Homilía - La humildad en la vida cristiana - Domingo 31º TO (A)


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Mal 1,14-2,2.8-10; S. 130; 1Ts 2,7-9.13; Mt 23,1-12



Concluye hoy el evangelio con una enseñanza fundamental: “El primero entre ustedes será su servidor. El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. Prescindiendo de detalles voy a centrarme sobre ella.

El duro conflicto de Jesús con los fariseos está en los cuatro evangelios, pero aparece como más duro en Mateo y en Lucas. En Lucas, compañero de Pablo, que había sido fariseo, se explica, dado que la oposición farisea a su apostolado fue feroz, como aparece repetidamente en el libro de los Hechos de los Apóstoles. De Mateo sabemos que escribió su evangelio para uso de los judíos convertidos. Sabemos por los Hechos (6,7) que ya desde el principio hubo sacerdotes que se convirtieron. Así no es extraño que también entre los primeros que abrazaron la fe hubiera escribas y fariseos. Dado que la conversión total no se realiza de repente, tal vez algunos conservaran algunas de sus pretensiones e ideas y pretendieran mantenerlas en las comunidades cristianas. De ahí que Mateo de modo especial recordase la crítica de Jesús a tales actitudes y modo de pensar.

Los escribas eran los teólogos del tiempo, los especialistas en la Biblia. Los fariseos eran los que hacían gala de observar la Ley con el mayor rigor. No todos los fariseos eran escribas; pero en tiempo de Jesús la práctica totalidad de los escribas sí eran fariseos. Los fariseos en tiempo de Jesús tenían un peso enorme entre el pueblo.

Jesús no desecha en bloque sus doctrinas –“hagan y cumplan lo que les digan”– aunque sí rechaza algunas en otras ocasiones (v. 12,1-14); pero les critica su mal ejemplo –“no hacen lo que dicen”–. Les critica también su dureza y falta de comprensión de las dificultades especiales que los fieles tienen a veces: “Hacen fardos insoportables y se los cargan a la gente”. Pero sobre todo los condena por su ambición, vanidad y soberbia: “Todo lo que hacen es para que los vea la gente…gustan los asientos de honor…que les hagan reverencia… les llamen maestros”. Y Jesús insiste en ello con fuerza. No hay que ambicionar ni pretender títulos honoríficos de ninguna especie (“maestro”, “padre”, “consejero”); y concluye así: “el primero entre ustedes sea servidor de los demás; el que se engrandece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

Tal vez nosotros seamos algo injustos con los fariseos. Todos los evangelistas señalan el duro rechazo mutuo de Jesús con ellos. Sin duda que fue así; pero los evangelios no quieren ser historias de Jesús precisamente, sino catequesis de Jesús y su mensaje para los que quieren hacerse como él. Si los evangelios nos hablan tanto de los fariseos, es por el serio peligro, que tenemos nosotros los creyentes de caer en sus mismos defectos.

De hecho la humildad fue una virtud que les costó mucho aprender a los apóstoles. En la mismísima cena de despedida disputaron sobre los puestos de preferencia y Jesús creyó necesario darles la lección del lavatorio de los pies para que entendieran: “Entre ustedes el mayor sea como el menor y el que manda como el que sirve. Yo estoy entre ustedes como el que sirve”; “si yo, Señor y Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros, pues les he dado ejemplo para que hagan también ustedes como yo he hecho con ustedes. Serán dichosos si, sabiendo estas cosas, las practican” (Lc 22,26-27; Jn 13,14-15.17).

Estamos terminando el mes del Señor de los Milagros, es la advocación predilecta de los más humildes, a los que con predilección “el Padre ha revelado estas cosas” (Mt 11,25), que ojalá nos sean reveladas a cada uno de nosotros: Aprendamos de él a ser mansos y humildes de corazón. Es la virtud de María que más relieve tiene en San Lucas. Cuando acepta el mensaje de Gabriel, lo hace con la fórmula: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 2,38). Corre a servir a su prima Isabel y, cuando es felicitada por ser la madre del Mesías, responde que Dios “ha mirado la pequeñez de su esclava” y “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,48.51-52). Como para construir un edificio muy alto se necesitan cimientos hondos y un árbol para crecer mucho necesita profundas raíces, para alcanzar una gran virtud es necesaria gran humildad.

El sacramento de la penitencia es un buen medio. Pero no hecho rutinariamente, sino procurando tomar conciencia de los propios pecados y defectos, de lo seriamente que estorban mi servicio a Cristo, de la presencia en mi corazón de permanentes obstáculos. Así mismo el esfuerzo sostenido de corregirse, que incluye el arrepentimiento, aviva la conciencia de que “el pecado está en mí” (Ro 7,17), de lo fuerte que es mi inclinación al pecado o a ciertos pecados. Lo mismo se diga de las recaídas. De esta forma hago que mi misma pecaminosidad, incluyendo mi misma soberbia, sea ocasión para practicar la humildad.

La oración es medio para alcanzar y ejercitar la humildad; porque la oración parte de la base de que el orante no merece lo que pide y que sólo lo puede alcanzar por la misericordia infinita de Dios.

