Homilías - Ante el Señor de la vida y de la muerte - Domingo 13° T.O. (B)



P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Sb 1,13-15; 2,23-24; S. 29; 2Cor 8,7.9.13-15; Mc 5,21-43


En las lecturas del tiempo ordinario el tema elegido por la Iglesia se indica en la 1ª lectura, del Antiguo Testamento, y el evangelio. La segunda es una lectura continuada de alguna carta del Nuevo Testamento y el asunto no coincide normalmente con el de las otras lecturas.

Hoy se nos plantea el problema de la muerte. La muerte en la escritura es el ejemplo de un misterio que Dios va revelando poco a poco. ¡Qué frágil es la vida! Porque la muerte es un destino universal. Y todo parece acabar con la muerte. Es un viaje sin retorno (cfr. Jb 10,21-22), Dios mismo olvida a los muertos (cfr. S.88,6). Sin embargo como sucede en otros pueblos, hay algo que sugiere que algo queda y se da culto a los muertos. La piedad hacia los difuntos se va arraigando fuerte en el pueblo de Israel.

Poco a poco el sentido religioso intuye que la muerte es un castigo por el pecado (cfr. Jb 18,5-21; Gen 2,17; 3,19), como aparece en la primera lectura de hoy: “Dios no hizo la muerte (…) Dios creó al hombre incorruptible. Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen”. Porque sólo Dios puede salvar de la muerte.

Es en época tardía, ya cerca de la llegada de Jesús, cuando la revelación clarifica el misterio de la muerte a los fieles de Dios. Isaías anuncia que con la llegada del Mesías Dios “consumirá a la muerte definitivamente” (25,8) y Daniel dice: “Los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno” (Dan 12,2). Los siete hermanos Macabeos tienen muy clara la futura resurrección y también Judas Macabeo (cfr. 2Mc 7,9.14.23.33; 12,43-45).

Este proceso culmina con la muerte de Cristo. En la providencia del Padre está que ha de anular los efectos del pecado. El pecado comenzó con la desobediencia de Adán, y aumentó con todas las demás transgresiones de los mandatos de Dios, que el Señor puso claros en la conciencia de cada persona. Muchos fueron los pecados de la humanidad entera; pero la obediencia de Cristo fue total, hasta la muerte y a su dignidad y pureza no se le puede poner tacha alguna. Las expresiones reveladas, expresando que Cristo pagó por nuestros pecados, son constantes en la Escritura y se manifiestan con expresividad y búsqueda tenaz de plasticidad de modo que impresionen y hagan caer en la cuenta que lo afirmado es real, no mero modo de hablar más o menos literario. Así Rm 5,19 y 2Cor 5,21: “Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos”; “a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él”.

Pero, habiendo muerto Jesús, ha resucitado con una nueva vida, que ya no muere más y se sienta a la derecha del Padre. Cuando hablamos de Jesús estamos indicando a la segunda persona de la Trinidad, al Hijo, que tiene la misma naturaleza divina que el Padre y el Espíritu Santo y, además, la naturaleza propia del hombre, con cuerpo y alma humanos, que asumió en el seno de María, murió en la cruz y resucitó. Con Él un hombre, el hombre, ha subido al cielo y está dotado de un poder superior al de los ángeles, por encima de toda criatura en el cielo y en la tierra.

Es claro, pues, que, habiendo muerto Cristo por nuestros pecados, éstos nos los perdona el Padre gracias a sus méritos. Porque Cristo, hecho cabeza de la humanidad, tiene la misión de transmitirnos el fruto de su obra. Pero, siendo nosotros personas libres y, debiendo como tales obtener el fin supremo de nuestra existencia de un modo conforme a nuestra naturaleza libre, nuestra salvación debe hacerse con un acto libre. Sólo así, creyendo libremente y arrepintiéndose de sus pecados (que también es un acto libre), el hombre se incorpora la obra de Cristo.

De esta forma se ve que todo lo de Cristo, nuestra cabeza es para que nos lo incorporemos y de esa forma realicemos nuestro destino, que es estar con Cristo por toda la eternidad. Hemos de morir, pero, como para Cristo, nuestro destino final no es la desaparición, sino la resurrección y la gloria con Cristo por toda la eternidad.

Esto es parte integrante de nuestra fe. Esto ya ha comenzado. Ya lo expliqué en otras ocasiones. Por el bautismo se incorpora la muerte de Cristo, se muere con Cristo, y se resucita con Cristo, es decir se incorpora la vida de Cristo resucitado, eso que la teología llama “gracia santificante”. Y se dice de otra forma con la afirmación de que se nos perdonan los pecados y se recibe el Espíritu Santo, que nos hace santos. Por eso la Escritura no afirma meramente que el cristiano se salvará, sino que “están ustedes salvados” (cfr. Ef 2,8; Col 3,1.)
En este evangelio quiere, sí, San Marcos (es decir Pedro, como ya explicamos) mostrar a Jesús Dios y Señor de la enfermedad y la salud, la vida y la muerte. Dios y Señor de la vida y de la muerte ha venido y está entre nosotros.

Ahora comprendemos lo de Pablo, refiriéndose a la resurrección de Cristo: “Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos entre ustedes que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe (…) Porque, si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es vana; están todavía con sus pecados. Y entonces también los que ya durmieron en Cristo, perecieron. Y, si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más desgraciados de todos los hombres! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1Cor 15,12-21).

Por la fe Jesús curó a la hemorroísa, la fe es lo que pidió Jesús a aquellos padres para resucitar a su hija; la fe, cada domingo la misa es ante todo un ejercicio de la fe: Creo, Señor. Ayúdame. Que mi vida tiene un sentido. Que no lo pierda nunca. Que en el momento de la muerte, no me arrepienta de haber vivido ni de cómo he vivido, que muera contigo para resucitar contigo.



Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

...


P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog



La resurreción de la hija de Jairo


P. Adolfo Franco S.J.

Comentario del Evangelio del
Domingo XIII TO
Marcos 5, 21-43



En este pasaje el Evangelista San Marcos nos narra dos milagros de Jesús: La resurrección de la hija de Jairo, y la curación de una mujer que padecía de flujos de sangre.

Ambos milagros se relacionan, tienen en común la manifestación del poder de Jesús sobre la salud física y señalan la curación espiritual que El nos da con su poder redentor. Naturalmente que el signo que nos llama más poderosamente la atención es la resurrección de la hija de Jairo, una niña muerta prematuramente a los doce años. Pero para el poder de Dios todo es igualmente posible, y es igualmente manifestación de su amor.

Con respecto al milagro de la resurrección de la hija de Jairo, podríamos tener una actitud de espectadores desinteresados, simplemente curiosos, para estar simplemente informados. Y pensar qué suerte la de este padre a quien Jesús le devolvió viva a su hija. Pero a la vez, podemos estar pensando, cuántas niños y niñas, cuántos jóvenes que han muerto prematuramente, y sobre los que no ha ocurrido ningún milagro semejante. Simplemente las personas han quedado arrolladas por el poder destructivo de la muerte.

Por otra parte, si sólo pretendemos criticar, podemos añadir alguna otra consideración: al fin la niña, ahora resucitada, murió igualmente unos años más tarde. Al fin ese milagro no terminó con el "problema de la muerte", simplemente lo aplazó por unos cuantos años.

Todo esto sería no entender nada del milagro y no permitir que el milagro fuera simplemente una llave que nos abra la puerta de la fe en Jesús.

Por eso como cristianos necesitamos ante este milagro una actitud contemplativa, verlo también con el corazón: intentar entrar en profundidad en el milagro. Y así percibimos que la lección fundamental de este milagro es el poder de Jesús sobre la muerte. Jesús, el dueño absoluto de la Vida tiene un absoluto poder sobre la muerte.

Y el poder más fuerte que tiene Jesús sobre la muerte, es despojarla de su fuerza destructora. Hacer que la muerte no sea muerte, sino aurora de vida. Cristo con su muerte destruyó la muerte. Nos dice San Pablo: "Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: la muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?" (1 Cor 15, 54-55).

