Homilías - Entre los pucheros anda Dios - Domingo 3º T.O. (B)



P. José Ramón Martínez Galdeano S.J. 

Lecturas: Hch 9,1-22; S.116; 1Co 7,29-31;Mc 1,14-20 

Estamos al comienzo de la vida pública de Jesús. Parece que, tras el compromiso familiar de la boda en Caná, Jesús ha ido a Jerusalén a celebrar la Pascua (la primera de su vida pública) y, regresado a Galilea, comienza un trabajo duro de predicación. En este momento nos encontramos. Parece que el lugar es Cafarnaúm, centro de comercio y pesca. Allí vive Pedro, en cuya casa se hospeda. De allí son también los dos hermanos Zebedeos, Juan y Santiago. Debe ser en los primeros días. Pedro, Andrés, Santiago, Juan no están entrenados a no hacer nada. Vuelven a la pesca, que era su trabajo normal. Parece ser bastante temprano. 

Las lecturas de hoy ofrecen la oportunidad de exponer la forma en que Dios habla en distintas ocasiones. La primera lectura muestra a la gracia derribando a un fanático perseguidor. San Ignacio de Loyola aclara que “a los que van de pecado mortal en pecado mortal”, Dios les hace darse cuenta por medio de la razón de que su vida es un desastre y un fracaso porque se han alejado de Dios. A veces la razón viene también a lomo de fracasos reales en la vida. Los padres y madres, los hermanos, las esposas sepan que, en estos casos, Dios escuchó sus oraciones y que la gracia de la conversión viene aceptando ese fracaso. No es el momento de lamentar ni compadecer sino de seguir orando, acompañar, iluminar y apoyar hasta que el querido pecador llegue al “¿qué quieres que haga?” de Saulo a las puertas de Damasco. 

Pero con los que, como Pedro, Andrés y los Zebedeos, ya decidieron y están acompañando a Cristo, éste procede de otra forma. Es propio –dice San Ignacio– del Espíritu de Cristo dar ánimo, paz y alegría para seguir practicando la virtud. 

Estas son situaciones afectivas experimentales reales, no simplemente pensadas o imaginadas. Ni son meras conclusiones de actos espirituales y aun sobrenaturales (que por su parte están movidos por la gracia). Me explico: De la idea de que Dios es mi Padre y me ama, saco como conclusión lógica que tengo que alegrarme. Pero dicha conclusión lógica unas veces produce alegría real y otras no. La conclusión lógica es efecto del Espíritu, cierto. Pero también es del mismo Espíritu el sentimiento de alegría sensible que se produce en mí. Sin embargo este sentimiento unas veces se produce y otras no. Cuando se produce, es un plus de la gracia que nos ayuda mucho. Es lo que San Ignacio llama consolación. En términos teológicos es una gracia actual, que Dios da para que se haga más fácilmente el bien. 

Las gracias actuales son muy variadas. Pongo algunos ejemplos: Leyendo la Biblia caigo en la cuenta de una frase, palabra, actitud, que me conmueve; tal vez la veo realizada en algún momento de mi vida; de una u otra manera me veo como invadido de un sentimiento de amor a Dios y deseo de hacer lo que me sugiere. Dios me está hablando. Entonces es hora de responder: “Gracias; habla, Señor, que tu siervo escucha”. 

Puedo también activar mentalmente la palabra de Jesús de que en un pobre, en un prójimo, está Él y dentro de mí surge un movimiento interior para ayudarle. Así con tantas cosas y en tantas ocasiones. Son esos momentos de gracia, en los que Jesús pasa junto a nosotros y nos está invitando. Cualquier momento es bueno para Él. En nuestro caso parece que es de mañana. Entonces se pescaba por la noche. Relacionando este texto con el de Lucas, que los exegetas consideran se refiere al mismo hecho, Jesús había hablado tal vez la tarde anterior desde la barca de Pedro. La gente oía desde la orilla sin estorbar al Maestro. De noche, antes de amanecer, Jesús se retiraba a orar y para los pescadores era la hora de pescar. Pedro y Andrés están concluyendo su trabajo, esta vez sin éxito. Pasa Jesús, les mira y ellos miran, se saludan, se sonríen y otra vez les invita a que le sigan, esta vez aludiendo a lo que hacen: “les haré pescadores de hombres”. Y lo mismo hace con los hermanos Zebedeo. 

Lo propio de la vida cristiana es vivirla cerca del Señor. En la casa, en el trabajo, en la calle, entre los pucheros anda Dios. Podemos hablar con Él. Podemos pedirle una ayuda, solicitar una luz, una buena suerte, evitar un peligro; podemos y debemos escuchar su voz en una necesidad de ayuda y servicio. “El justo vive de la fe” (Ro 1,17; Ga 3,11; Hb 10,38). Eso es vivir de la fe. Me atrevo a garantizarles que, si así lo hacen, verán con mucha más frecuencia que Dios les ha ayudado: un trabajo complicado y delicado que lo resuelven bien y en poco tiempo; un peligro que se diluye sin más; un dolor que desaparece no se sabe cómo; un texto de la Biblia que se me hace claro, etc. Todo viene de Dios. “Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a la muerte por mi” (Ga 2,20); “porque Dios nos ha destinado para la salvación para que, velando o durmiendo, vivamos juntos con Él” (1Tes 5,10). 

Me atrevo a afirmar que ir por estos caminos es la señal de que vamos creciendo en la fe y en el amor a Jesucristo y no estamos detenidos. Como Jesús vamos avanzando en edad, sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2,52). Esto es también ser la levadura, que escondida y sin ruido transforma la masa. En la masa están tantos hermanos que creen en Cristo, pero necesitan luz, una gracia especial para ver que lo que ya han llegado a creer les impulsa a la verdad plena. Ofrezcamos nuestras oraciones, nuestros sacrificios, nuestras vidas para que lleguen a conocer plenamente dónde está el amor pleno, Jesús.





Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog

El pecado original en la enseñanza de san Pablo

AUDIENCIA GENERAL
DE S.S. BENEDICTO XVI
Miércoles 3 de diciembre de 2008


Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy trataremos sobre las relaciones entre Adán y Cristo, delineadas por san Pablo en la conocida página de la carta a los Romanos (Rm 5, 12-21), en la que entrega a la Iglesia las líneas esenciales de la doctrina sobre el pecado original. En verdad, ya en la primera carta a los Corintios, tratando sobre la fe en la resurrección, san Pablo había introducido la confrontación entre el primer padre y Cristo: "Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. (...) Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida" (1 Co 15, 22.45). Con Rm 5, 12-21 la confrontación entre Cristo y Adán se hace más articulada e iluminadora: san Pablo recorre la historia de la salvación desde Adán hasta la Ley y desde esta hasta Cristo. En el centro de la escena no se encuentra Adán, con las consecuencias del pecado sobre la humanidad, sino Jesucristo y la gracia que, mediante él, ha sido derramada abundantemente sobre la humanidad. La repetición del "mucho más" referido a Cristo subraya cómo el don recibido en él sobrepasa con mucho al pecado de Adán y sus consecuencias sobre la humanidad, hasta el punto de que san Pablo puede llegar a la conclusión: "Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20). Por tanto, la confrontación que san Pablo traza entre Adán y Cristo pone de manifiesto la inferioridad del primer hombre respecto a la superioridad del segundo.

Por otro lado, para poner de relieve el inconmensurable don de la gracia, en Cristo, san Pablo alude al pecado de Adán: se podría decir que, si no hubiera sido para demostrar la centralidad de la gracia, él no se habría entretenido en hablar del pecado que "a causa de un solo hombre entró en el mundo y, con el pecado, la muerte" (Rm 5, 12). Por eso, si en la fe de la Iglesia ha madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque este está inseparablemente vinculado a otro dogma, el de la salvación y la libertad en Cristo. Como consecuencia, nunca deberíamos tratar sobre el pecado de Adán y de la humanidad separándolos del contexto de la salvación, es decir, sin situarlos en el horizonte de la justificación en Cristo.

Pero, como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿Qué es el pecado original? ¿Qué enseña san Pablo? ¿Qué enseña la Iglesia? ¿Es sostenible también hoy esta doctrina? Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la humanidad. Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor perdería su fundamento. Por tanto: ¿existe el pecado original o no?

Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible —yo diría, tangible— para todos; y un aspecto misterioso, que concierne al fundamento ontológico de este hecho. El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una parte, todo hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere hacer. Pero, al mismo tiempo, siente otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le agrada, aun sabiendo que así actúa contra el bien, contra Dios y contra el prójimo.

San Pablo en su carta a los Romanos expresó esta contradicción en nuestro ser con estas palabras: "Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero" (Rm 7, 18-19). Esta contradicción interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los días. Y sobre todo vemos siempre cómo en torno a nosotros prevalece esta segunda voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria. Lo vemos cada día: es un hecho.
Como consecuencia de este poder del mal en nuestra alma, se ha desarrollado en la historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador francés Blaise Pascal habló de una "segunda naturaleza", que se superpone a nuestra naturaleza originaria, buena. Esta "segunda naturaleza" nos presenta el mal como algo normal para el hombre. Así también la típica expresión "esto es humano" tiene un doble significado. "Esto es humano" puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa como debería actuar un hombre. Pero "esto es humano" puede también querer decir algo falso: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está presente en todas partes: por ejemplo, en la política todos hablan de la necesidad de cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros mismos.

Por tanto, el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es innegable. La cuestión es: ¿Cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento, prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con algunas variaciones. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre, desde el origen del ser, esta contradicción. Así pues, la contradicción de nuestro ser reflejaría sólo la contrariedad de los dos principios divinos, por decirlo así.

En la versión evolucionista, atea, del mundo vuelve de un modo nuevo esa misma visión. Aunque, en esa concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno, sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana desarrollaría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los cristianos llaman pecado original sólo sería en realidad el carácter mixto del ser, una mezcla de bien y de mal que, según esta teoría, pertenecería a la naturaleza misma del ser. En el fondo, es una visión desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final sólo cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en el fondo, está planteada sobre estas premisas, y vemos sus efectos. Este pensamiento moderno, al final, sólo puede crear tristeza y cinismo.

