
Dice San Agustín: “Timeo Iesum transeuntem”. “Tengo miedo a que Jesús  pase a mi lado” y no me dé cuenta. El encuentro de cada domingo en la misa es un encuentro con la Iglesia y con Jesús.
Será bueno, al concluir el año litúrgico advertir la respuesta de la conciencia a la pregunta de sí ahora me encuentro más cerca de Jesús que hace un año, si le considero más familiar mio y a mí más familiar de El. ¡Ojalá sea así! Pero de todos modos pidamos a Jesús que salga a nuestro encuentro y así, invocando también a nuestra Madre, digamos con el salmo responsorial de hoy: “Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel la corrupción”.




...