El triunfo de Cristo sobre la muerte, el gran milagro, que brota del poder salvador de Jesucristo, está en penetrar en la realidad última de la vida y de la muerte y hacernos encontrar una bella flor: el sentido que tienen tanto la vida, como la muerte. El sentido que por la fe en Cristo descubrimos, nos hace ver a la muerte transformada en el despertar a la vida eterna, la que con más razón merece el nombre de VIDA. La boca del sepulcro la vemos oscura desde este lado de la vida efímera, pero en realidad es la puerta de la luz, vista desde el lado de las realidades definitivas. Jesús, al morir nos ha abierto esa luminosa puerta.

Para subrayar todo esto que venimos diciendo, nos dice el mismo Jesús, en el evangelio de San Juan: "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre" (Jn 6, 51).

Estas verdades de nuestra fe, nos desafían para que superemos la tristeza con que solemos mirar la muerte, y exclamemos en voz alta: por la fe afirmo con todas mis fuerzas que esta persona que veo muerta, está más llena de vida que nunca; esta persona que veo muerta en realidad ha entrado en la vida, en la vida de verdad, una vida que ya no tiene amenazas. Ha entrado al reino de la Luz y de la Paz; una vida al lado de la cual ésta de ahora no es más que una imperfecta imitación.

Y más aún, esta absoluta certeza sobre el sentido de la muerte nos hace entender la vida temporal; nos hace darle su auténtico sentido. La vida en el mundo pasajero es un proceso, día a día, por el cual vamos acumulando, y construyendo nuestra futura resurrección, que se operará por la fuerza de Cristo Salvador, con esta vida estamos construyendo nuestra vida futura, con la gracia de Dios.

El sentido de la vida es algo tan importante, que sin él nos resulta muy difícil vivir esta vida; el que no encuentra sentido a su vida, la soporta, hasta que no puede más. Y la vida es tan hermosa: Dios nos permite construir, con su ayuda, nuestra verdadera vida futura. Cuando Dios nos mandó al mundo a vivir esta primera parte del tramo de nuestra vida, cuando nos hizo nacer, no nos tuvo como colaboradores para empezar a ser. No nos preguntó ¿qué ojos te gustaría tener? No nos preguntó por nuestra estatura, ni por el coeficiente de inteligencia. Pero para construir la vida definitiva, durante esta vida temporal, Dios sí nos viene a decir ¿cómo te gustaría tu otra vida? Y Dios nos dice que podemos construirla con su ayuda.

Por todo estamos seguros de que, como a la niña de que habla el Evangelio, también a los que hayamos muerto en Cristo, Jesús nos dirá: "contigo hablo, levántate". Y también nuestro sepulcro, como el del Resucitado, quedará para siempre vacío.


...
Agradecemos la colaboración del P. Adolfo Franco S.J.
AQUÍ para acceder a otras reflexiones del P. Adolfo.

El Óbolo de San Pedro hoy




Colecta en todas las parroquias

"La caridad distingue a los hijos de Dios" Benedicto XVI


Benedicto XVI ha querido subrayar en su primer año de pontificado el significado especial del Óbolo:

"El Óbolo de San Pedro es la expresión más típica de la participación de todos los fieles en las iniciativas del Obispo de Roma en beneficio de la Iglesia universal. Es un gesto que no sólo tiene valor práctico, sino también una gran fuerza simbólica, como signo de comunión con el Papa y de solicitud por las necesidades de los hermanos; y por eso vuestro servicio posee un valor muy eclesial" (Discurso a los Socios del Círculo de San Pedro (25 de febrero de 2006).



El valor eclesial de este gesto resulta evidente si tenemos en cuenta que las iniciativas caritativas son connaturales a la Iglesia, como ha indicado el Papa en su primera Encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005):

"La Iglesia nunca puede sentirse dispensada del ejercicio de la caridad como actividad organizada de los creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones en las que no haga falta la caridad de cada cristiano individualmente, porque el hombre, más allá de la justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor" (n. 29).

Se trata siempre de una ayuda animada por el amor de Dios:
“Por tanto, es muy importante que la actividad caritativa de la Iglesia mantenga todo su esplendor y no se diluya en una organización asistencial genérica, convirtiéndose simplemente en una de sus variantes” […]. “El programa del cristiano – el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús – es un « corazón que ve ». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia”. (ibíd., n. 31). Los Pontífices anteriores habían prestado ya una particular atención al Óbolo como una forma de apoyo de los creyentes al ministerio de los sucesores de San Pedro al servicio de la Iglesia universal. Juan Pablo II, por ejemplo, lo había expresado así:


“ Conocéis las crecientes necesidades del apostolado, las exigencias de las comunidades eclesiales, especialmente en tierras de misión, y las peticiones de ayuda que llegan de poblaciones, personas y familias que se encuentran en condiciones precarias. Muchos esperan de la Sede Apostólica un apoyo que, a menudo, no logran encontrar en otra parte. Desde esta perspectiva, el Óbolo constituye una verdadera participación en la acción evangelizadora, especialmente si se consideran el sentido y la importancia de compartir concretamente la solicitud de la Iglesia universal” (Juan Pablo II al Círculo de San Pedro, 28 de febrero de 2003).

Los donativos de los fieles al Santo Padre se emplean en obras misioneras, iniciativas humanitarias y de promoción social, así como también en sostener las actividades de la Santa Sede. El Papa, como Pastor de toda la Iglesia, se preocupa también de las necesidades materiales de diócesis pobres, institutos religiosos y fieles en dificultad (pobres, niños, ancianos, marginados, víctimas de guerra y desastres naturales ; ayudas particulares a Obispos o Diócesis necesitadas, para la educación católica, a prófugos y emigrantes, etc.).

El criterio general que inspira la práctica del Óbolo se remonta a la Iglesia primitiva:


“La base primaria para el sostenimiento de la Sede Apostólica está representada por los donativos que espontáneamente hacen los católicos de todo el mundo, y eventualmente también otros hombres de buena voluntad. Esto corresponde a la tradición que tiene origen en el Evangelio (cf. Lc 10,7) y en las enseñanzas de los Apóstoles (cf. 1 Co 9, 11)” (Carta de Juan Pablo II al Cardenal Secretario de Estado, 20 de noviembre de 1982).








...
Tomado de:
http://www.vatican.va/roman_curia/secretariat_state/obolo_spietro/documents/actual_sp.html

Año Sacerdotal



AUDIENCIA GENERAL
DE S.S. BENEDICTO XVI

Miércoles 24 de junio de 2009

Queridos hermanos y hermanas:


El pasado viernes 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación de los sacerdotes, tuve la alegría de inaugurar el
Año sacerdotal, convocado con ocasión del 150° aniversario del "nacimiento para el cielo" del cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y al entrar en la basílica vaticana para la celebración de las Vísperas, casi como primer gesto simbólico, visité la capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo pastor de almas: su corazón. ¿Por qué un Año sacerdotal? ¿Por qué precisamente en recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no hizo nada extraordinario?


La divina Providencia ha hecho que su figura se uniera a la de san Pablo. De hecho, mientras está concluyendo el Año paulino, dedicado al Apóstol de los gentiles, modelo de extraordinario evangelizador que realizó diversos viajes misioneros para difundir el Evangelio, este nuevo año jubilar nos invita a mirar a un pobre campesino que llegó a ser un humilde párroco y desempeñó su servicio pastoral en una pequeña aldea. Aunque los dos santos se diferencian mucho por las trayectorias de vida que los caracterizaron —el primero pasó de región en región para anunciar el Evangelio; el segundo acogió a miles y miles de fieles permaneciendo siempre en su pequeña parroquia—, hay algo fundamental que los une: su identificación total con su propio ministerio, su comunión con Cristo que hacía decir a san Pablo: "Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 19-20). Y san Juan María Vianney solía repetir: "Si tuviésemos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como una luz tras el cristal, como el vino mezclado con agua".