Así, preguntamos de nuevo: ¿Qué dice la fe, atestiguada por san Pablo? Como primer punto, la fe confirma el hecho de la competición entre ambas naturalezas, el hecho de este mal cuya sombra pesa sobre toda la creación. Hemos escuchado el capítulo 7 de la carta a los Romanos, pero podríamos añadir el capítulo 8. El mal existe, sencillamente. Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos considerado brevemente y que nos han parecido desoladores, la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que sin embargo está rodeado por los misterios de luz. El primer misterio de luz es este: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Por eso, tampoco el ser es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por eso es un bien existir, es un bien vivir. Este es el gozoso anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Así pues, vivir es un bien; ser hombre, mujer, es algo bueno; la vida es un bien. Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del ser mismo, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad que abusa.

¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico. Sólo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se lo representa con grandes imágenes, como lo hace el capítulo 3 del Génesis, con la visión de los dos árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar, pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar; ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más profunda. Sigue siendo un misterio de oscuridad, de noche.
Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Por eso, el mal puede ser superado. Por eso la criatura, el hombre, es curable. Las visiones dualistas, incluido el monismo del evolucionismo, no pueden decir que el hombre es curable; pero si el mal procede sólo de una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría dice: "Las criaturas del mundo son saludables" (Sb 1, 14).

Y finalmente, como último punto, el hombre no sólo se puede curar, de hecho está curado. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia. A la permanente fuente del mal ha opuesto una fuente de puro bien. Cristo crucificado y resucitado, nuevo Adán, opone al río sucio del mal un río de luz. Y este río está presente en la historia: son los santos, los grandes santos, pero también los santos humildes, los simples fieles. El río de luz que procede de Cristo está presente, es poderoso.

Hermanos y hermanas, es tiempo de Adviento. En el lenguaje de la Iglesia la palabra Adviento tiene dos significados: presencia y espera. Presencia: la luz está presente, Cristo es el nuevo Adán, está con nosotros y en medio de nosotros. Ya brilla la luz y debemos abrir los ojos del corazón para verla, para introducirnos en el río de la luz. Sobre todo, debemos agradecer el hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia como nueva fuente de bien. Pero Adviento quiere decir también espera. La noche oscura del mal es aún fuerte. Por ello rezamos en Adviento con el antiguo pueblo de Dios: "Rorate caeli desuper". Y oramos con insistencia: Ven Jesús; ven, da fuerza a la luz y al bien; ven a donde domina la mentira, la ignorancia de Dios, la violencia, la injusticia; ven, Señor Jesús, da fuerza al bien en el mundo y ayúdanos a ser portadores de tu luz, agentes de paz, testigos de la verdad. ¡Ven, Señor Jesús!
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Tomado de

Hablar y Escucharse

P. Vicente Gallo Rodríguez S.J.


La relación entre los hombres, y el vivir conscientemente en ella, se realiza de muchas maneras; pero un modo especial, y acaso el más importante, se da en el hablar y escucharse mutuamente.

Un día vino a mi confesionario una pobre mujer, como hay tantas acaso, desesperada en su soledad. Su problema era que se le iban pasando los años, y sufría cada vez más la angustia de no tener a quién poder contarle sus cosas, sus proyectos, sus pequeños triunfos o sus gozos, sus fracasos no pocas veces, sus tristezas, sus frustraciones, nada. Tenía que conversar conmigo -me lo aseguró- solamente por eso, porque necesitaba desahogarse contando cómo se sentía, y pensaba que yo podría escucharle. No tener con quien hablar de sus penas, no tener alguien que la escuchase con verdadero interés por sus cosas y por ella, se le hacía por demás penoso.

Es el drama de muchos hijos niños o adolescentes cuando sus papás, quizás por estar muy ocupados, viven alejados, metidos en no sé qué intereses más importantes que su hijo. Y es el drama de aquellos esposos que, aun viviendo juntos, llevan tiempo sin poder hablar con su pareja, o no siendo escuchados cuando hablan. Escuchados con interés, que es el modo de escucha verdadera. Este es el drama de sentirse solos aun viviendo acompañados.

Hay muchos modos de relacionarse con otro. Pero es obvio que uno de los principales es el hablarse. Desde la apremiante necesidad de vivir en verdadera relación se aprenden los idiomas, a veces tan complicados: el idioma de nuestra gente, allí donde nacemos, aun antes de cualquier estudio posible y antes del llamado “uso de razón”; y si vamos a otra parte del mundo, el idioma de la gente con los que ahora vivimos.

La palabra es el medio obligado de comunicarnos los unos con los otros, el lazo elemental que nos une en sociedad, necesidad tan humana. Por eso el mentir es pecado: porque yo tengo derecho a poder fiarme de la palabra de los otros, y todos tienen derecho a fiarse de la palabra mía. El mentir es violar ese derecho. Aunque engañar cuando el otro no tiene derecho a saber mi verdad, ya no es pecado; lo dije antes, y son muy frecuentes las situaciones así. Hay casos en los que el ocultar la verdad es una verdadera obligación; por ejemplo, al no contar lo que ocurre en mi familia, aunque me lo estén preguntando.

Curiosamente nunca se nos ha dicho que sea pecado el no escuchar a quien habla cuando este tiene necesidad y derecho a ser escuchado. El no escuchar al otro cuando tiene derecho a que se le escuche es castigarlo a sentirse solo, sin que nosotros tengamos derecho a dejarle así. Por no haberse dignado escucharle, no pocas veces opinamos equivocadamente de uno, y le hacemos la verdadera injusticia de maltratarlo de esa manera, en nuestro concepto y acaso también hablando de él a los demás. Por no haberle preguntado, o no haber atendido debidamente a lo que dijo, hasta un juez puede dictar una sentencia injusta. Por el pecado de no escuchar cuando es una obligación.

Por no haber escuchado a la pareja, cuando te ha dicho cosas importantes de sí, con palabras o con otras expresiones no verbales, dejas de saber que te ama, y concluyes acaso que dejó de amarte. Se cae en la ligereza o el delito de maltratar la relación de amarse, respetarse y ayudarse durante toda la vida, tal como se lo prometieron ante Dios al casarse, cuando no se han escuchado debidamente. Concluyamos que también es pecado el no escuchar cuando se debe hacerlo; como lo es el mentir.

Como cristianos, entendemos que al hablar a quien “necesita” nuestra palabra, es a Dios a quien hablamos; hagámoslo, pues, con esa debida sinceridad, y con ese amor. Pero también, cuando escuchamos a quien “necesita” mucho ser escuchado, es a Dios a quien nos dignamos escuchar; hagámoslo entonces con esa reverencia sagrada de aquel Profeta niño: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”; o como María cuando le dijo a Dios “Hágase en mí según tu Palabra”; o cuando ella, escuchando a su Hijo, “guardaba todas esas cosas en su corazón”. Porque es en el corazón donde se acoge al otro si se le escucha de veras, no sólo en la mente o guardándolo en la memoria.

Comunicarse hablando es una necesidad imprescindible en una vida de relación que aspire a ser convivencia feliz. El simple hecho de estar juntos, aun sin hablarse aparentemente, pero manteniendo el estarse atentos el uno al otro, ya es cultivar la relación comunicándose. Siempre se cruzarán alguna palabra expresión del amor en ese estar atentos el uno al otro, y siempre habrá alguna palabra del otro como respuesta a ese amor de estar juntos. Pero sea como fuere, están haciéndose compañía, que es el primer deber para vivir en verdadera relación.

Comprendamos sin embargo que también pueden estar juntos y atentos el uno al otro, cuando por razón del trabajo, o de lo que sea, físicamente están distantes, pero con frecuencia cada uno de los dos piensa en el otro, y acaso sin más, sólo para saludarle, marca el teléfono. Estando distantes, no se dejan mutuamente solos, saben estar presentes el uno al otro, se hacen compañía. Todo tipo de “presencia” tiene validez y se necesita en una verdadera relación, principalmente en la pareja unida en matrimonio. Es importante saberlo.

Jesucristo: Rostro humano de Dios y Rostro divino del hombre

II. JESUCRISTO, ROSTRO DIVINO DEL HOMBRE

Mons. Miguel Cabrejos Vidarte, OFM
Arzobispo de Trujillo
Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana
2º Parte de su Conferencia en la X Semana Social.


1. La visión del profeta Daniel (Dn 7,13-14) es el punto final de una larguísima tradición bíblica, que se inicia justamente con la narración de la creación del hombre. El hombre ha sido creado para ser el que domina la tierra (Gn 1,28). El hombre debe ser vértice de la creación, debe ser el Señor, dependiente naturalmente del Gran Señor.

2. Cristo con su muerte y resurrección ha sido constituido Señor de todas las cosas. Es en Él que se realiza todo el designio de Dios. Él es Omega, el punto culminante de la historia humana y de la Historia de la Salvación. Es La Palabra definitiva de Dios.

3. Pero, Dios a través del Hijo ha hecho también el mundo (Hb 1,2). Para poder ser el Omega, el punto culminante de la historia, Cristo tenía que ser el Alfa, el punto inicial de todo, el Hijo Eterno, pre-existente, la Palabra primordial, por medio de la cual Cristo ha creado el mundo. Ahora reconocemos que esa Palabra creadora es una persona divina, Cristo, hecho rostro humano, Hijo de Dios y hermano nuestro.

4. No nos olvidemos que la gloria personal de Jesucristo ha revelado plenamente su gloria pre-existente. Jn 3,13: “Ninguno jamás ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo”.
Ninguno puede enaltecerse a la altura de Dios sino quien ha estado desde el inicio a la misma altura.