La palabra de Dios también nos ayuda. Porque la debemos leer y meditar como palabra que nos interpela, que nos descubre nuestras deficiencias y falta de amor para con Dios y con el prójimo.

Por fin la asunción de nuestras deficiencias, la falta de cualidades, nuestros fracasos pequeños o grandes, las humillaciones que recibimos de otros y nos hieren tanto, también la falta de aprecio; si se miente, ¿no es muchísimas veces para disimular u ocultar algo que no hicimos con acierto?; todas estas cosas son oportunidades para ir progresando en humildad.

Y por último la actitud de servicio y ayuda, prefiriendo la ventaja ajena a la propia, alegrándonos de que la opinión ajena sea la acogida y situándonos con paz en el último lugar.

María la esclava del Señor y Cristo en la cruz, el Señor de los Milagros, nos enseñan el camino. Hace unos domingos leíamos a San Pablo, que a sus queridos filipenses exhortaba a la caridad entre ellos pidiéndoles que sean como Cristo, que “siendo Dios se humilló obediente hasta la muerte de esclavo, la muerte en la cruz”. “Por eso Dios Padre lo exaltó y lo hizo Señor de todo” (Flp 2,8.11). “El primero entre ustedes será su servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.



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El fariseísmo


P. Adolfo Franco, S.J.

Mateo 23,1-12

La tremenda condena de Jesús a los fariseos da a entender que la falsedad de los fariseos es el "mal esencial"


Este capítulo 23 del Evangelio de San Mateo es el reproche más fuerte que Jesús hace en el Evangelio a los fariseos. La lectura de hoy recoge sólo una parte de toda esta enseñanza. Pues es lo que pretende el Señor, enseñar.

Y les reprocha a los fariseos las siguientes actitudes: Ellos dicen una cosa y hacen otra. Atan cargas pesadas para los demás, y ellos se sienten dispensados de tomarlas sobre sí. Todo lo que hacen aparentemente bien, lo hacen para que la gente los vea. Les gustan los sitios de honor, las reverencias, los títulos, las distinciones.

Aparte de que es una descripción de muchas conductas actuales, es bueno entrar en este tipo de mentalidades y comportamientos, para ver qué hay en el fondo.

Además de un infantilismo notable, y por tanto falta de madurez, hay un egoísmo y una vanidad muy grandes, que colinda con el delirio. Ahí no hay amor. ¿Es posible que una persona con estos comportamientos sea un adorador de Dios? ¿Le puede adorar en espíritu y en verdad? ¿Hay verdadero amor en un corazón lleno de esas quimeras de importancia y de vanidad?

Y yendo a lo primero: no hacen lo que dicen. O sea tienen dos medidas: una que se aplican a sí y otra que aplican a los demás. Mucha exigencia al juzgar a los demás, y a sí mismos se juzgan con suavidad. La comprensión la aplican a sí mismos, no a los demás. Y la tremenda inconsecuencia entre lo que predican y lo que viven, indica una falsedad tremenda de vida. Un ser así no es auténtico. Y además es duro con los demás. Un corazón entregado a Dios no puede ser falso, no puede ser duro e injusto. Y eso es lo que vamos a descubrir en el subsuelo de los fariseos, que les falta lo esencial del culto a Dios, que es el amor y la misericordia. Ese es el problema fundamental del fariseo, que vive una religión, en la que la entrega humilde a Dios, el amor incondicional y sin límites, no hayan cabida.

Cuando las “formas religiosas” ocupan el lugar de la donación total, se está transformando la religión en fariseísmo. Y hay una substitución sutil, casi imperceptible: se quita la imagen de Dios y se la sustituye por la propia imagen. El fariseo es un ser que fundamentalmente se adora a sí mismo. Y por eso se convierte en legislador exigente: ellos desde el trono donde se han colocado, ponen exigencias fuertes sobre los demás, pero ellos se consideran exentos, están por encima de toda obligación. Miran a los demás desde la altura.

Y por eso mismo, porque han sustituido a Dios por la propia imagen, necesitan revestirse de importancia. Exhiben sus obras, para que vean los demás cómo son. Y qué pobres son las obras que van revestidas de semejante vanidad, son como esos frutos que cuando se abren se nota que eran sólo cáscara. Orar, para que me vean ¿se puede llamar a eso oración? Hacer un servicio y después contarlo, para que se sepa lo bueno que soy ¿eso es servir? La religión de estos tales va desapareciendo detrás de la vanidad y del humo.

Y por eso se consideran los llamados a los primeros puestos y a los títulos: ningún homenaje es suficiente, para aquel que se considera a sí mismo el centro del universo. Necesitan acaparar alabanzas e incienso: el fariseo tiene una vocación frustrada de “dios”, con minúscula, tan minúscula como el espíritu de los fariseos.

Es un peligro en la vivencia de nuestro cristianismo. Cuando desaparece el amor y vamos dejando sólo unas prácticas más o menos frecuentes, cuando no somos adoradores de Dios en espíritu y en verdad, como le enseña Jesús a la samaritana, cuando esto sucede volvemos a reeditar el fariseísmo.



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por sucolaboración.