Por tanto, como escribí en la
carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión, este Año sacerdotal tiene como finalidad favorecer la tensión de todo presbítero hacia la perfección espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, y ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a todo el pueblo de Dios, a redescubrir y fortalecer más la conciencia del extraordinario e indispensable don de gracia que el ministerio ordenado representa para quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.


No cabe duda de que han cambiado las condiciones históricas y sociales en las cuales se encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo pueden los sacerdotes imitarlo en la identificación con su ministerio en las actuales sociedades globalizadas. En un mundo en el que la visión común de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo "funcional" se convierte en la única categoría decisiva, la concepción católica del sacerdocio podría correr el riesgo de perder su consideración natural, a veces incluso dentro de la conciencia eclesial. Con frecuencia, tanto en los ambientes teológicos como también en la práctica pastoral concreta y de formación del clero, se confrontan, y a veces se oponen, dos concepciones distintas del sacerdocio.


A este respecto, hace algunos años subrayé que existen, "por una parte, una concepción social-funcional que define la esencia del sacerdocio con el concepto de "servicio": el servicio a la comunidad, en la realización de una función... Por otra parte, está la concepción sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, pero lo ve anclado en el ser del ministro y considera que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a través de la mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento" (J. Ratzinger, Ministerio y vida del sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio su fede e ministero, Brescia 2005, p. 165). También la derivación terminológica de la palabra "sacerdocio" hacia el sentido de "servicio, ministerio, encargo", es signo de esa diversa concepción. A la primera, es decir, a la ontológico-sacramental está vinculado el primado de la Eucaristía, en el binomio "sacerdocio-sacrificio", mientras que a la segunda correspondería el primado de la Palabra y del servicio del anuncio.


Bien mirado, no se trata de dos concepciones contrapuestas, y la tensión que existe entre ellas debe resolverse desde dentro. Así el decreto
Presbyterorum ordinis del concilio Vaticano II afirma: "Por la predicación apostólica del Evangelio se convoca y se reúne el pueblo de Dios, de manera que todos (...) se ofrezcan a sí mismos como "sacrificio vivo, santo, agradable a Dios" (Rm 12, 1). Por medio del ministerio de los presbíteros se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único mediador. Este se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, en nombre de toda la Iglesia, por manos de los presbíteros, hasta que el Señor venga" (n. 2).


Entonces nos preguntamos: "¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangelizar? ¿En qué consiste el así llamado primado del anuncio?". Jesús habla del anuncio del reino de Dios como de la verdadera finalidad de su venida al mundo y su anuncio no es sólo un "discurso". Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar: los signos y los milagros que realiza indican que el Reino viene al mundo como realidad presente, que coincide en último término con su misma persona. En este sentido, es preciso recordar que, también en el primado del anuncio, la palabra y el signo son inseparables. La predicación cristiana no proclama "palabras", sino la Palabra, y el anuncio coincide con la persona misma de Cristo, ontológicamente abierta a la relación con el Padre y obediente a su voluntad.


Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del sacerdote que tienda a una profunda abnegación de sí mismo, hasta decir con el Apóstol: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí". El presbítero no puede considerarse "dueño" de la palabra, sino servidor. Él no es la palabra, sino que, como proclamaba san Juan Bautista, cuya Natividad celebramos precisamente hoy, es "voz" de la Palabra: "Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas" (Mc 1, 3).


Ahora bien, para el sacerdote ser "voz" de la Palabra no constituye únicamente un aspecto funcional. Al contrario, supone un sustancial "perderse" en Cristo, participando en su misterio de muerte y de resurrección con todo su ser: inteligencia, libertad, voluntad y ofrecimiento de su cuerpo, como sacrificio vivo (cf. Rm 12, 1-2). Sólo la participación en el sacrificio de Cristo, en sukénosis, hace auténtico el anuncio. Y este es el camino que debe recorrer con Cristo para llegar a decir al Padre juntamente con él: "No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú" (Mc 14, 36). Por tanto, el anuncio conlleva siempre también el sacrificio de sí, condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz.


Alter Christus, el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Padre, que al encarnarse tomó la forma de siervo, se convirtió en siervo (cf. Flp 2, 5-11). El sacerdote es siervo de Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada ontológicamente con Cristo, asume un carácter esencialmente relacional: está al servicio de los hombres en Cristo, por Cristo y con Cristo. Precisamente porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación, madurando, en esta aceptación progresiva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el "estar unido de corazón" a él. Por tanto, esta es la condición imprescindible de todo anuncio, que conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia.


El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: "¡Da miedo ser sacerdote!". Y añadía: "¡Es digno de compasión un sacerdote que celebra la misa de forma rutinaria! ¡Qué desgraciado es un sacerdote sin vida interior!". Que el Año sacerdotal impulse a todos los sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús crucificado y resucitado, para que, imitando a san Juan Bautista, estemos dispuestos a "disminuir" para que él crezca; para que, siguiendo el ejemplo del cura de Ars, sientan de forma constante y profunda la responsabilidad de su misión, que es signo y presencia de la misericordia infinita de Dios. Encomendemos a la Virgen, Madre de la Iglesia, el Año sacerdotal recién comenzado y a todos los sacerdotes del mundo.

...
Tomado de:
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2009/documents/hf_ben-xvi_aud_20090624_sp.html

Homilía del Papa en la Solemnidad del Sagrado Corazón e Inauguración del Año Sacerdotal





REZO DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS DE LA
SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
INAUGURACIÓN DEL AÑO SACERDOTAL
EN EL 150º ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE SAN JUAN MARÍA VIANNEY




HOMILÍA DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Viernes 19 de junio de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

En la antífona del Magníficat dentro de poco cantaremos: "Nos acogió el Señor en su seno y en su corazón", "Suscepit nos Dominus in sinum et cor suum". En el Antiguo Testamento se habla veintiséis veces del corazón de Dios, considerado como el órgano de su voluntad: el hombre es juzgado en referencia al corazón de Dios. A causa del dolor que su corazón siente por los pecados del hombre, Dios decide el diluvio, pero después se conmueve ante la debilidad humana y perdona. Luego hay un pasaje del Antiguo Testamento en el que el tema del corazón de Dios se expresa de manera muy clara: se encuentra en el capítulo 11 del libro del profeta Oseas, donde los primeros versículos describen la dimensión del amor con el que el Señor se dirigió a Israel en el alba de su historia: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo" (v. 1). En realidad, a la incansable predilección divina Israel responde con indiferencia e incluso con ingratitud. "Cuanto más los llamaba —se ve obligado a constatar el Señor—, más se alejaban de mí" (v. 2). Sin embargo, no abandona a Israel en manos de sus enemigos, pues "mi corazón —dice el Creador del universo— se conmueve en mi interior, y a la vez se estremecen mis entrañas" (v. 8).

¡El corazón de Dios se estremece de compasión! En esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús la Iglesia presenta a nuestra contemplación este misterio, el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y derrama todo su amor sobre la humanidad. Un amor misterioso, que en los textos del Nuevo Testamento se nos revela como inconmensurable pasión de Dios por el hombre. No se rinde ante la ingratitud, ni siquiera ante el rechazo del pueblo que se ha escogido; más aún, con infinita misericordia envía al mundo a su Hijo unigénito para que cargue sobre sí el destino del amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte, restituya la dignidad de hijos a los seres humanos esclavizados por el pecado. Todo esto a caro precio: el Hijo unigénito del Padre se inmola en la cruz: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Símbolo de este amor que va más allá de la muerte es su costado atravesado por una lanza. A este respecto, un testigo ocular, el apóstol san Juan, afirma: "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 34).

Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias porque, respondiendo a mi invitación, habéis venido en gran número a esta celebración con la que entramos en el Año sacerdotal. Saludo a los señores cardenales y a los obispos, en particular al cardenal prefecto y al secretario de la Congregación para el clero, así como a sus colaboradores, y al obispo de Ars. Saludo a los sacerdotes y a los seminaristas de los diversos colegios de Roma; a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles. Dirijo un saludo especial a Su Beatitud Ignace Youssif Younan, patriarca de Antioquía de los sirios, que ha venido a Roma para encontrarse conmigo y manifestar públicamente la "ecclesiastica communio" que le he concedido.

Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar juntos el Corazón traspasado del Crucificado. En la lectura breve, tomada de la carta de san Pablo a los Efesios, acabamos de escuchar una vez más que "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (...) y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2, 4-6). Estar en Cristo Jesús significa ya sentarse en los cielos. En el Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo se nos revela y entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. El evangelista san Juan escribe: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Su Corazón divino llama entonces a nuestro corazón; nos invita a salir de nosotros mismos y a abandonar nuestras seguridades humanas para fiarnos de él y, siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de amor sin reservas.

Aunque es verdad que la invitación de Jesús a "permanecer en su amor" (cf. Jn 15, 9) se dirige a todo bautizado, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Jornada de santificación sacerdotal, esa invitación resuena con mayor fuerza para nosotros, los sacerdotes, de modo particular esta tarde, solemne inicio del Año sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Me viene inmediatamente a la mente una hermosa y conmovedora afirmación suya, recogida en el atecismo de la Iglesia Católica: "El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús" (n.1589).

¿Cómo no recordar con conmoción que de este Corazón ha brotado directamente el don de nuestro ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que los presbíteros hemos sido consagrados para servir, humilde y autorizadamente, al sacerdocio común de los fieles? Nuestra misión es indispensable para la Iglesia y para el mundo, que exige fidelidad plena a Cristo y unión incesante con él, o sea, permanecer en su amor; esto exige que busquemos constantemente la santidad, el permanecer en su amor, como hizo san Juan María Vianney.

En la carta que os he dirigido con motivo de este Año jubilar especial, queridos hermanos sacerdotes, he puesto de relieve algunos aspectos que caracterizan nuestro ministerio, haciendo referencia al ejemplo y a la enseñanza del santo cura de Ars, modelo y protector de todos nosotros los sacerdotes, y en particular de los párrocos. Espero que esta carta os ayude e impulse a hacer de este año una ocasión propicia para crecer en la intimidad con Jesús, que cuenta con nosotros, sus ministros, para difundir y consolidar su reino, para difundir su amor, su verdad. Y, por tanto, "a ejemplo del santo cura de Ars —así concluía mi carta—, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz".

Dejarse conquistar totalmente por Cristo. Este fue el objetivo de toda la vida de san Pablo, al que hemos dirigido nuestra atención durante el Año paulino, que ya está a punto de concluir; y esta fue la meta de todo el ministerio del santo cura de Ars, a quien invocaremos de modo especial durante el Año sacerdotal. Que este sea también el objetivo principal de cada uno de nosotros. Para ser ministros al servicio del Evangelio es ciertamente útil y necesario el estudio, con una esmerada y permanente formación teológica y pastoral, pero más necesaria aún es la "ciencia del amor", que sólo se aprende de "corazón a corazón" con Cristo. Él nos llama a partir el pan de su amor, a perdonar los pecados y a guiar al rebaño en su nombre. Precisamente por este motivo no debemos alejarnos nunca del manantial del Amor que es su Corazón traspasado en la cruz.

Sólo así podremos cooperar eficazmente al misterioso "designio del Padre", que consiste en "hacer de Cristo el corazón del mundo". Designio que se realiza en la historia en la medida en que Jesús se convierte en el Corazón de los corazones humanos, comenzando por aquellos que están llamados a estar más cerca de él, precisamente los sacerdotes. Las "promesas sacerdotales", que pronunciamos el día de nuestra ordenación y que renovamos cada año, el Jueves santo, en la Misa Crismal, nos vuelven a recordar este constante compromiso.

Incluso nuestras carencias, nuestros límites y debilidades deben volvernos a conducir al Corazón de Jesús. Si es verdad que los pecadores, al contemplarlo, deben sentirse impulsados por él al necesario "dolor de los pecados" que los vuelva a conducir al Padre, esto vale aún más para los ministros sagrados. A este respecto, ¿cómo olvidar que nada hace sufrir más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en "ladrones de las ovejas" (cf. Jn 10, 1 ss), ya sea porque las desvían con sus doctrinas privadas, ya sea porque las atan con lazos de pecado y de muerte? También se dirige a nosotros, queridos sacerdotes, el llamamiento a la conversión y a recurrir a la Misericordia divina; asimismo, debemos dirigir con humildad una súplica apremiante e incesante al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible peligro de dañar a aquellos a quienes debemos salvar.

Hace poco he podido venerar, en la capilla del Coro, la reliquia del santo cura de Ars: su corazón. Un corazón inflamado de amor divino, que se conmovía al pensar en la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles con un tono conmovedor y sublime, afirmando que "después de Dios, el sacerdote lo es todo... Él mismo no se entenderá bien sino en el cielo" (cf.
Carta para el Año sacerdotal). Cultivemos queridos hermanos, esta misma conmoción, ya sea para cumplir nuestro ministerio con generosidad y entrega, ya sea para conservar en el alma un verdadero "temor de Dios": el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra negligencia o culpa, a las almas que nos han sido encomendadas, o —¡Dios no lo quiera!— de poderlas dañar.

La Iglesia necesita sacerdotes santos; ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. En la adoración eucarística, que seguirá a la celebración de las Vísperas, pediremos al Señor que inflame el corazón de cada presbítero con la "caridad pastoral" capaz de configurar su "yo" personal al de Jesús sacerdote, para poderlo imitar en la entrega más completa.

Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, cuyo Inmaculado Corazón contemplaremos mañana con viva fe. El santo cura de Ars sentía una filial devoción hacia ella, hasta el punto de que en 1836, antes de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, ya había consagrado su parroquia a María "concebida sin pecado". Y mantuvo la costumbre de renovar a menudo esta ofrenda de la parroquia a la santísima Virgen, enseñando a los fieles que "basta con dirigirse a ella para ser escuchados", por el simple motivo de que ella "desea sobre todo vernos felices".
Que nos acompañe la Virgen santísima, nuestra Madre, en el Año sacerdotal que hoy iniciamos, a fin de que podamos ser guías firmes e iluminados para los fieles que el Señor encomienda a nuestro cuidado pastoral. ¡Amén!




...
Tomado de:
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/homilies/2009/documents/hf_ben-xvi_hom_20090619_anno-sac_sp.html

El Corazón de Jesús purifica ilumina y unifica



Bertrand de Margerie S.J.

Ricoeur mostró que ciertos símbolos ponen nuestros pasados, nuestra infancia misma, como nuestro presente al servicio de nuestra búsqueda de beatitud(1). Para el teólogo Charles Bernard,(2) las oportunidades del simbolismo en espiritualidad residen, ante todo, en sus potencialidades de expresión y de intregración. Ya en el siglo IV, un autor neo platónico, Jamblico decía: “El poder inexplicable de los símbolos nos permite acceder a las cosas divinas”. Hemos visto en el capítulo precedente la importancia del simbolismo en el culto al Corazón de Jesús, lo que nos prepara a precisar su rol terapéutico.
En el conjunto, moralmente unánime, de las culturas humanas, el corazón no connota y no simboliza la interioridad de la persona humana si no connota a la vez al pecado(3), el sufrimiento y la compasión. El Corazón traspasado de Jesús, manifestando su amor herido, evoca al pecado del mundo expiado por Él en su compasión por los pecadores. Simboliza inseparablemente la acción –voluntaria – de su oblación espiritual, como la Pasión amante que ofreció al Padre en expiación por nuestros pecados, lo mismo que su plenitud decompasión hacia nosotros pecadores. Jesús hace suyas las heridas sufridas por los hombres pecadores. Las resumió conociendo y amando a sus hermanos.

Esta universal encarnación psicológica(4) esta, de hecho, ligada con la inhumación ontológica y física. En las profundidades de su Corazón amante, Jesús, durante su Agonía y su Pasión, transfiguró y transformó las heridas infligidas a los corazones humanos por el odio, en el curso de la historia, en una oblación sacrificial.