5. Dios jamás ha dicho a un ángel “tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado”. Lo ha dicho a Cristo. ¿Cuándo? La liturgia lo aplica a Navidad, pero la Carta a los Hebreos y S. Pablo (AT 13,33) lo aplican a la resurrección de Cristo. En la resurrección de Cristo, Dios ha dicho a Cristo: “Tú eres mi Hijo”. En cuanto persona es claro que Cristo siempre ha sido Hijo de Dios (Heb 1,3), pero su naturaleza humana no tiene de inmediato la gloria filial, porque el Hijo de Dios tomó la condición de esclavo (Fil 2,7). Había tomado una condición humilde, no gloriosa. Después de la pasión en la Resurrección, Cristo ha obtenido la gloria filial también para su naturaleza humana. Este es el motivo de alegría y de orgullo espiritual. Jesús ha sido proclamado Hijo de Dios en su naturaleza humana y por eso es que podemos estar llenos de confianza y seguridad.

6. Aquí está la raíz de la proclamación: Jesucristo, rostro humano de Dios y Jesucristo, rostro divino del hombre. Aquí está la raíz de todos nuestros esfuerzos que debemos desplegar para trabajar por el ser humano, por su dignidad, sus derechos, especialmente de los más humildes y necesitados; por sus valores y virtudes, por su vida, su existencia, para que alcance la gracia y viva en ella.

A partir del conjunto de estas dos dimensiones, la humana y la divina, se entiende mejor el por qué del valor inviolable del hombre: él posee una vocación eterna y está llamado a compartir el amor trinitario del Dios vivo.
Este valor se aplica indistintamente a todos. Sólo por el hecho de existir, cada hombre tiene que ser plenamente respetado. Hay que excluir la introducción de criterios de discriminación de la dignidad humana basados en el desarrollo biológico, psíquico, cultural o en el estado de salud del individuo. En cada fase de la existencia del hombre, creado a imagen de Dios, se refleja, “el rostro de su Hijo unigénito… Este amor ilimitado y casi incomprensible de Dios al hombre revela hasta qué punto la persona humana es digna de ser amada por sí misma, independientemente de cualquier otra consideración: inteligencia, belleza, salud, juventud, integridad, etc. En definitiva, la vida humana siempre es un bien, puesto que “es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria” (Evangelium vitae, 34).

7. Por eso el Papa Benedicto XVI, con mucha razón ha dicho en Aparecida: la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf.2 Co 8.9). (Discurso Inaugural de S.S. Benedicto XVI, Aparecida, 13-05-07).

8. Jesucristo, es verdaderamente Dios con Dios y Jesucristo es hermano nuestro. El Salmo 8 dice: “¿Que cosa es el hombre para que tú te acuerdes de él?”.
La vocación del hombre es la de ser el vértice de la creación. Dios dice al hombre de llenar la tierra, de someterla, de dominarla. Todo debe ser sometido al hombre. Por eso la dignidad de la persona humana es el meollo de la Iglesia y deberá ser siempre nuestra preocupación. El libro de la Sabiduría precisa el modo cómo se debe realizar este dominio del hombre sobre la tierra. “Que gobierne el mundo con santidad y justicia y pronuncie juicios con ánimo recto”.

9. Jesús es el que está más unido a Dios porque es Dios, y es quien está más unido a nosotros porque es hombre. Cristo es un Hermano que no se olvida de nosotros en su gloria porque su gloria es justamente el fruto de su solidaridad con nosotros.

10. La gran pregunta es: ¿cómo hacer que resplandezca el rostro divino del hombre, en la historia humana, en el hoy, cuando su dignidad, sus derechos fundamentales se ven pisoteados y maltratados por una mentalidad muchas veces alejada de Dios y de la misma dignidad humana?

11. ¿Cuál es el papel de la Iglesia, cuando el mismo Santo Padre nos dice que la Iglesia es “abogada de la justicia y de los pobres?
El hombre, participando en el poder creador de Dios, está llamado a transformar la creación, ordenando sus muchos recursos a favor de la dignidad y el bienestar integral de todos y cada uno de los hombres, y a ser también el custodio de su valor e intrínseca belleza.

Pero la historia de la humanidad ha sido testigo de cómo el hombre ha abusado y sigue abusando del poder y la capacidad que Dios le ha confiado, generando distintas formas de injusta discriminación y opresión de los más débiles e indefensos. Los ataques diarios contra la vida humana; la existencia de grandes zonas de pobreza en las que los hombres mueren de hambre y enfermedades, excluidos de recursos de orden teórico y práctico que otros Países tienen a disposición con sobreabundancia; un desarrollo tecnológico e industrial que está poniendo en riesgo de colapso el ecosistema; la utilización de la investigación científica en el campo de la física, la química y la biología con fines bélicos; las numerosas guerras que todavía hoy dividen pueblos y culturas. Éstos son, por desgracia, sólo algunos signos elocuentes de cómo el hombre puede hacer un mal uso de su capacidad y convertirse en el peor enemigo de sí mismo, perdiendo la conciencia de su alta y específica vocación a ser un colaborador en la obra creadora de Dios.

12. El Nuevo Testamento dice que Cristo tiene autoridad, pero también es misericordioso y lleno de compasión y deseoso de ayudarnos… En nuestro ministerio debemos necesariamente unir no sólo autoridad sino misericordia, no sólo autoridad sino comprensión, porque así es el sacerdocio de Cristo.

13. La carta a los Hebreos presenta la misericordia de Cristo, como un sentimiento profundamente lleno de humanidad: la compasión hacia sus semejantes adquirida con la participación de su propio destino. No se trata pues de un sentimiento superficial de quien se conmueve fácilmente, se trata de una capacidad adquirida a través de la experiencia personal del sufrimiento.

14. El autor nos hace comprender que para poder compadecerse verdaderamente, es necesario haber padecido personalmente. Es necesario haber pasado por las mismas pruebas, los mismos sufrimientos de aquellos que se quiere ayudar.

15. Cristo sabe compadecerse porque ha estado probado en todo como nosotros menos en el pecado. Desde su nacimiento ha conocido la pobreza, la exclusión, después ha conocido el hambre, la sed, el cansancio, la contradicción, la hostilidad, la traición, la condena injusta, la soledad, el abandono, la cruz. Ha adquirido así una capacidad extraordinaria de comprensión, de compasión.

16. La misericordia de Dios se ha manifestado en el A.T. de muchos modos, pero le faltaba una dimensión: la de ser expresada con un corazón humano y adquirida a través de la experiencia dolorosa de la existencia humana.

17. Cristo ha dado a la misericordia de Dios esta nueva dimensión que conmueve tanto y es tan reconfortante para nosotros, pues nos llena de profunda esperanza.

18. Es importante en nuestro ministerio pastoral, en nuestro servicio eclesial comprender esto. Una simple formulación como: Jesucristo, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre, puede parecer retórico, pero que no lo es: el contenido es profundamente divino y humano y útil para nuestro ministerio pastoral y evangelizador.

Sólo algunos ejemplos:
a) Mc 1,40: su corazón se conmovió frene al leproso y lo curó.
b) Mt 20,34: Jesús se conmueve frente a los 02 ciegos que le gritaban; los curó.
c) Lc 7,13: El Señor se conmovió frente a la viuda de Naim, y le devolvió la vida al hijo único.
d) Mt 9,36: viendo la multitud se conmovió porque eran como ovejas sin pastor,

Jesús tiene diferentes reacciones:
a) Mc 6,34: se puso a enseñar
b) Mt 14,14: curó sus enfermos
c) Mt 15,32: Jesús mismo dice “Mi corazón se conmueve por esta multitud” y multiplica los panes.
d) Lc 10,33: El buen samaritano se conmueve.
e) Lc 15,20: El Padre que ve a su hijo arrepentido se conmueve.

19. Finalmente, pidamos la gracia de poder sentir y palpar las necesidades de nuestros hermanos que son muchas, para poder en nuestra vida hacer resplandecer el rostro divino en el hombre ya que Jesucristo nos ha mostrado el rostro humano de Dios. Dios se metió en el pellejo de los hombres, se hizo semejante en todo menos en el pecado, sólo metiéndonos en el pellejo de los hombres, podemos ayudarlos verdadera y evangélicamente.

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Agradecemos a Roberto Tarazona por compartir con nosotros estas Conferencias de la X Semana Social.

Homilías - Vivir ese gran encuentro - Domingo 2º T.O. (B)





P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.

Lecturas: 1S 3,3-10.19; S.39; 1Co 6,13-15.17-20; Jn 1,35-42 

Como ya les dije, deseo que este año descubran la profunda relación del Antiguo y el Nuevo Testamento. Tanto la acción de Dios como el texto del Antiguo Testamento son para preparar mentes y corazones a recibir al Señor. 

“Aun no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor”. El domingo pasado comenté cómo el Señor se manifiesta a todo hombre en algún momento de su vida, como en el caso de los Magos. Samuel era todavía casi un niño. Era todavía un adolescente. Dios le llamó muy pronto. Era una gracia que le habían conseguido las oraciones de su madre, que con tanto deseo lo había pedido al Señor y se lo había consagrado y entregado al nacer. Atiendan, padres, a la Escritura y valoren el peso de las oraciones por sus hijos para que sean dignos hijos de Dios. 

“Aun no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor”. El que abre el diálogo es Dios. Siempre es así. Dios toma la iniciativa gratuitamente; sin ella no podemos hacer nada para salvarnos; ya lo explicamos. Para conocer la voz de Dios, es necesario que primero Él nos hable. 

De hecho nos habla. No cuando nosotros queremos, sino como Él quiere. Es gracia, no podemos poner condiciones. “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Se parece a la respuesta de María: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

“Todo empieza por un encuentro” –suele repetir con frecuencia el Papa Benedicto XVI–. La fe no es mera acogida intelectual de verdades de paporreta. La fe es la entrega del corazón a Dios, que me ha salido al encuentro y me entrega el suyo, y yo lo acojo rendido y acepto en consecuencia la realidad de una serie de verdades y dispongo de mi ser y de mi vida de modo que en el futuro sea vivir en el amor de ese Dios que me ama. 

Samuel tuvo su encuentro. Hoy nos habla el evangelio del que también tuvieron Andrés, Juan el apóstol, y Pedro. Lo cuenta Juan, que, como otras veces, oculta su nombre, pero que delatan detalles de testigo ocular, como el lugar y la hora exactas, el gesto y la palabra hebrea de Jesús “Rabí”. (Juan escribe en ambiente griego y para creyentes en su mayoría de lengua griega y se dirige a ellos en griego tanto en sus cartas como en el evangelio y por eso traduce lo que significa). 