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El orden del Universo: camino para la ciencia y para Dios (1).

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


Anteriormente probamos cómo la razón puede llegar y de hecho ha llegado a demostrar que Dios, como necesario creador del conjunto de seres que comenzaron y comienzan a existir, es una realidad existente. Lo probamos con el principio metafísico de causalidad, que la ciencia supone y utiliza constantemente en sus investigaciones. Si el principio metafísico de causalidad no fuese real, no habría ciencia. Con ese principio y tomando como punto de partida la existencia real del mundo, hemos demostrado que ese ser, al que llamamos Dios en castellano, existe, es una realidad.

Muy popular es la prueba basada en la existencia del orden en el universo. Para las personas profesionalmente dedicadas a las ciencias experimentales este argumento resulta especialmente persuasivo. Cierto que el universo que conocemos está sujeto a un orden tanto en el sistema total como en otros más reducidos. Gracias a ello podemos conocer con exactitud cuándo se producirá un eclipse o dónde estará el sol en una fecha que nos prefijemos. Este orden es tenido en cuenta en el uso que hacemos de la naturaleza. Este orden se da en los cuerpos inanimados y también en los vivientes. Cada cuerpo de un viviente está perfectamente ordenado y organizado. Cuando más amplio y profundo su estudio más admiración produce.

Este orden tiene algunas características: Es una realidad compuesta de muchos seres. Están en movimiento continuo; es un orden dinámico; sus mismos componentes están en continuo cambio y se mantienen constantes muchos de estos cambios; y esta ordenado (con sistemas parciales y complejos) de modo finalístico. Tal finalidad aparece clara, aunque no siempre (la naturaleza tiene también misterio). Los elementos de los ojos están ordenados para ver; la distancia del sol a la tierra es la apta para que se den las estaciones, etc. Existe, pues, un orden complicadísimo y constante en el universo.

Pero es característico de un orden (y más en el caso de un orden dinámico, constante y finalístico) la intervención del fin al que se orienta, que combina las acciones y dinámicas parciales. Es decir que el fin actúa en las causas antes de existir de hecho. Esto sólo es posible si tal fin es conocido y querido antes de que exista. Pero esto sólo es posible para una causa inteligente. La razón suficiente de la constancia del orden (y más si es finalístico) no está en cada uno de los seres sino fuera de ellos, en una causa ajena e inteligente (que es la única que puede intentar y ver lo que aun no existe) que lo haya intentado.

Esta causa debe estar dotada de una inteligencia cuasi-infinita y cuasi-omnipotente, pues asegura la existencia de un universo tan enorme y complicado, que, pese al enorme grado de conocimientos alcanzado por el hombre en tantos años, todavía no ha sido desentrañado del todo. Tal causa podría ser ya Dios, el ser necesario; pero hay que reconocer que el argumento no llega a probar la existencia de un creador ordenador y también ser necesario. Para concluir con toda certeza metafísica en la existencia de Dios, el ser necesario y no hecho, el argumento hay que entroncarlo en el que ya se expuso: la existencia de un ser hecho demuestra que tiene que existir Dios, el ser increado no hecho. Se vuelve así al argumento anterior. Pero el argumento del orden resalta más la necesaria inteligencia, voluntad, personalidad espiritualidad y providencia de Dios, que aparecen en esa voluntad ordenadora de Dios.

A esta ventaja se añade que la existencia de ese orden y de órdenes inferiores sujetos al superior es clarísima para el mundo científico, de forma que con frecuencia se pueden calcular distancias y tiempos con extraordinaria precisión, como en el caso de eclipses y conjunciones de planetas. Como hecho real no hay científico que dude de la existencia de tal orden. Sin suponerlo no habría ciencia. El orden en el universo se considera tan real que en cualquier fenómeno físico la ciencia busca identificar sus componentes y las leyes que lo rigen y hacen lo posible; incluso trata siempre de encontrar una ley matemática que lo formule, pues lo consideran así de constante y preciso.

Entre los seres vivos especialmente maravillan una y otra vez a los científicos los órganos e instintos en los seres vivos. El instinto de las abejas soluciona en los panales el problema de gastar el mínimo de material obteniendo el máximo espacio para almacenamiento de la miel. Los procesos vitales como el clorofílico, con el que la planta absorbe oxígeno en la noche y lo produce en el día y otros muchos en los animales, son la admiración del entendimiento humano, cuando los descubre.

Ese orden es tal que, si por ejemplo variase brevemente la fuerza de la gravedad sería imposible la vida del hombre sobre la tierra. En el caso de nuestro planeta tierra, si las condiciones de su movimiento variasen ligeramente (por ejemplo la orientación del eje de rotación) la vida del hombre hubiera sido imposible. Es lo que se llama “principio antrópico”.

La ciencia constata estos hechos y otros muchos. No incursiona en el problema de Dios, porque no es su objeto de estudio. Pero el hombre busca respuestas últimas que le den una respuesta satisfactoria a sus interrogantes espontáneos sobre qué significan estos y otros hechos tan ciertos y seguros. Estas preguntas no son de mentes enfermas sino de cualquiera y son más tenaces en los más inteligentes.



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