Mediante la Encarnación, Dios se revela. El Concilio Vaticano II, profundizó magníficamente nuestro comprensión de la Revelación precisando que Dios se comunicó, no solamente en palabras, sino también en actos(5). Prolonguemos este pensamiento, reconociendo que de hecho las palabras y las acciones de Cristo pre-pascual habrían sido inútiles para su obra de Revelador sin sus sufrimientos físicos y sobre todo morales. La pasión de Jesús es la modalidad suprema de su revelación. Crux Christi, suprema cátedra Revelatoris.

La Cruz de Cristo reveló a los seres humanos, a menudo odiosos y desventurados, que el eterno, bienaventurado e impasible Hijo de Dios pudo, quiso sufrir efectivamente en su interioridad humana para manifestar su amor. Especialmente en su Corazón traspasado y como Señor crucificado, Jesucristo es, siguiendo la expresión de Vaticano II, la plenitud de la Revelación(6).
La conciencia moral del Corazón de Jesús suscita la adhesión a su Mensaje, iluminando y unificando las libertades humanas en la elaboración de sus “proyectos de vida”.

A través de su amor sensible, especialmente, el Corazón de Jesús transfigura la vía purgativa. Porque el culto ofrecido a s Corazón sitúa la lucha contra las tentaciones, los vicios y los pecados en el horizonte de una reparación amante, de un amor desinteresado y lleno de gratitud respecto del salvador. Ayuda a percibir los valores contenidos en la mortificación y la abnegación. Jesús es visto como inseparablemente Creador, Modelo, Mediador, Intercesor, Abogado, Juez, Remunerador y Salvador. La contemplación de su Justicia y de sus exigencias de Legislador jamás ha estado separada de su divina ternura, misericordia y Bondad: “Considera pues la bondad y la severidad de Dios; severidad hacia aquellos que han caído, y hacia ti bondad, en tanto permanezcas en esa bondad” (Rm 11, 2).

En esta vía purgativa, un rol especial es reservado a las imágenes del Corazón de Cristo, que es la Imagen por excelencia de la Bondad del Padre invisible (Col 1, 15). Las imágenes prolongan y manifiestan, de acuerdo a la doctrina católica, la Encarnación del Verbo-Hijo-Imagen con miras a la Redención de las imágenes humanas convertidas en desemejantes(7). Las imágenes del Corazón coronado par las espinas de nuestros pecados, llevando en sí mismo, desde su concepción, la cruz de nuestra salvación, plantada en su profundidad humana y divina, nos recuerdan constantemente el pensamiento de Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20), es decir, me amó de un modo sensible y sufriente.

Espinas, cruz, Corazón traspasado: símbolos que ayudan al bautizado a ser siempre más plenamente imagen semejante de la única Imagen. Facilitan al psiquismo superior el señorío sobre la angustia causada por la perspectiva de las consecuencias futuras de los pecados pasados. Esa imágenes recuerdan a nuestras imaginaciones, pero también a nuestras inteligencias que nuestro Dios es un Dios “de ternura y de gracias, que castiga la falta hasta la tercera y cuarta generación” (Ex 34, 6 sq). Si sus castigos sugieren lo serio del pecado, su misericordia indefinida manifiesta, especialmente, su paciencia infinita.

Mostrándonos el Corazón traspasado y sufriente de Cristo, esas imágenes abren a nuestros corazones a una lucha amante y eficaz contra nuestros vicios y nos preparan a recibir el beneficio de su Perdón y de su acción a través del Sacramento de la Reconciliación penitente, especialmente por medio de la Hora Santa de Compasión a su Agonía (Cf. Mt 26, 4: “No han podido velar una hora conmigo”). Mediante ese Sacramento y esas imágenes, el Corazón del Sanador de la humanidad cura los recuerdos heridos e hirientes de nuestras infancias y aun del conjunto de nuestras vidas.

De manera semejante, el culto privado y público del Corazón de Dios hecho hombre transfigura nuestro ejercicio de las virtudes morales, iluminadas por su actuar y por sus ejemplos. Él mismo es la vía que ilumina nuestro caminar virtuoso hacia el Padre y hacia la imitación de sus perfecciones: la Vía luminosa e iluminadora.

El culto tributado al amor humano y divino de Jesús por el mundo fortifica sin cesar el coraje necesario para mantener y cumplir el “proyecto espiritual”(8) en el contexto de las heridas infligidas al hombre moderno por una civilización industrial y post industrial que tiende a despersonalizarlo y a alienarlo, reduciéndolo al nivel de un objeto de mercancía.

El culto del Corazón de Cristo viene aquí en auxilio de la persona, ayudándolo a cultivar su propia identidad: el “Yo” humano es un sujeto que ha sido amado en su pasado, es actualmente amado y sabe que lo será por Aquél cuyo amor domina y unifica el pasado, el presente y el futuro. La permanente y creciente consciencia de estar envuelto por este Amor trascendente facilita la imitación de las virtudes que Él mismo ejerció durante su vida terrestre, inclusive que hasta el pasado tiende a sumergir el pasado. Porque el sujeto humano encuentra en su relación con el Corazón de Cristo la fuerza y el dinamismo queridos para preparar y desafiar el porvenir. Ve en Él un maestro de confianza y de amor audaz.

En esta vía iluminativa, la imitación de Cristo es inseparablemente testimonio rendido a Cristo, bajo la influencia del Espíritu de Verdad y de las gracias sacramentales de la confirmación. Por medio de ellas, el Espíritu del Corazón de Jesús habla de Él, actúa por Él, suscita el deseo de ofrecerle los sufrimientos y las alegrías de la vida cotidiana.

...

1 Cf. P. Ricoeur, De l’interpretation, París 1965, p. 478: “los mismos símbolos son portadores de dos vectores; representan nuestra infancia, exploran nuestra vida adulta. Sumergiéndose en nuestra infancia y haciéndola revivir sobre el modo onírico es que representan el proyecto de nuestras posibilidades propias sobre el registro de lo imaginario. Esos símbolos auténticos son regresivos-progresivos.”

2 Ver C. Bernard, “La fonction symbolique en espiritualité”, Nouvelle Revue Théologique., 95 (1973), 1119-1136, especialmente 1131-1135; del mismo autor, Théologie affective, París, 1984, Ch. VII.
3 Cf. Mc. 7,6 y 21 -22; VTB, art. coeur

4 J.M. Le Blond, “Influence de la Réparation… sur la vie psychique de l ‘homme”, Cor Jesús, Roma, 1959, t. II, P. 369. “La atención cristiana pasó de la admiración delante de la encarnación ontológica a la encarnación psicológica”, del cuerpo físico a las emociones de Cristo

5 Vaticano II, constitución, dei verbum §2.

6 Ibid; cf Hc XXXX1, 1-2.

7 Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología I, 34 y 35.

8 C. Bernard, Le projet spirituel, Université Grégorienne, Roma, 1970.

Traducido del francés por José Gálvez Krüger para ACI Prensa
...
Tomado de Aciprensa:

El Apostolado de la Oración


Inicios del Apostolado de la Oración


Nació en un pueblo del sur de Francia, llamado Vals, donde los jesuitas tenían una Casa de Formación, en la cual preparaban a sus jóvenes religiosos para el sacerdocio. Las cartas que llegaban a menudo a esta Casa escritas por los misioneros jesuitas, radicados en países no-cristianos, les había comunicado un gran entusiasmo misionero a estos jóvenes; entusiasmo que, en parte, les frustraba un tanto, ya que los fuertes, prolongados y, parcialmente, áridos años de estudios para el sacerdocio, no les permitían disfrutar apenas de alguna oportunidad para expresar y canalizar sus ímpetus y ansias de apostolado.

El P. Francisco Javier Gautrelet SJ les dio la idea fundamental en una meditación víspera de la fiesta de San Francisco Javier de 1844. Los estudiantes podían solidarizarse con los misioneros por medio de la oración, que es la que da eficacia a la acción por el Reinado de Dios.