Ese encuentro con Cristo se da a todos en la vida. Y normalmente, cuando se responde positivamente, sucede con frecuencia. Santa Teresa afirma que “entre los pucheros anda Dios” y un eslogan de espiritualidad ignaciana es el “encontrar a Dios en todas las cosas”. Ese encuentro puede ser más o menos expresivo tanto de parte de Dios como del hombre, pero es frecuente. Me atrevo a decirlo: Todos ustedes, los que en este momento están en misa, se han encontrado con Dios y aun ahora mismo se están encontrando con Él. Cierto que sólo se conoce a la luz de la fe. Como para ver los huesos y otras partes de nuestro organismo son necesarios los rayos X, para darse cuenta de que Dios nos ha salido al encuentro, es necesaria la luz de la fe. Pero ustedes están aquí escuchando y participando en esta misa, porque creen que Dios se hace presente en ella, porque creen en la autoridad divina de la Iglesia, porque creen que Dios les dirige la palabra en las lecturas y en la palabra del sacerdote, etc. Es decir que todos los actos voluntarios que ustedes vienen haciendo son actos de fe y también de amor de Dios. Procuren ustedes caer en la cuenta, saquen las conclusiones de ello y me atrevo a prometerles que con frecuencia sentirán afectivamente la presencia de Dios que les ama, les ilumina, les anima, les toca el corazón, les felicita, les corrige, les da su paz, les comunica su fuerza para obrar y llevar la cruz según el evangelio. 

Samuel no se daba cuenta porque nunca le había hablado antes el Señor. Es importante buscar ese encuentro y saber que es posible. Juan y Andrés eran discípulos de Juan Bautista. Se habían hecho porque creían en la promesa de Dios y, cuando oyeron del Bautista, fueron a él, se bautizaron y se quedaron como discípulos. Tenían hambre y esperaban la Salvación de Dios. No la encontraron inmediatamente, pero se quedaron y se preparaban con aquella vida tan dura del profeta. Pasó Jesús un día, pero no fue suficiente para decidirlos. Repitió Jesús al día siguiente su paseo y esta vez sí le siguieron. No deberíamos hacerlo, pero a veces sucede. No respondemos de inmediato positivamente. Pero Jesús insiste, confía en nosotros, respondamos. También va Pedro en busca del Mesías. Él tiene su familia, su barca y sus compromisos. Lo deja sin embargo por algunos días para ver y oír a ese Juan Bautista. El encuentro con Jesús es fulgurante: Será su hombre, será la primera piedra y básica de sus planes: “Te llamarás Cefas”, Pedro, mi piedra sólida. En un momento difícil para todos, cuando no pocos de los mismos seguidores de Jesús dudan muy seriamente ante la dificultad psicológica que tienen las palabras de Jesús prometiendo la Eucaristía, Pedro saldrá al frente con coraje: ¿Abandonarte, Señor? ¿Y entonces a quién iríamos? ¡Tú solo tienes palabras de vida eterna! (V. Jn 6,.68). Después de unos dos años viviendo con Jesús, tras tantas horas de trato, Pedro no puede concebir la vida separado de Jesús. ¡Ojalá que esto suceda con nosotros! ¡Dichoso aquel momento en que nos encontramos con Jesús! 

Tal vez fue ya en la infancia y como un niño, que siempre ha vivido feliz con sus papás y hermanos, puede considerar que esto es normal y no una inmensa suerte, y puede estar tentado de creer que aquello fue tan normal que ni hubo tal encuentro. Es como un pececillo que se imaginara que todos viven en el agua. Pero no es así. Aquello fue una gracia muy particular, que no se da a tantos. Sin embargo ¡qué bonito sería que tales circunstancias se dieran con más frecuencia! Es una gran gracia. Pídanla los padres al Señor. 

Pero otros encontraron a Jesús más adelante, tal vez con motivo de la primera comunión, tal vez tras haber estado perdidos y con muchos pecados. Lo que importa es mantener y aumentar el entusiasmo de Andrés, cuando dice a su hermano: “Hemos encontrado al Mesías”. Hemos encontrado a Jesús. Todos los que aquí estamos, hemos encontrado a Jesús. Y tuvimos ese encuentro además para no desencontrarnos jamás, para “estar con Él y enviarnos” (Mc 3,14). Ese encuentro se hace más profundo continuando con Él, orando, escuchándole, corrigiendo los defectos que nos hace ver, obrando según su palabra, viéndole y amándole en el prójimo a quien vemos con los ojos de la cara; porque “el justo vive de la fe” (Ga 3,11). Es necesario que el encuentro siga. Que nuestra vida, hermanos, sea la de quienes hemos encontrado y ¿a quién iríamos si lo perdiéramos estúpidamente?




Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog

Jesucristo: Rostro humano de Dios y Rostro divino del hombre

Mons. Miguel Cabrejos Vidarte, OFM
Arzobispo de Trujillo
Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana

Conferencia de la X Semana Social


1. Se me ha pedido desarrollar el tema “Jesucristo: rostro humano de Dios y rostro divino del hombre”. Para comprender que Jesucristo, es el rostro humano de Dios hay que ir a las fuentes de la revelación, porque la 2da. parte del tema, el rostro divino del hombre, a la luz de la misma revelación, es tarea nuestra, es decir, somos nosotros los que hacemos que en el ser humano resplandezca o no el rostro divino. Henry de Lubac decía: “en el rostro de cada ser humano, brilla el rostro divino del Resucitado”.

2. “El Señor les habló desde el fuego, y ustedes escuchaban el sonido de sus palabras, pero no percibían ninguna figura: sólo se oía la voz” (Dt 4,12). El Señor se había presentado, no como una imagen o una efigie o una estatua similar al becerro de oro, sino con “rumor de palabras”. Es una voz que había entrado en escena en el preciso momento del comienzo de la creación, cuando había rasgado el silencio de la nada: “En el principio... dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz... En el principio existía la Palabra... y la Palabra era Dios ... Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada” (Gn 1, 1.3; Jn 1, 1-3).

3. Lo creado nace de una palabra que vence la nada y crea el ser. El Salmista canta: “Por la Palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el aliento de su boca todos sus ejércitos ... pues él habló y así fue, él lo mandó y se hizo” (Sal 33, 6.9). Tenemos de esta forma una primera revelación “cósmica”.

4. Pero la Palabra divina también se encuentra en la raíz de la historia humana. El hombre y la mujer, llevan en sí la huella divina, pueden entrar en diálogo con su Creador o pueden alejarse de él y rechazarlo (Adán y Eva). “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ... conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para sacarlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa ...” (Ex 3, 7-8). Hay, por tanto, una presencia divina en las situaciones humanas.

5. La Palabra divina eficaz, creadora y salvadora, está por tanto en el principio del ser y de la historia, de la creación y la redención. El Señor sale al encuentro de la humanidad proclamando: “Lo digo y lo hago” (Ez 37,14). Sin embargo, hay una etapa posterior que la voz divina recorre: es la de la Palabra escrita, las Escrituras sagradas.

6. Las Sagradas Escrituras son el “testimonio” en forma escrita de la Palabra divina, son el memorial canónico, histórico y literario que atestigua el evento de la Revelación creadora y salvadora. Por tanto, la Palabra de Dios precede y excede la Biblia, si bien está “inspirada por Dios” y contiene la Palabra divina eficaz (cf. 2 Tm 3, 16). Por este motivo nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una Historia de Salvación y, como veremos, una persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne, hombre, historia. Precisamente porque el horizonte de la Palabra divina abraza y se extiende más allá de la Escritura, es necesaria la constante presencia del Espíritu Santo que “guía hasta la verdad completa” (Jn 16, 13) a quien lee la Biblia y la Historia de la Salvación. Es ésta la gran Tradición, presencia eficaz del “Espíritu de verdad” en la Iglesia, El propio San Pablo, cuando proclamó el primer Credo cristiano, reconocerá que “transmitió” lo que él “a su vez recibió” de la Tradición (1 Cor 15,3-5).
NOTA:
La Palabra de Dios precede y excede la Biblia


I. El rostro humano de Dios: JESUCRISTO

1. En el original griego son sólo tres las palabras fundamentales: “el Verbo/Palabra se hizo carne”. Son el corazón mismo de la fe cristiana. La Palabra eterna y divina entra en el espacio y en el tiempo y asume un rostro y una identidad humana, tan es así que es posible acercarse a ella directamente pidiendo: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 20-21). Las palabras sin un rostro no son perfectas, porque no cumplen plenamente el encuentro, como recordaba Job, cuando llegó al final de su dramático itinerario de búsqueda: “Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos” (42, 5).

2. Cristo es “la Palabra que está junto a Dios y es Dios”, es “imagen de Dios invisible; pero también es Jesús de Nazaret, que camina por las calles que de una provincia marginal del imperio romano, que habla una lengua local, que presenta los rasgos de un pueblo, el judío, y de su cultura. El Jesucristo real es, por tanto, carne frágil y mortal, es historia y humanidad, pero también es gloria, divinidad, misterio: Aquel que nos ha revelado a Dios que nadie ha visto jamás (cf. Jn 1, 18). El Hijo de Dios sigue siendo el mismo aún en ese cadáver depositado en el sepulcro y la resurrección es su testimonio vivo y eficaz.

3. La tradición cristiana ha puesto a menudo en paralelo la Palabra divina que se hace carne Jesucristo, con la misma Palabra que se hace libro, las Sagradas Escrituras. Por eso: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1, 1-2).

4. Él es el sello, “el Alfa y la Omega” (Ap 1, 8) de un diálogo entre Dios y sus criaturas repartido en el tiempo y atestiguado en la Biblia. Es a la luz de este sello final cómo adquieren su “pleno sentido” las palabras de Moisés y de los profetas, como había indicado el mismo Jesús aquella tarde de primavera, mientras él iba de Jerusalén hacia el pueblo de Emaús, dialogando con Cleofás y su amigo, cuando “les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24, 27).

5. Precisamente porque en el centro de la Revelación está la Palabra divina transformada en rostro, el fin último del conocimiento de la Biblia no está “en una decisión ética o una gran idea, sino en el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus cáritas est, 1).

6. La Palabra de Dios personificada “sale” de su casa, del templo, y se pone en marcha a lo largo de los caminos del mundo para encontrar la gran peregrinación que los pueblos de la tierra han emprendido en la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la paz. Como se lee en el libro del profeta Amós, “vienen días - dice Dios, el Señor - en los cuales enviaré hambre a la tierra. No de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios” (8, 11). A este hambre responde Jesús y a este hambre quiere el Señor que responsamos nosotros.

7. Asimismo Cristo resucitado lanza el llamado a los apóstoles titubeantes, para salir de las fronteras de su horizonte protegido: “Por tanto, id a todas las naciones, haced discípulos [...] y enseñadles a obedecer todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19-20). La Biblia está llena de llamadas a “no callar”, a “gritar con fuerza”, a “anunciar la Palabra en el momento oportuno e importuno” a ser guardianes que rompen el silencio de la indiferencia.

8. “La voz de cielo que yo había oído me habló otra vez y me dijo: “Toma el librito que está abierto en la mano del ángel ...”. Y el ángel me dijo: “Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel”. Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas” (Ap 10, 8-11).

9. La Sagrada Escritura “tiene pasajes adecuados para consolar todas las condiciones humanas y pasajes adecuados para atemorizar en todas las condiciones” (B. Pascal, Pensieri, n. 532).

10. La Palabra de Dios hecha rostro, en efecto, es “más dulce que la miel, más que el jugo de panales” (Sal 19, 11), es “antorcha para mis pasos, luz para mi sendero” (Sal 119, 105), pero también es “como el fuego y como un martillo que golpea la peña” (Jr 23, 29). Es como una lluvia que empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar, haciendo florecer de este modo también la aridez de nuestros desiertos espirituales (cf. Is 55, 10-11). Pero también es “viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4,12).

11. Así pues, el Dios de la Biblia es un Dios con rostro que habla a los hombres, no es un Dios mudo: es un Dios que nos habla para entrar en comunicación.

12. Hablar con una persona siempre quiere decir establecer una relación. Para Dios lo que cuenta es una relación personal, para mantener, para nutrir una relación afectiva. Este ha sido siempre el objetivo de Dios.

13. Un Dios así grande, así santo, tan diferente de nosotros que haya tenido la iniciativa de dirigirse a nosotros para establecer una relación con nosotros para profundizarla, es algo que impresiona y que los Salmos cantan de muchas maneras.

14. Dios nos ha hablado en el Antiguo Testamento. Dios nos habla en Jesucristo. Hay que tener conciencia de esta iniciativa extraordinaria de Dios.

15. El profeta Oseas 2,16 dice: “Lo conduciré al desierto y le hablaré al corazón”. La característica de nuestro Dios es aquella de ser un Dios de Alianza, un Dios que quiere establecer relaciones personales y profundizarlas y esto se explica por qué muchas veces se nombran las personas en la Sagrada Escritura.

16. A veces sucede que las personas no se hablan porque no quieren entrar en relación entre ellas por diferentes motivos. Pero Jesús rompe esta barrera, porque la voluntad de Dios es una voluntad de comunicación, de comunión.

17. El Antiguo Testamento es la historia de la Palabra de Dios que se comunica: Abraham, Moisés. Dios se autodefine a través de relaciones personales con algunos hombres de importancia. Y Dios ha hablado a los profetas para entrelazar el diálogo con su pueblo.

18. El Nuevo Testamento es la Palabra de Dios que se hace rostro. Cristo no es pues un porta voz de la Palabra de Dios, como eran los Profetas, sino que Él es la Palabra, el Verbo, hecho carne, hecho rostro humano.

19. El señor se ha puesto en relación profunda con nosotros y quiere profundizar esta relación. Debemos abrir con gran confianza nuestro ánimo a la Palabra de Dios, que es más que la Sagrada Escritura, es palabra encarnada, hecha rostro humano: Jesucristo.
Agradecemos a Roberto Tarazona por compartir con nosotros estas Conferencias de la X Semana Social.

Sé que quieres la Paz

Compartimos esta reflexión que nos enviaron.

Sé que quieres la paz. No sólo para tu país o para el mundo. Sé que quieres y necesitas esa paz que nace, como flor inesperada, bajo un alero del alma. Quisieras despertarte un día y encontrar que la noche te regaló esa flor, y que ella ha llegado para ya no abandonarte nunca. Pero así como a tu mundo y a tu país, a tu corazón le falta esa paz.

Y cuando descubres que no tienes paz, o que la pierdes tan fácilmente, junto con ella pronto te abandona la paciencia. El humo de la ofuscación asoma pronto en tu casa y el entendimiento a duras penas puede discernir camino tras los vapores espesos de la confusión. Sé que no te gusta ser así; sé que detestas ser así; sé que darías mucho por no ser así; pero eres así. Y así de frágiles en su custodia de la paz son tus hermanos los hombres, y por eso lo extraño no es que falte la paz, sino que no haya más contiendas.

Hoy quiero mostrarte un paso, un humilde pero precioso paso, hacia la verdadera y ansiada paz. No añadas a la falta de paz la protesta por que no hay paz. Piensa en un hombre que no tiene pan, aunque trabaja para conseguirlo. ¿Ayuda en algo disgustarse porque no hay lo que luego vendrá? ¿Acaso el estómago come disgustos, o no será más bien que los disgustos hacen peor al hambre misma?

Es preciso que aproveches para Dios todo, no sólo lo que a ti te gusta. A ti te gusta sentir paz; te encanta descubrir que tu querer y el querer de Dios van exactamente en la misma dirección; te fascina percibir esa deliciosa armonía que a veces se da entre tus esfuerzos y tus frutos, entre tus expectativas y tus resultados, entre tus posibilidades y tus oportunidades. Cuando algo de esto sucede, quisieras congelar el tiempo, detenerlo todo y caer eternos esos instantes en que de repente todo va como tú crees que debiera ir.

Esos momentos tú los sabes aprovechar, y sabes también volverlos gratitud y alabanza. Lo que no sabes, y ahora es preciso que empieces a aprender, es aprovechar las horas de contradicción exterior y de desasosiego interior en ofrenda que Dios también espera y también acepta, quizá incluso con mayor gusto que las loas que le tributas en las horas buenas.

Nota que no te digo que no sientas ese disgusto o esa inconformidad contigo, con las circunstancias, o con las personas. O que te digo es que no hagas de ese disgusto un círculo de protesta, ira, ofuscación, división interior, autoculpabilidad, y casi siempre, pecado. El mismo Dios que te da los tiempos buenos te da los tiempos malos. ¿Y es que tú te crees que Dios no sabe que tú sientes y que vas a sentir ese disgusto o esa ansiedad o ese desasosiego? ¡Bien lo sabe Dios! Y con el mismo amor que te da lo uno te da lo otro. ¿Por qué, pues, vas a recibirle lo uno con grandes sonrisas y lo otro con infantiles protestas y reclamos interiores? De los tiempos buenos puedes disfrutar mucho, pero la realidad es que sueles aprender poco, así como es poco lo que cambia en ti en tales circunstancias.

Lo más importante de lo que te quiero decir es esto: no intentes cambiar directamente el sentimiento interior, por ejemplo, de desaprobación, irritación o fastidio. Más bien aprende de él. Aun en medio de la tormenta hay luces y faros encendidos. Hazte preguntas, incluso cuando todavía braman los vientos del coraje y tu ánimo es una pobre barquichuela al azar de olas espantosas. Reconoce allí qué parte de tu yo ha sido herida y qué renglón de tus intereses ha sido lastimado. Descubrirás que la tormenta disminuye y que la realidad es que tus pretensiones y malas costumbres son la causa principal de toda esa bulla y enfadoso estrépito.
Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.

Fr. Nelson M.
Agradecemos a Zoila por compartir esta reflexión.

Aprenda LATÍN


CLASES DE
LATÍN en San Pedro


Inicio:
Sábado 17 de enero del 2009.
Hora:
11:00 a.m. (hora exacta).
Lugar:
En el segundo piso del claustro de la Parroquia San Pedro.
Profesor:
P. Miguel Girón S.J.
Informes:
En la recepción de la Parroquia.
Teléfono: 428-3010.
Traer cuaderno y lapicero.

Yo, tú, él.

P. Vicente Gallo Rodríguez S.J.


I

Sin querer meternos en honduras filosóficas. ¿Tienen los animales conciencia de su “yo”? No lo sabemos. Pero en los seres humanos, en mí como en cualquiera, ser consciente de que soy “yo”, distinto y aparte de los demás, que yo vivo, que yo entiendo, que yo soy responsable de lo que hago, es lo más característico de mi existencia personal. Yo puedo dar. Yo puedo recibir. Yo valgo. Yo conozco. Yo amo. Yo quiero ser más feliz. Yo soy yo. Yo siempre seré yo. Yo soy único e irrepetible. Es la conciencia del YO.

A mi lado hay otros como yo, que a su vez e igualmente dicen “yo”. Todos somos personas distintas e independientes unas de otras. Pero, al mismo tiempo, todos vivimos en relación, viéndonos unos a otros, conociéndonos, atrayéndonos o rechazándonos, dependiendo los unos de los otros de muy diversas maneras, lo queramos o no. Sólo así cada uno decimos “yo”: porque tengo ante mí un “tú” y un “él”, o solamente un “tú” y muchos “ellos”. El más próximo a mí, acaso no físicamente, pero sí en el vínculo de la relación, a quien conozco, amo o aborrezco de manera primordial, de quien siento depender, y se lo digo, es mi “tú”; y a todos los demás, ambos los consideramos “él” o “ellos”. Así ocurre también en el matrimonio.

Pero aunque se esté unido a otro en matrimonio; dado el caso, “tú” sería el amante cuando están juntos, y “él” sería el cónyuge. Desde el momento en que hablando del cónyuge resulta ser un “él” en vez de “mi pareja”, está minada la relación matrimonial, la relación que hay es ya distinta, de manera consciente o inconsciente, pero distinta. En una buena relación de pareja en matrimonio, el hombre no deberá decir “ella” hablando de su mujer, sino “mi esposa”; y la mujer no debería decir “él” para mencionar al hombre de su pareja, sino que dirá “mi marido”.