La idea corrió en un folleto titulado “Apostolado de la Oración” y fue acogida por jóvenes estudiantes de otros lugares. Las estructuras las diseñó un joven profesor de filosofía, el padre Henri Ramiere SJ. Gran entusiasta de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, contribuyó en gran medida a que el Apostolado de la Oración profundizara en la importancia de toda acción hecha en Cristo. En 1884 el número de centros AO excedía los 35 mil con más de 13 millones de socios.

Actualmente tiene al menos 40 millones de socios; y se calcula que cien millones de personas practican cada día el Ofrecimiento Diario.

“El Ofrecimiento Diario, enseñado por el Apostolado de la Oración y practicado por millones de católicos en todo el mundo, puede ayudar a cada uno a convertirse en “figura eucarística” siguiendo el ejemplo de María, uniendo la propia vida a la de Cristo que se ofrece por la humanidad” Benedicto XVI.
...

Ofrecimiento Diario - Intenciones para el mes de Julio


APOSTOLADO
DE LA
ORACIÓN

INTENCIONES PARA EL MES DE
JULIO




Ofrecimiento Diario
Ven Espíritu Santo, inflama nuestro corazón en las ansias redentoras del Corazón de Cristo, para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras, en unión con él, por la redención del mundo.
Señor mío y Dios mío Jesucristo:
Por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu santo sacrificio del altar; con mi oración y mi trabajo, sufrimientos y alegrías de hoy, en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu reino.
Te pido en especial por las intenciones encomendadas al Apostolado de la Oración.



Por el Papa

Intención General:
Para que los cristianos del Medio Oriente puedan vivir su fe con plena libertad y ser instrumento de reconciliación y de paz.


Intención Misional:
Para que la Iglesia sea germen y núcleo de una humanidad reconciliada y reunida en la única familia de Dios, mediante el testimonio de todos los fieles en las diversas naciones del mundo.





Por la Conferencia Episcopal Peruana

Para una fructuosa participación en eficaces cursos de preparación para el matrimonio, en beneficio de los futuros esposos y de sus hijos.




Cristianos de Oriente Medio

“… Situaciones dramáticas, casi sin perspectivas de solución…, En el fondo, el sufrimiento une a todos, y cuando uno sufre debe sentir ante todo el deseo de comprender cuánto pueden estar sufriendo las personas que se encuentran en una situación análoga. El diálogo paciente y humilde, con una escucha recíproca orientada a comprender la situación de los demás, ya ha dado buenos frutos en muchos países antes devastados por la violencia y las venganzas… Deben ser conscientes de la gran fuerza que brota de su sufrimiento aceptando con amor…, sostenido por la conciencia del “precio” con que Cristo nos ha redimido (Cf. 1 Corintios 6,20)”
Benedicto XVI, 21.12.2006. Extractos.

La Iglesia germen y núcleo de la única familia de Dios

“… sepan ser protagonistas de una sociedad más justa y fraterna, cumpliendo sus obligaciones ante el Estado; respetando sus leyes; no dejándose llevar por el odio o la violencia; siendo ejemplo de conducta cristiana en el ambiente profesional y social, y distinguiéndose por la honradez en las relaciones sociales y profesionales. Tengan en cuenta que la ambición desmedida de riqueza y de poder lleva a la corrupción personal y ajena; no existen motivos que justifiquen hacer prevalecer las propias aspiraciones humanas, tanto económicas como políticas, con el fraude y el engaño. Benedicto XVI. Con los jóvenes. Estadio Pacaembu – Brasil, 10.05.2007. Extracto.


Aparecida. Misión Continental

“Renovar la preparación remota y próxima para el sacramento del matrimonio y la vida familiar…” (437, c)

Eucaristía
Misa por la reconciliación. (Misal romano)

Palabra de Dios
· Génesis 12, 1-7. Daré este país a tu descendencia.
· Salmo 84. Dios anuncia la paz a los que se convierten de corazón.
· Santiago 4, 1-10. Ambición e injusticia.
· Mateo 5, 20-24. Jesús perfecciona el quinto mandamiento.

Reflexionemos:
· ¿Oro por quienes viven su fe en condiciones más difíciles que las mías?
· ¿Trato de evitar en mi toda intolerancia y violencia?
· ¿Qué puedo hacer en concreto por un entorno más reconciliado y en paz?

P. Antonio Gonzalez Callizo S.J.
Director Nacional del Apostolado de la Oración (AO)
Parroquia San Pedro

Invitación:
A quienes estén interesados en conocer más sobre el Apostolado de la Oración, invitamos a que participe de la Misa dominical de 11:00 AM en la Parroquia de San Pedro y nos acompañe en las reuniones semanales luego de la Misa a las 12:00 M en el claustro de la parroquia, todos los domingos. Quien puede darles mayor información sobre las reuniones es el Sr. Germán Peñares Dueñas, Coordinador General del AO de San Pedro.
Asimismo, invitamos a la Misa de los primeros viernes de cada mes en Honor al Sagrado Corazón de Jesús, a las 7:30 PM en San Pedro.


¡ADVENIAT REGNUM TUUM!
¡Venga a nosotros tu reino!
Apostolado de la Oración
Azángaro 451, Lima



...



Homilías - Increpó al viento y el viento cesó - Domingo 12° T.O. (B)

P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita 

LecturasJb 38,1.8-11; S. 106; 2Cor 5,14-17; Mc 4,35-40

Terminó con la fiesta del Corpus Christi el periodo que cada año dedica la Iglesia al misterio pascual, la pasión, muerte y resurrección de Jesús, la fundación de la Iglesia en Pentecostés y los dos grandes misterios de la Trinidad y la Eucaristía, fuentes de vida de la fe y peregrinar cristianos. Domingo a domingo volvemos la mirada a Jesús en su vida pública. El día de resurrección recordó el ángel a los discípulos el mandato de Jesús de volver a Galilea. “Allí me verán” – les dijo–. En Galilea siguió apareciéndoseles hasta la Ascensión. En contacto con Jesús resucitado pudieron comprender el significado profundo de aquellas palabras y hechos. Es lo que hacemos en la Iglesia a lo largo del año litúrgico. Habiendo creído en Cristo resucitado, en conversación oracional con Él, a sus pies vamos a ir recordando con fe y amor sus palabras y hechos, y sacaremos lecciones y fuerzas para nuestra vida.

Pero además todo el Antiguo Testamento es la constatación escrita del empeño salvador de Dios desde que Adán, nuestro primer padre, cometió el primer pecado. Esa historia culmina en Cristo. Todos los acontecimientos y figuras del Antiguo Testamento, por eso, tienen referencia a Cristo y su obra y así hay que leerlos. Leerlos sin esa referencia es condenarse a no entenderlos y a que no sirvan sino, a lo sumo, para satisfacer la curiosidad. También esta referencia procuraremos tenerla en cuenta.

El hecho del evangelio de hoy ocurre probablemente ya muy avanzado el segundo año del ministerio apostólico de Jesús. Es una catequesis sobre la confianza que debemos tener en Jesús. Jesús está presente en cualquier circunstancia de nuestra vida. Desde luego que a veces nos vamos a encontrar con los discípulos en la barca – no olvidemos que es la barca de Pedro, símbolo de la Iglesia – sacudidos por tempestades, promovidas por condiciones normales de la vida humana y por la falta de comprensión y persecuciones del prójimo. Jesús predijo que nos enviaba como ovejas entre lobos y nos advirtió que fuésemos prudentes como serpientes. Debemos aceptar en nuestra vida la existencia de dificultades, de tempestades, de cruces, enfermedades, falta de plata, disgustos, incomprensiones, maledicencias, fracasos, etc. Son cosas que a veces nos alteran mucho.

En el Antiguo Testamento Job es el prototipo del justo que sufre sin culpa personal. La lectura de hoy es la respuesta definitiva que da Job a Dios aceptando su sufrimiento: humilde confiesa su ignorancia y, aunque no ve en sí un pecado como causa de un castigo de Dios, se somete con fe al designio misterioso de Dios. Dios acepta esta respuesta como buena. En cambio condena a los cuatro amigos, que, aparentemente más piadosos, le decían que Dios le castigaba por sus pecados. Job es símbolo de la pasión de Cristo. Dios, en el Antiguo Testamento, no responde sino de modo incompleto a la pregunta del por qué el sufrimiento. La respuesta plena está en Cristo con otro misterio: el misterio de la pasión de Cristo.