Son simples detalles, pero muy significativos al querer ser precisos hablando de la verdadera relación entre casados. Su vida de relación debe tener la prioridad entre todos sus intereses, y es la que más deben cultivar para gozarla siendo felices; por delante de “sus hijos”, de “sus papás”, de “sus amigos”, y de “ sus negocios”, esté siempre “su relación de pareja”.



II


Vivir en relación es aquello de la Biblia de “no es bueno para el hombre estar solo”. Dios, al verlo, creó a la mujer para que fuese su compañía. Cuando el hombre se encuentra con una mujer semejante a él para ser su compañía, exclama complacido: “Esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”. Replicando Dios, como sentencia: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”. La realización cabal del hombre está en el matrimonio; como para el sacerdote, desde su celibato, ha de estarlo en la vinculación de amor con su Iglesia.

Vivir esa relación de pertenencia, en la Unidad vivida fielmente, es lo que dará la felicidad, esa felicidad distinta que hay en un buen matrimonio. Cualquier otro modo de relación entre los hombres será secundaria frente a la relación de los esposos que se han comprometido a amarse y ayudarse todos los días de su vida, y que lo viven con toda verdad. Conociéndose al verse hechos el uno para el otro, conociéndose de veras y sintiéndose más en verdad el uno parte del otro, aceptarán la obligación de amarse como se ama al propio cuerpo, como siendo “una sola carne”.

Conocer a Dios es conocer todo el amor que Dios nos tiene; porque “Dios es amor”. Pero hechos a imagen y semejanza de Dios, conocerse a sí mismo es conocer la bondad que uno tiene personalmente y su capacidad de darse amando. Igualmente, conocer a tu cónyuge es conocer toda la bondad y amor que hay en esa persona por lo cuál es digna de ser amada y de amarse. Cuando decimos de otro: “No le conoces bien, todo lo malo que es y lo capaz que es de hacerte el mal”, decimos una aberración que procede de lo malo que hemos abrigado en nuestro corazón pensándolo, no por lo que somos ni queremos ser, sino por la degeneración a la que hemos llegado complaciéndonos en encontrar lo malo y degenerado del otro; almacenado en nuestro corazón, nos produce aversión, pero dejamos al margen lo bueno que seguramente tiene.

Pero yo me redimiré si logro quedarme con lo bueno que soy y tengo, para así dar mi verdadero “yo” a quien amo, a la vez que para dejarme amar yo mismo. De la misma manera, el otro tiene la capacidad de convertirse y redimirse de lo malo en que degeneró, recuperando lo bueno que es para así darse y amar; necesita sentirse amado sin límites, y que se crea y se espere en él sin límites. Esta ha de ser la principal tarea del cónyuge, creado para ser la ayuda del otro; haciendo que se note: haciéndole venir hacia uno para entenderse ambos dialogando, aunque el otro no esté haciendo esfuerzo para acercarse. “Ya no son dos, sino una sola carne; pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre”, dijo Jesús (Mt 19, 6), y es la meta a conquistar.

Es muy frecuente que en los primeros tiempos, días o meses, de estar casados, se dé como natural y por supuesto que para amarse no necesitan trabajarlo ni estar atentos a todos esos detalles aquí mencionados, que les parecerían “complicaciones”. Consiguientemente no toman en cuenta que el romance con el que se unieron en matrimonio puede ir deteriorándose en la rutina del día a día, y en los sutiles detalles que van apareciendo en el otro, antes desconocidos porque en el enamoramiento no se manifestaban. Poco a poco van sumándose y haciendo un bulto que le hace sentir a uno la decepción de haberse equivocado: “esa no es la persona con la que yo me casé”.

Si a ello se añade que al casarse no rompieron “el cordón umbilical” ambos a la par, o uno de ellos; y que, en consecuencia, la prioridad en la relación no la tiene el esposo o la esposa, sino el papá o la mamá de uno o de los dos, insensiblemente dejan de ser “una sola carne”, siguen siendo “dos” y cada día más de veras dos en vez de uno. Resultando que es “el hombre” quien está separando “lo que Dios ha unido”.

Por eso, ya desde antes de casarse deberían saber bien estas cosas. Ninguno nació adulto y sin necesidad de trabajar para llegar a serlo. Por eso, después de casados, desde el primer día del matrimonio tienen obligación de tomarlas muy en cuenta, para esforzarse ambos con mucho cuidado a fin de que “el amor eterno” que se juraron no vaya quedándose en una mentira dicha con juramento, inconsciente e irresponsablemente.

La meta en el matrimonio es gozar la unidad en la intimidad. Pero la unidad no es algo que ya se tiene conseguida desde un comienzo, sino algo que se construye viviendo juntos, en el camino del día a día, superando las barreras que se les presenten. Sabiendo que esta unidad para el buen matrimonio es cosa de tres: de los dos que se han casado, y de Dios que los ha unido para darles sus bendiciones si mantienen su plan de ser una sola carne. Ni los propios esposos, ni los padres de cada uno de ellos, ni otra persona alguna, pueden meterse a romper esa unidad pretendiendo que así sean más felices los se casaron responsablemente para, unidos, hacer su vida amándose.


III

Hay más para puntualizar acerca de la relación. Uno puede estar en medio de una multitud, en una aglomeración, en un tren, etc., y sentirse solo, porque no está de veras en relación con ellos: no tiene él interés por ellos ni ellos por él, no les habla ni le hablan. Estando juntos, cada uno vive solo. No sólo es que no se aman, es que ni se conocen ni quieren conocerse.

Cuando en mis estudios para sacerdote yo estudiaba Filosofía y en ella el tema de “la relación”, éste siempre se me hizo uno de los temas muy difíciles y sin que encontrase en ello mayor interés. Posteriormente, en los estudios de Teología, se me hacía aplicar eso de “las relaciones” a Dios en su Trinidad de Personas dentro de su Unidad de un solo Dios. Se me hizo todavía más difícil de entender por no captar el interés del asunto.

Era así porque no se me hablaba de que, si hemos de entender a Dios como infinitamente feliz, no podremos dejarle en la soledad de una sola Persona desde una eternidad anterior a la creación de las cosas y del hombre. En su mismo ser es Trinidad de Personas en Relación divina, con una Relación de amor tan íntima que es un solo Dios. Y ahí encontramos toda la profundidad de lo que dice la Biblia cuando afirma que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, que a su propia imagen creó al hombre, “varón y mujer los creó”. Los hizo para vivir a semejanza de El, viviendo entre ellos la relación del amor que Dios los tiene. Especialmente en la vida de matrimonio.

Pero si yo no amo a los otros, ni los otros me aman a mí, ellos no me pertenecen a mí ni yo les pertenezco a ellos; estando juntos, vivimos solos, independientes, y propiamente no estoy yo con ellos, ni ellos conmigo. Si los que me rodean son enemigos o están para hacerme sufrir, me siento todavía más solo: la relación me separa de ellos, no me une. Y si no los conozco, podrán preguntarme si estuve alguna vez con fulano, uno de los que allí estaban, y yo diré “no estuve nunca con ese”, sin mentir al afirmarlo.

Cabe puntualizar, como cosa al margen, que “mentir” no es simplemente “ocultar la verdad”, con el silencio o con palabras que engañan; si el otro no tiene derecho a saber la cosa de que se trata, como ocurre con frecuencia, no se miente. No todas las verdades deben decirse a cualquiera; sino que hay verdades que se tiene la obligación de ocultarlas, pues son verdades sagradas.


IV

La relación de Dios con el hombre se nos revela en el tema de La Alianza, permanente en toda la Biblia. Desde el Paraíso a donde cada tarde bajaba Dios a pasear con el hombre; con la promesa después del pecado por la que se compromete Dios a dar al hombre la victoria sobre el mal; continuando con lo del arco iris, terminado el diluvio, como señal de que El sería desde el cielo el cobijo y protección de aquella humanidad nueva; siguiendo con ese “Yo estoy contigo”, de tantos modos dicho a Abraham y su descendencia.

Esa será la Alianza mantenida en el “vosotros seréis mi Pueblo y yo seré vuestro Dios si vivís guardando mis mandatos”, formulada así por medio de Moisés y los Profetas. “Al llegar la plenitud de los tiempos”, Jesucristo será la Alianza Nueva y definitiva, en la que Dios hace suyo todo lo humano para hacer del hombre todo lo divino, mediante la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo el Hijo de Dios.

Semejante a esa Relación de Dios con el hombre ha de ser la del varón y la mujer en el matrimonio desde la fe cristiana; por lo que “alianza” llamamos los cristianos al matrimonio, y “alianza” se llama el anillo de metal hermoso que cada uno pone en la mano del otro en el momento de casarse. Como creyentes, se comprometen a ser el uno del otro amándose no con un amor cualquiera, sino como Dios los ama: para que Dios ame a la esposa por medio del esposo, y a su vez sea Dios quien ame al esposo por medio de la esposa. Con su unión matrimonial, ambos se hacen Cuerpo de Cristo, al que Dios ama tanto como puede amar a su propio Cuerpo. Es una Alianza hecha con Dios.

Esa es la misma relación que se ha de hallar también en el sacerdote “alter Christus” unido a su Iglesia, y en el celibato como vocación suya. Los Presbíteros tienen su sacerdocio como recibido en participación del sacerdocio de los Obispos. Pero apenas advertimos y valoramos el hecho de que el Obispo tiene estos distintivos: la mitra como signo de su dignidad de maestro de la fe, el báculo como distintivo de su función de pastor en lugar de Cristo, y el anillo como signo de esposo de su Iglesia, siendo Cristo el esposo de la misma mediante él. Con ese amor de enamoramiento vino Dios al mundo buscando al hombre, haciendo suya nuestra humanidad.