Encontramos esta respuesta en el pequeño fragmento de la segunda lectura de hoy: Cristo, que representaba a todos los hombres, sufrió y murió por todos los hombres, pagando con su obediencia hasta la muerte los pecados de todos sus hermanos. Por eso todos murieron en Él. Éste es el criterio para juzgar la muerte de Cristo y no otro.

La tempestad representa todo lo que nos molesta y da dolor en la vida. Para algunos el que Dios permita el hambre y la crueldad de los inocentes ha sido y es un motivo de escándalo y de ateísmo: ¿Dónde está Dios? Si Dios existiese no permitiría ni hubiera permitido la trata de blancas, de niños inocentes, las cámaras de gas, el hambre de los pobres, etc. Jesús va con ellos en la barca; pero no hace nada para sacarlos del apuro; ni da órdenes ni agarra un remo; y encima duerme tranquilo. “¡Maestro! ¿No ves, no te importa que nos hundamos?”. Tú has curado enfermos, has resucitado muertos, has convertido pecadores, has hecho grandes maravillas. ¿No te importa lo que me pasa, lo que sufro, mi desesperación, mi impotencia?

Saber sufrir cristianamente no es fácil. Es cierto que a veces nos castigamos con nuestros propios pecados y defectos. El estudiante perezoso que es reprobado; el violento que levanta el rechazo en su contra. El que ha prescindido de Dios en su vida, el que deja a Cristo que duerma a su lado para que no le moleste, no tiene mucho derecho a quejarse de nada cuando tiene que tragar su propia medicina.

Pero otras veces no es así. Se escarba en los propios pecados y no se encuentran o no se les ve suficientemente graves para aceptar lo que pasa como un castigo justo y se revuelve uno contra Dios. Dios no es bueno, no es misericordioso, no me ama. Y viene la tentación de rechazar a Dios.

Recuerden que Jesús sufrió no por sus pecados sino por los nuestros, recordemos que su camino es el nuestro: cargar con la cruz. Esta cruz tiene el peso de nuestros propios pecados, nuestros defectos nos hacen sufrir y tenemos que aguantar algún sufrimiento para corregirlos. También tiene el peso de los ajenos, pues los defectos ajenos nos hacen también sufrir. Pero además no olvidemos que hemos de completar lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24), es decir que debemos ofrecer nuestros sacrificios a Dios para que, compensando de alguna manera los pecados del prójimo, Dios se sienta movido a dar mayores gracias de conversión a los pecadores.

Cristo no va dormido. Con más frecuencia nos dormimos nosotros en nuestra relación con Él. Con frecuencia las tempestades, que sufrimos, tienen la ventaja de despertarnos para darnos cuenta de que Jesús navega a nuestro lado. Espantados o confiados, no dejemos nunca de pedirle que nos ayude en todo. No basta nuestra habilidad y nuestro empeño. Es necesario que Él esté junto a nosotros. Su presencia y sus órdenes sostienen nuestro remar y, cuando sea necesario, también calmará los vientos, pues “¡hasta el viento y las aguas le obedecen!”.

...


Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

...


P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita 
Director fundador del blog

La Tempestad


P. Adolfo Franco S.J.

(Marcos 4, 35-40)

Esta escena que nos narra San Marcos, ocurre en el lago, en medio de una amenazante tempestad. Jesús duerme en la barca, mientras el terror se apodera de los discípulos. Cristo calma la tempestad del mar, y lo que es más, calma la agitación del ánimo de sus discípulos trémulos y cobardes.

La tempestad, un fenómeno amenazante en la vida. La tempestad ocurre cuando la superficie tranquila del mar (o de nuestra rutina diaria) se rompe en pedazos, y las aguas se convierten en abismos que parecen que se tragarán todo. El cielo estalla en alaridos, y se rasga en estruendos. Uno queda indefenso, mudo de espanto. Y hay otros fenómenos similares: a veces lo que se rompe es la tierra, y la ola estremecedora de la sacudida del terremoto parece interminable. A veces es otra la tempestad, o es otra la rotura, igualmente amenazante: la tempestad de nuestro propio cuerpo, que se ha roto (que lleva dentro un cáncer devorador incontrolable, o los síntomas de una degradación cerebral irreversible) y nos deja ante un abismo que nos va a devorar sin compasión. La tempestad parece el tremendo poder de un planeta que se sacude, y parece encabritado o de la materia de que estamos hechos y que parece que querría tragarse a nuestro espíritu.

Nuestra barca es muy pequeña, parece una cáscara de nuez, frente al poder inconmensurable de los elementos desatados. A no ser que esté Jesús en ella. A todos nosotros nos ha amenazado la tempestad. Y en esos trágicos momentos Jesús parece dormido. Eso es lo peor: nuestro defensor, está callado, no se da prisa por hacerse presente. Sin embargo está. Eso quiere destacar este párrafo del Evangelio: que es importante que Jesús esté en nuestra barca. ¿Quién podría enfrentarse a una tempestad sin la fuerza de la fe?

Cuando una persona sufre de alguna de esas “tempestades”, su barca sube y baja, llevada por las olas, pierde el sentido de la orientación: la vida le parece negra, se pierde el rumbo y la orientación. Hace falta mucha fuerza (Dios la da) para permanecer firme en la tribulación, y darse cuenta de que Jesús está en la barca.

Jesús, en el momento adecuado, da su orden a la ominosa y soberbia tempestad, y ella se calma, y su furia se desvanece, como se desvanece un poco de humo. El mar vuelve a ser un espejo pacífico, la vida recupera la tranquilidad. Y el corazón recobra la serenidad. Es cuestión de hacer consciente la presencia de Jesús, que nunca está lejos. La fe es la certeza de su presencia, y de su compañía. A veces la tempestad se calma, no por un milagro espectacular, sino por encontrarle un sentido a la misma tempestad, al descubrir que nada, ni nadie nos podrá tragar. Es el acto de fe el que hace que la fuerza de Jesús actúe, y que la tempestad pierda la fuerza que tiene para producirnos miedo, pierda las garras con que nos amenaza.

Vale la pena también reflexionar sobre el contraste: Jesús está dormido, relajado, tranquilo, a pesar de la tempestad, y los apóstoles están aterrorizados ante la misma tempestad: dos formas diversas de estar ente la tempestad; hay quienes no permiten que la tempestad les entre en el alma, hacen que la tempestad quede fuera y así su alma mantiene la superficie tersa de un lago tranquilo a pesar de todo.

San Pablo reflexionando sobre la tempestad dice: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?...Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó". (Rom 8, 35-37). San Pablo, que pasó tantas tempestades personales, está seguro y tranquilo sabiendo que nadie le apartará de Cristo Jesús.

...

Agradecemos al P. Franco por su colaboración.


El peligro de ser dos


P. Vicente Gallo S.J.


Hemos dicho repetidas veces que Dios nos hizo para ser felices como lo es El, viviendo en un amor semejante al suyo. Dios, que es tres Personas y cuya vida está en el vivir sus tres Personas en relación, es feliz viviendo un amor tan grande que, de tres Personas, hace un solo Dios: con esa verdadera Unidad que obra la Intimidad en el amor. Es la lectura más profunda de la afirmación bíblica cuando dice que “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, hombre y mujer los creó, a semejanza de El los creó”: para ser felices de manera parecida a Dios, permaneciendo fieles al plan de su Creador.

Ser semejantes a Dios debe ser nuestro gran anhelo. Y hemos de sentirnos dichosos al verlo cuando nos hallamos así. La ruina estará cuando, dejando de ser los dos sólo UNO, complementándose mutuamente por el amor, lleguen a ser verdaderamente DOS, compitiendo como rivales en el dominio del campo; y así ambos quedándose perdidos en su propia soledad.