Esta relación íntima del sacerdote con su Iglesia a él encomendada y con la que está unido, es muy distinta de todo tipo de relación entre seres humanos aun comprometidos en matrimonio; es la relación de Dios hecho hombre, Jesucristo, comprometido con su Iglesia en la nueva y definitiva Alianza prometida. Pero sin esa fe, el sacerdote será con su celibato un pobre hombre que sentirá la carencia del matrimonio; y el celibato le resultará una carga pesada en la que no verá un sentido serio, sino como una frustración.

No sólo será así para el propio sacerdote. Para los demás que lo ven, aun los mismos cristianos, el celibato les resultará normalmente poco inteligible. Podrá llegar a ser considerado hasta como una renuncia inadmisible. El Celibato del Sacerdote o de los consagrados en la Vida Religiosa, no es sólo para que el propio interesado lo entienda y aun lo goce; es también para que, al verlo vivido desde ese amor esponsal de Cristo hacia su Iglesia, lo entiendan también los demás, y gocen al encontrarlo como realidad hermosa en este mundo en el que se valora solamente lo material, caminando a perecer en la corrupción si no se admiten otros valores superiores.

El rostro humano de Dios

Queremos compartir una reflexión transcrita de Eclesalia.net

JOSÉ ANTONIO PAGOLASAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).
Reflexión sobre Juan 1, 1 - 18


ECLESALIA, 31/12/08.- El cuarto evangelio comienza con un prólogo muy especial. Es una especie de himno que, desde los primeros siglos, ayudó decisivamente a los cristianos a ahondar en el misterio encerrado en Jesús. Si lo escuchamos con fe sencilla, también hoy nos puede ayudar a creer en Jesús de manera más profunda. Sólo nos detenemos en algunas afirmaciones centrales.

«La Palabra de Dios se ha hecho carne». Dios no es mudo. No ha permanecido callado, encerrado para siempre en su Misterio. Dios se nos ha querido comunicar. Ha querido hablarnos, decirnos su amor, explicarnos su proyecto. Jesús es sencillamente el Proyecto de Dios hecho carne.

Dios no se nos ha comunicado por medio de conceptos y doctrinas sublimes que sólo pueden entender los doctos. Su Palabra se ha encarnado en la vida entrañable de Jesús, para que lo puedan entender hasta los más sencillos, los que saben conmoverse ante la bondad, el amor y la verdad que se encierra en su vida.

Esta Palabra de Dios «ha acampado entre nosotros». Han desaparecido las distancias. Dios se ha hecho «carne». Habita entre nosotros. Para encontrarnos con él, no tenemos que salir fuera del mundo, sino acercarnos a Jesús. Para conocerlo, no hay que estudiar teología, sino sintonizar con Jesús, comulgar con él.

«A Dios nadie lo ha visto jamás». Los profetas, los sacerdotes, los maestros de la ley hablaban mucho de Dios, pero ninguno había visto su rostro. Lo mismo sucede hoy entre nosotros: en la Iglesia hablamos mucho de Dios, pero nadie lo hemos visto. Sólo Jesús, «el Hijo de Dios, que está en el seno del Padre es quien lo ha dado a conocer».

No lo hemos de olvidar. Sólo Jesús nos ha contado cómo es Dios. Sólo él es la fuente para acercarnos a su Misterio. Cuántas ideas raquíticas y poco humanas de Dios hemos de desaprender y olvidar para dejarnos atraer y seducir por ese Dios que se nos revela en Jesús.
Cómo cambia todo cuando uno capta por fin que Jesús es el rostro humano de Dios. Todo se hace más simple y más claro. Ahora sabemos cómo nos mira Dios cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos entiende y perdona cuando lo negamos. En él se nos revela «la gracia y la verdad» de Dios.

La Biblia y los celulares

Imaginemos qué pasaría si tratáramos a la Biblia como a nuestros celulares.
Si la lleváramos en nuestros bolsillos o carteras.
Si volviéramos a nuestras casas a recogerla si la olvidáramos.

Si la abriéramos para mirarla varias veces al día, y recogiéramos los mensajes que Dios nos deja, en vez de recoger mensajes que sólo son directos de los hombres.

Si la tratáramos como tratan algunos a los celulares, como si no pudieran vivir sin ellos.

Si la diéramos a nuestros hijos como regalos y les enseñáramos a usarla.
Si la usáramos en nuestros viajes, y en casos de emergencia, para llamar a nuestro mejor amigo por consejo y guía, nuestro Dios.
Si tratáramos de tener la mejor traducción, como algunos hacen al tratar de tener los últimos celulares.
A diferencia de nuestros celulares, no tenemos que preocuparnos de quedar desconectados por falta de pago, o contando los minutos que tenemos, pues Jesús pagó la cuenta por adelantado que, además, es de tiempo ilimitado, pues es para la eternidad.
Hmmm… ¿Dónde está mi Biblia?

La doctrina de la justificación. De la fe a las obras

AUDIENCIA GENERAL
BENEDICTO XVI
Miércoles 26 de noviembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:


En la catequesis pasada hablé de la cuestión de cómo el hombre llega a ser justo ante Dios. Siguiendo a san Pablo, hemos visto que el hombre no es capaz de ser "justo" con sus propias acciones, sino que realmente sólo puede llegar a ser "justo" ante Dios porque Dios le confiere su "justicia" uniéndolo a Cristo, su Hijo. Y esta unión con Cristo, el hombre la obtiene mediante la fe. En este sentido, san Pablo nos dice: no son nuestras obras, sino la fe la que nos hace "justos".

Sin embargo, esta fe no es un pensamiento, una opinión o una idea. Esta fe es comunión con Cristo, que el Señor nos concede y por eso se convierte en vida, en conformidad con él. O, con otras palabras, la fe, si es verdadera, si es real, se convierte en amor, se convierte en caridad, se expresa en la caridad. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería verdadera fe. Sería fe muerta.

Por tanto, en la última catequesis encontramos dos niveles: el de la irrelevancia de nuestras acciones, de nuestras obras para alcanzar la salvación, y el de la "justificación" mediante la fe que produce el fruto del Espíritu. Confundir estos dos niveles ha causado, en el transcurso de los siglos, no pocos malentendidos en la cristiandad. En este contexto es importante que san Pablo, en la misma carta a los Gálatas, por una parte, ponga el acento de forma radical en la gratuidad de la justificación no por nuestras obras, pero que, al mismo tiempo, subraye también la relación entre la fe y la caridad, entre la fe y las obras: "En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad" (Ga 5, 6). En consecuencia, por una parte, están las "obras de la carne" que son "fornicación, impureza, libertinaje, idolatría..." (cf. Ga 5, 19-21): todas obras contrarias a la fe; y, por otra, está la acción del Espíritu Santo, que alimenta la vida cristiana suscitando "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22-23): estos son los frutos del Espíritu que brotan de la fe.

Al inicio de esta lista de virtudes se cita al agapé, el amor; y, en la conclusión, el dominio de sí. En realidad, el Espíritu, que es el Amor del Padre y del Hijo, derrama su primer don, el agapé, en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5); y el agapé, el amor, para expresarse en plenitud exige el dominio de sí. Sobre el amor del Padre y del Hijo, que nos alcanza y transforma profundamente nuestra existencia, traté también en mi primera encíclica: Deus caritas est. Los creyentes saben que en el amor mutuo se encarna el amor de Dios y de Cristo, por medio del Espíritu.

Volvamos a la carta a los Gálatas. Aquí san Pablo dice que los creyentes, soportándose mutuamente, cumplen el mandamiento del amor (cf. Ga 6, 2). Justificados por el don de la fe en Cristo, estamos llamados a vivir amando a Cristo en el prójimo, porque según este criterio seremos juzgados al final de nuestra existencia. En realidad, san Pablo no hace sino repetir lo que había dicho Jesús mismo y que nos recordó el Evangelio del domingo pasado, en la parábola del Juicio final.

En la primera carta a los Corintios, san Pablo hace un célebre elogio del amor. Es el llamado "himno a la caridad": "Aunque hablara las lenguas de los hombre y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. (...) La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés..." (1 Co 13, 1. 4-5). El amor cristiano es muy exigente porque brota del amor total de Cristo por nosotros: el amor que nos reclama, nos acoge, nos abraza, nos sostiene, hasta atormentarnos, porque nos obliga a no vivir ya para nosotros mismos, encerrados en nuestro egoísmo, sino para "Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros" (cf. 2 Co 5, 15). El amor de Cristo nos hace ser en él la criatura nueva (cf. 2 Co 5, 17) que entra a formar parte de su Cuerpo místico, que es la Iglesia.

Desde esta perspectiva, la centralidad de la justificación sin las obras, objeto primario de la predicación de san Pablo, no está en contradicción con la fe que actúa en el amor; al contrario, exige que nuestra misma fe se exprese en una vida según el Espíritu. A menudo se ha visto una contraposición infundada entre la teología de san Pablo y la de Santiago, que, en su carta escribe: "Del mismo modo que el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta" (St 2, 26). En realidad, mientras que san Pablo se preocupa ante todo en demostrar que la fe en Cristo es necesaria y suficiente, Santiago pone el acento en las relaciones de consecuencia entre la fe y las obras (cf. St 2, 2-4).

Así pues, tanto para san Pablo como para Santiago, la fe que actúa en el amor atestigua el don gratuito de la justificación en Cristo. La salvación, recibida en Cristo, debe ser conservada y testimoniada "con respeto y temor. De hecho, es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien le parece. Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones (...), presentando la palabra de vida", dirá también san Pablo a los cristianos de Filipos (cf. Flp 2, 12-14. 16).

Con frecuencia tendemos a caer en los mismos malentendidos que caracterizaban a la comunidad de Corinto: aquellos cristianos pensaban que, habiendo sido justificados gratuitamente en Cristo por la fe, "todo les era lícito". Y pensaban, y a menudo parece que lo piensan también los cristianos de hoy, que es lícito crear divisiones en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, celebrar la Eucaristía sin interesarse por los hermanos más necesitados, aspirar a los carismas mejores sin darse cuenta de que somos miembros unos de otros, etc.