El peligro de llegar a ello en la vida de pareja es obvio. El hecho de ser dos y bien distintos, como varón y mujer y como personas, unido a la torpeza pecadora que tienen el uno y el otro, ya es la fuente primera de donde brotan las amenazas de esa temible ruina. Hacerse de veras UNO deben trabajarlo; sin embargo, ser DOS surge como espontáneo y por el simple descuido. Uno y otro tienen sus propios intereses personales, y el instinto de defenderlos.

Pero es que, además, viven en medio de un mundo de quienes, semejantes a ellos, viven en rivalidad, en la defensa cada uno de sus propios intereses y tratando de gozarlos personalmente por sus propios caminos eludiendo la traba de los otros. No hace falta caer en el odio, como enemigo y ruptura del amor; el opuesto al amor es el egoísmo. Si “amar es entregarse olvidándose de sí buscando lo que al otro puede hacerle feliz”, su contrario es guardarse cada uno para sí mismo, y hacerse feliz a costa del otro aunque sea su pareja.

Porque todos son así, y todos nos han enseñado a serlo siempre, aun sin pretenderlo, todos lo hemos aprendido desde que estamos viviendo con los demás. No ser de esa manera nos parece que es “no saber vivir”; y si acaso pretendemos vivir de modo distinto, los demás nos estarán llamando “tontos” por quedarnos al margen de su pretendido modo de gozar. Y a nadie le gusta que se le califique como torpe ni como pobre ignorante.

...

Si una pareja busca su felicidad en realizarse conforme al ideal y el sueño de “¡qué lindo es vivir para amar! ¡qué grande es tener para dar!, dar alegría y felicidad, darse uno mismo, que eso es amar”, siempre tendrán que estar escuchando ambos, como Ulises a las sirenas, las voces que le dicen a cada uno: “no pierdas tu libertad”, “no te dejes comer vivo”, “si no defiendes tus derechos te quedas sin ellos”, “no pierdas vivir tu propia vida”.

Acerca del matrimonio como tal, escucharán que les dicen: “El matrimonio es como un castillo encantado que los que están fuera quieren entrar en él y los que están dentro gimen por liberarse y salir”; o cosas parecidas que todos hemos escuchado tantas veces. Los amigos, la propia familia de cada uno, las películas, la televisión, las revistas, la propaganda de la sociedad de consumo, las canciones, los chistes, las bromas, las conversaciones comunes,...lo que viven la mayoría de los matrimonios y que cada uno lo ve. Todo está permanentemente atentando contra la realización feliz del sueño de Dios para el matrimonio: “Serán los dos una sola carne”, nunca ser DOS sino UNO.

Ser felices como Dios, sin límites, es el sueño de toda pareja de enamorados. Saben muy bien, y eso anhelan, que serán felices en la medida en que sean de verdad “UNO” en lugar de “DOS”, y así amarse, respetarse, y ayudarse el uno al otro todos los días de su vida. Es lo se prometen, ante testigos, al casarse. Pero cuando admiten al enemigo dándole oídos y dejan que la cizaña por él sembrada brote y crezca en sus corazones enamorados, surge la desilusión, el amor se marchita o se esconde atemorizado; y, si no se trabaja para limpiarlo o hacerlo de nuevo activo, la desilusión acabará matando al amor.

Les sucederá eso no sólo después del primer enamoramiento, sino también después del matrimonio, y también después de haber recuperado como nuevo el gozo del amor primero una y otra vez, hasta el final de la vida. Porque nosotros podemos dormirnos en el amor, pero el enemigo no duerme, esos enemigos de dentro y de fuera que hemos mencionado. “Lo que Dios ha unido, que nunca lo separe el hombre”, dijo Jesús. Los dos son ese “hombre” que puede romper lo que Dios unió; y lo son también sus propios padres o familiares, sus amigos, y el mundo en el que viven. Ambos esposos han de cuidar muy responsablemente que “el hombre” no separe lo que Dios unió.

...

Ganados por una “desilusión”, ocurre que, en la medida en que el amor se desvanece, se rompe el ser UNO, y se comienza a vivir el ser DOS. El uno o el otro, quizás los dos a la vez, se ponen a vivir como “solteros”. Se busca la felicidad allí donde las sirenas nos insinúan o nos recuerdan que los demás son más felices fuera de la pareja, al margen del plan de Dios. Si ocurre en tu matrimonio, dejará de importarte tu pareja y el vivir con ella en feliz relación. La relación misma en fidelidad te resultará un yugo insoportable.

Fácilmente decidirás entonces, acaso sin darte cuenta de ello, dedicar tu tiempo a otras personas o a otras ocupaciones para satisfacción del gusto propio: o bien buscar el ocio y la diversión, que se necesitan, sin hacer partícipe de ello a tu pareja, acaso evitando su compañía. Ojalá no llegues a buscar otro amor, con visos de ser más grato, en otra persona distinta. Pero el simple estar cada uno haciendo lo que personalmente le plazca, igual que antes de estar casados, procurando que su cónyuge no se interfiera en lo que es vivir su capricho personal, es estar haciendo “dos” en lugar de ser UNO.

Es lo que decimos “vivir como soltero” cuando uno ya está casado, como lo hacen por ahí casi todos y como “uno tiene derecho a vivirlo”, que le dice el tentador. Son espejismos en el caminar por el desierto, respuesta a nuestra sed de felicidad, fuente hacia la que se corre ansiosos y cuyo engaño se descubre al querer beber de ella.

Lo sabio, que se hace muy pocas veces, es convertirse ante el desengaño; volver como el Hijo Pródigo a la casa del Padre tomando la Decisión de Amar, y convencerse de que nunca se debe caer en el error de dejarse llevar por ilusiones para irse por los propios caminos. En esa decisión de amar está el verdadero amor. Si al presentarse las dificultades se debe luchar oponiendo la firme decisión de amar, igualmente hay que buscar esa solución cuando se recapacita al verse perdido en laberintos o en errores cometidos; encontrando que uno está yendo por caminos equivocados, y que así no pueden hallar ni vivir esa felicidad de haberse casado juntos para toda la vida.

...

Todo amor se inicia con un sentimiento caluroso de atracción. Pero comienza como un hecho verdadero, como verdadera realidad, cuando se toma la decisión de amar. Así nacen normalmente el amor de amistad, el amor de compasión, el amor de enamoramiento, o el amor de cada día en la vida de matrimonio. El “amor” que se quede en un sentimiento de atracción instintiva, es puramente animal y efímero: ahora se tiene y después se desvanece por cualquier incidente y aun simplemente con el tiempo.

El amor que es “humano”, el propio de las personas humanas, semejante al de Dios que nos ama, comienza y tiene consistencia cuando se da el acto libre de “quiero amarte”, “es mi decisión amarte”. El amor del matrimonio está en la decisión libre, personal, de abrirme al otro como realmente soy, y así darme a él; abriéndome igualmente con decisión personal y libre ante el amor que el otro me brinda y yo lo acojo en mi corazón.

En el matrimonio y en cualquier amor, libremente me doy al otro como yo soy; y acepto al otro como él es; incluido como él me ha idealizado a mí y como yo le he idealizado a él. En el regalo de nuestro amor está también el regalo de nuestro “sueño”, cual Don Quijote soñaba a la Aldonza queriéndola ver Dulcinea y así se lo proclamaba. Ella no quería creerlo, pensaba que eran sueños de un loco. Esos “sueños” son “ideales”, pero no son simple ilusión sin contenido, sino que tienen una base real desde la que se cree y se espera sin que haya por qué tener que equivocarse. Y en los que el otro puede creer.

De todas las maneras, habrá que ser consecuentes siendo responsables de nuestra “decisión”; nunca cayendo en atentar contra ella, sino cultivándola conscientemente, haciendo que nuestra relación de amor siempre quiera ser para afirmar al otro, no para disminuirle o manipularle. Queriendo estar apoyándole siempre, y escuchándole de corazón cuando tenga confianza en ti y te diga cómo se siente en cualquier momento o en cualquier situación. Sabiendo, a la vez, tener muchos detalles de amor, que fomenten y hagan grata la relación de amor verdadero.