Las consecuencias de una fe que no se encarna en el amor son desastrosas, porque se reduce al arbitrio y al subjetivismo más nocivo para nosotros y para los hermanos. Al contrario, siguiendo a san Pablo, debemos tomar nueva conciencia de que, precisamente porque hemos sido justificados en Cristo, no nos pertenecemos ya a nosotros mismos, sino que nos hemos convertido en templo del Espíritu y por eso estamos llamados a glorificar a Dios en nuestro cuerpo con toda nuestra existencia (cf. 1 Co 6, 19). Sería un desprecio del inestimable valor de la justificación si, habiendo sido comprados al caro precio de la sangre de Cristo, no lo glorificáramos con nuestro cuerpo.

En realidad, este es precisamente nuestro culto "razonable" y al mismo tiempo "espiritual", por el que san Pablo nos exhorta a "ofrecer nuestro cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios" (cf. Rm 12, 1). ¿A qué se reduciría una liturgia que se dirigiera sólo al Señor y que no se convirtiera, al mismo tiempo, en servicio a los hermanos, una fe que no se expresara en la caridad? Y el Apóstol pone a menudo a sus comunidades frente al Juicio final, con ocasión del cual todos "seremos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo en su vida mortal, el bien o el mal" (2 Co 5, 10; cf. también Rm 2, 16). Y este pensamiento debe iluminarnos en nuestra vida de cada día.

Si la ética que san Pablo propone a los creyentes no degenera en formas de moralismo y se muestra actual para nosotros, es porque cada vez vuelve a partir de la relación personal y comunitaria con Cristo, para hacerse realidad en la vida según el Espíritu. Esto es esencial: la ética cristiana no nace de un sistema de mandamientos, sino que es consecuencia de nuestra amistad con Cristo. Esta amistad influye en la vida: si es verdadera, se encarna y se realiza en el amor al prójimo.

Por eso, cualquier decaimiento ético no se limita a la esfera individual, sino que al mismo tiempo es una devaluación de la fe personal y comunitaria: de ella deriva y sobre ella influye de forma determinante. Así pues, dejémonos alcanzar por la reconciliación, que Dios nos ha dado en Cristo, por el amor "loco" de Dios por nosotros: nada ni nadie nos podrá separar nunca de su amor (cf. Rm 8, 39). En esta certeza vivimos. Y esta certeza nos da la fuerza para vivir concretamente la fe que obra en el amor.
Tomado de:

Liderazgo: Taller Juvenil


Grupo Mariano del Cercado de Lima

y la Parroquia San Pedro de Lima

Organizan:


Liderazgo: Taller Juvenil

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SÁBADOS : 3, 10, 17, 24, Y 31, ENERO 2009
HORARIO : 4.00 A 6.00 PM.
LUGAR : Parroquia San Pedro de Lima
Jr. Ucayali con Jr. Azángaro.
REFERENCIA : Espalda de la ex BIBLIOTECA NACIONAL
Cuadra 4 AV. ABANCAY
TELEFONOS : 428-3017 Y 462-1449 MOVIL 980-947-652

INGRESO LIBRE

Homilías: Domingo de Epifanía (B) - La estrella es verdad que se ve



P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.

Lecturas: Is 60,1-6; S 71; Ef 3,2-6; Mt 2,1-12 

“¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!”. La lectura de Isaías es un canto triunfal de entusiasmo. Se repiten los términos de luz, gloria, resplandor de aurora, alegría radiante, asombro y ensanchar del corazón, regalos y abundancia. Cualquier comentarista de la Biblia podría citar otros muchos textos parecidos de Isaías, sobre todo, así como de Ezequiel, Miqueas, Zacarías, Sofonías. Por eso el pueblo judío se había forjado tantas esperanzas en la venida del Mesías. No se equivocaba en la magnitud de las esperanzas. En lo que erró fue en la clase de bienes de que se trataba. A nosotros puede pasar lo mismo. Y sería más culpable en nosotros, pues estamos oyendo continuamente de qué se trata. 

Los capítulos evangélicos sobre los primeros años de vida de Jesús manifiestan desde el principio los puntos más importantes de su persona y su misión. En las homilías de días pasados hemos reflexionado ya sobre la divinidad y humanidad de Jesús, su concepción virginal, mesianidad y misión redentora. Su mesianidad es la del siervo sufriente de Isaías 53 y la misión redentora se realizará por la cruz, como se ve con la profecía de Simeón, la muerte de los inocentes y la necesaria huída a Egipto. La fiesta de hoy y el fragmento leído del capítulo 2 de Mateo se fijan en otra característica: La misión de Jesús es universal. No se limita al pueblo de Israel. Alcanza a todos los hombres. Es universal, es católica. “Ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus apóstoles y profetas que también los otros pueblos (es decir los no judíos, nosotros) comparten la misma herencia, son miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo por medio del Evangelio”. Si bien los primeros invitados serían los israelitas, Jesús no se iba a limitar ni se limitó a ellos. Vino a salvar a todos los hombres de sus pecados, porque Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4), “pues no hay diferencia alguna: todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados (hechos “justos”) por el don de su gracia en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Ro 3,19-20). Para ello Dios usó los conocimientos de los mismos Magos (eran astrónomos y conocían la cultura y religión judías) para hacerles saber que sí, que era verdad y que había nacido el Rey salvador, que los judíos esperaban. 

Hay muchos que creen que Dios existe (a al menos que tal vez exista), pero que en todo caso está muy lejos y que ningún hombre puede entrar en contacto con él. Así en este mundo no habría diferencia entre el creyente y no creyente, cada uno baila con su pañuelo y nada más. De estos principios se deduce que Cristo no es Dios, porque Dios no puede venir a este mundo, que los milagros no pueden darse y cosas peores. Semejantes principios llevan, en nuestra opinión, a la desmoralización de la vida pública, al “fin justifica los medios”, a la moral del superhombre de Nietzsche que justifica la violencia con tal de que triunfe, a la justificación del aplastamiento de los pobres, a las negación de los derechos humanos más elementales. 

Dios se comunicó a los Magos en el lenguaje que ellos podían entender y entendieron, y Dios se comunica hoy con todos los hombres en algún momento de su vida para que se pongan en camino y encuentren al Salvador. Especialmente se comunica con nosotros, que somos sus elegidos. Es de nuestros días (por lo menos de los míos, ya que murió hace doce años a los 80 de edad), la conversión de André Frossard, conocido periodista francés. Hijo de un primera espada comunista, sin ninguna preocupación religiosa, entra en una pequeña capilla buscando a un amigo. Esta terminando la exposición al Santísimo Sacramento, de la que no entiende, ni cree, ni comprende, ni le interesa nada, pues nunca nadie le ha hablado de ello. De repente se desencadenan en él una cadena de fenómenos que le van a cambiar totalmente. Él mismo cuenta que lo primero le llegan las palabras de “vida espiritual”, como dichas en voz muy baja y que se le clavan. Siente como que el cielo se abre y se eleva y descubre un mundo distinto de un resplandor y de una densidad que despide al nuestro a las sombras frágiles de los sueños. Se le presenta como la realidad, la verdad que ve desde la ribera oscura de este mundo, donde se encuentra retenido. Descubre que hay un orden en el universo y en su vértice, más allá de una bruma resplandeciente, la evidencia de Dios: La evidencia hecha presencia y la evidencia hecha persona de Aquel mismo a quien habría negado un momento antes y a quien los cristianos llaman Padre nuestro y del que “me doy cuenta –dice– que es dulce, con una dulzura semejante a ninguna otra, que no es la cualidad pasiva que se designa a veces con ese nombre, sino una dulzura activa que quiebra, que excede a toda violencia, capaz de hacer que estalle la piedra más dura y más duro que la piedra, el corazón humano. Todo ello en medio de una inmensa alegría , la alegría de ser salvado del pecado en que, sin darse cuenta antes, estaba inmerso y ahora lo ve”. Al mismo tiempo se le da una nueva familia: la Iglesia. Todo simultáneo y “todo dominado, por la presencia más allá y a través de una inmensa asamblea, de Aquel cuyo nombre jamás podría escribir sin que le viniese el temor de herir su ternura, ante quien tiene la dicha de ser un niño perdonado, que se despierta para saber que todo es regalo”. Maravillosa conversión, como la de San Pablo o tal vez más. (A. Frossard, “Dios existe. Yo me lo encontré”, Rialp 1983, 157-160). 

El hecho no es tan raro. La Carta a los Hebreos dice: “De muchos modos (ni siquiera de sólo uno) habló Dios en el pasado a nuestros Padres (Abrahán, Jacob, etc.) por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (1,1-2). Dios habla y habla con frecuencia; Dios nos ha hablado en esta Navidad. ¿Le han escuchado? ¿Se dan ustedes cuenta de que Dios les habla cuando les habla? Porque, recuerden, Jesús dice que estará con la Iglesia hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20), que los apóstoles “no serán ellos los que hablen sino el Espíritu de su Padre hablará por ellos” (Mt 10,20), que el Espíritu Santo “se lo enseñara todo y les recordará lo que Él, Jesús, nos ha dicho” (Jn 14,26). En otras ocasiones he hablado de las gracias actuales, gracias que nos estimulan a hacer obras buenas (orar, arrepentirse, perdonar, entender la Biblia, obrar la caridad, etc.); todas ellas son palabras de Dios. ¿Las escuchamos? ¿Las comprendemos? ¿Las practicamos? 

Dios habla, Dios sigue hablando, Dios nos ha hablado, nos va a seguir hablando, sin duda que en esta misa. Si obras como los Magos. Si te pones en marcha, mejor acompañado por la Iglesia, por la iglesia doméstica, la familia, por el grupo parroquial; si preguntas cuando temas haber perdido la pista, entonces escucharás, lo encontrarás. Si lees y meditas la Palabra, si estudias el catecismo de la Iglesia, si oras, si obras en consecuencia con tu fe, lucirá muchas veces la estrella. Podrás adorarlo y ofrecerle de tu oro, incienso y mirra. Para volver luego a tu tierra y contar allí (en tu familia, en tu trabajo, a tus amigos, a todo el mundo) “lo que has visto y oído”. Si crees, entenderás. Dios te habla. Escucha.





Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog